La catástrofe natural en los tiempos del cinismo
Contra lo que piensan las almas cándidas, las tragedias no son el fin de la política, sino su continuación por otros medios
Que nadie saque conclusiones apresuradas ni se ponga nervioso. Este artículo se refiere a un país ficticio, seguramente del Tercer Mundo.
Cuando en aquel país ficticio tuvo lugar una devastadora riada, a la mente de más de un político acudió el pensamiento (indeseado) de que los eventos extremos pueden suponer una oportunidad. El efecto se conoce en Estados Unidos como rallying ‘round the flag (agruparse en torno a la bandera) y describe cómo los ciudadanos hacen piña con el presidente en los momentos difíciles. El 10 de septiembre de 2001, en vísperas del atentado de las Torres Gemelas, apenas el 51% de los votantes aprobaban la gestión de George W. Bush, según Gallup. Una semana después, la proporción se había disparado al 90%.
«Los líderes pueden recuperar o incluso aumentar su legitimidad tras una catástrofe», escriben Mark Pelling y Kathleen Dill, del King’s College.
Depende de cómo se muevan. A Franklin D. Roosevelt le encomendaron la coordinación de las tareas de socorro durante unas inundaciones del Misisipi en 1927 y las dotes de mando y organización que exhibió despejaron su camino hacia la Casa Blanca. Y el terremoto de 1976 en Tangshan sirvió a Hua Guofeng de pretexto para desmantelar a la Banda de los Cuatro y afianzarse al frente del Partido Comunista Chino (aunque no por mucho tiempo).
«Si necesita más recursos, que los pida»
Contrariamente a lo que piensan las almas cándidas, las tragedias no suponen el fin de la política, sino su continuación por otros medios.
El gobernador de la región afectada por la devastadora riada era muy consciente de que si, como Roosevelt y Hua, capitalizaba los méritos de las operaciones de rescate, su carrera experimentaría un importante espaldarazo. ¿Es concebible que, en vista de ello, vacilara en solicitar medios a un Gobierno central que era de distinto color? Y en lógica contrapartida, ¿podría este haber reducido deliberadamente el flujo de ayuda y dejar que su rival fracasara? Cuesta creerlo, pero tres días después de que decenas de vecinos se hubieran ahogado en sus casas y en sus garajes, en muchos pueblos no había asomado ni un soldado, ni un bombero, ni un policía.
«Si la comunidad necesita más recursos, que los pida», fue la justificación del presidente.
La nuda pretensión de poder
El filósofo José Luis López de Lizaga cree que hemos entrado en una era de cinismo político.
El enemigo de la democracia liberal ha sido tradicionalmente «el dogmático, el fanático, el autoritario», que imponía sus creencias porque las consideraba verdaderas y argumentaba, como el obispo Bossuet: «Tengo derecho a perseguirle a usted porque yo llevo razón y usted se equivoca».
Ahora la amenaza procede del cínico, del que defiende sus creencias «porque son suyas».
El cínico ha renunciado a la verdad, pero «sigue afirmando sus posiciones porque le conviene hacerlo». Lo mueve la «nuda pretensión de poder» y va detrás de él sin mesura ni rebozo. «Noam Chomsky —señala López de Lizaga— se sorprendía en una entrevista de 2016 ante la impunidad de las mentiras durante la campaña que llevó al poder a Donald Trump», pero lo novedoso «no es la mentira», sino «la impunidad con que se miente».
Resulta especialmente reveladora la reacción del Parlamento en medio de las alarmantes noticias que llegaban de la región afectada.
La Mesa del Congreso no tuvo inconveniente en cancelar la sesión de control, pero mantuvo la votación que cambiaba las mayorías en el consejo de administración de la televisión pública y habilitaba un nuevo reparto de cargos. «Los diputados no vamos a hacer labores de rescate», adujo el portavoz de uno de los partidos beneficiarios con ejemplar falta de empatía.
Las catástrofes las carga el diablo
El cinismo no siempre se ve, sin embargo, recompensado y no es inusual que a los aprendices de Fouché les salga el tiro por la culata.
«Las catástrofes naturales —escribe Oskar Rydén, de la Universidad de Gotemburgo— pueden desatar procesos que suponen un peligro para quien ostenta el poder e incluso espolear el cambio de régimen». La casuística es abundante. El terremoto de Managua expuso en 1972 la corrupción de Anastasio Somoza y dio alas a la revolución sandinista. La incapacidad de la junta militar birmana para lidiar con las consecuencias del ciclón Nargis precipitó su caída. Y una riada mal gestionada puede acabar con la alternancia entre liberales y socialdemócratas y abrir las puertas del sistema a los extremistas acampados en sus límites.
Pero, ya digo, que nadie saque conclusiones apresuradas ni se ponga nervioso. Este artículo se refiere a un país ficticio, seguramente del Tercer Mundo.