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'Sidonie en Japón': un viaje para superar el duelo

La película es de ritmo pausado que impacientará a los impacientes, pero que crea momentos mágicos

‘Sidonie en Japón’: un viaje para superar el duelo

Fotograma de 'Sidonie en Japón'.

Japón es una paradoja. Para nosotros occidentales es casi un planeta extraterrestre en el que conviven una espiritualidad y unas costumbres ancestrales y enigmáticas con la materialización de un futuro tecnológico de ciencia ficción. Novelas como la autobiográfica Estupor y temblores de Amélie Nothomb y películas como la exitosa Lost in Translation de Sofia Coppola han plasmado este mundo extravagante que nos deja perplejos. En su arranque, Sidonie en Japón de Élise Girard parece que va a subirse a este tren. 

La protagonista, una escritora francesa, viaja a Japón para promocionar un libro, invitada por su editor local. Al recibirla en el aeropuerto, este se empeña no solo en llevarle la maleta, sino también el bolso, que le arrebata ante el desconcierto de ella. Después vienen los saludos con inclinación de los empleados del hotel, a los que ella responde, generando un interminable festival de reverencias. Después llega el momento ventana de la habitación del hotel: allí es imposible abrirlas por seguridad (traducido: para que la gente no se suicide lanzándose al vacío).

Sin embargo, conforme el metraje avanza, vamos atisbando que el verdadero tema de la película es otro y Japón solo el escenario idóneo para desarrollarlo. El tema es la superación del duelo. Sidonie viaja para presentar la reedición de su primera novela, que escribió de joven como terapia para digerir la muerte de sus padres y hermano en un accidente automovilístico. Muchos años después, rota por el dolor de otra pérdida, la de su amado marido, ha dejado de escribir. Hay que destacar el estimulante trabajo de composición que lleva a cabo la directora, con el uso de planos generales que evidencian de forma visual -sin necesidad de recalcarlo verbalizándolo- la soledad de la protagonista. Su cicerone nipón, que no la deja ni a sol ni a sombra, es el taciturno editor que también está procesando sus propios duelos: por un lado, su mujer acaba de pedirle el divorcio porque lo considera insulso, y por otro, lleva a cuestas la desaparición de buena parte de sus ancestros durante la guerra, algo que su anciano padre -el único superviviente entonces- nunca ha superado. 

Japón es el país de los espíritus y el editor ilustra a su autora sobre la permanencia de los muertos entre los vivos. Lo cual nos lleva a la gran pregunta: ¿debemos seguir recordando con insistencia a los seres queridos que ya no están o debemos olvidarlos para seguir adelante? ¿Debemos permanecer fieles al pasado con el peligro de quedarnos atrapados en él o es más sensato mirar hacia el futuro a riesgo de dejar atrás una parte importante de lo que fuimos? Y para responder a estas preguntas hace su aparición un fantasma. Dicho así puede sonar rarísimo, pero uno de los méritos del largometraje es que lo introduce de un modo creíble dentro del pacto de la ficción y su presencia no chirría. 

El fantasma es el tercer vértice de una relación que tiene como protagonistas a la escritora francesa y su anfitrión japonés. Estos personajes representan dos maneras culturalmente en las antípodas de procesar las emociones y expresar los sentimientos. O de no expresarlos jamás en público, como le explica el editor a su autora, incómodo ante las confesiones íntimas de esta, que un japonés jamás compartiría. Este choque cultural es utilizado con inteligencia por la directora para explorar las entrañas de la novelista, una espléndida -como siempre- Isabelle Huppert, una actriz que ilumina cualquier película en la que aparece y que aquí trabaja de modo admirable la contención. 

La gira por varias ciudades japonesas -que incluye una noche en un ryokan, una comida en un restaurante tradicional, la visita a un templo budista y cerezos en flor- permite a la cineasta introducir algunos guiños preciosos que cualquier amante de la cultura japonesa apreciará. El editor se llama Mizoguchi -y la escritora le pregunta si es pariente del gran cineasta-, pero el referente visual más claro es Yasujiro Ozu. Hay planos que son homenajes a la estética de este maestro de la intimidad y la sutileza, como esos reencuadres dentro del encuadre creados por la presencia de paredes laterales. Hay también una visita a las tumbas de Junichiro Tanizaki -el autor de Elogio de la sombra– y su esposa, en cuyas escuetas lápidas aparecen solo las palabras «Nada» y «Silencio». Y hay un paseo por una exposición de la serie fotográfica de los horizontes marinos -casi abstractos, como cuadros de Rothko- de Hiroshi Sugimoto.

El resultado es una cinta de ritmo pausado -tal vez incluso lánguido en algunos momentos- que impacientará a los impacientes, pero que en sus mejores escenas crea momentos mágicos, como la interacción entre el fantasma y un niño en una librería o la melancolía de la escritora al alejarse en barco de una isla que intuye que no tendrá ocasión de volver a visitar. Sidonie en Japón explora un tema no tan habitual en el cine como el duelo sin nunca cargar las tintas. Y apunta con delicadeza una historia de amor, en la que al final se retoma el inicial empeño del editor por acarrear el bolso de su invitada. Arrancamos este 2024 con Perfect Days, la prodigiosa película zen de Wim Wenders rodada en Tokio, y nos vamos acercando a su final con otro viaje japonés también recomendable, salvo para los impacientes.

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