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La otra cara del dinero

Cómo unos presuntos filántropos se forraron sumiendo EEUU en una epidemia de opioides

Muchos dirán que las andanzas de los Sackler y Purdue Pharma corroboran lo malo que es el capitalismo. Se equivocan

Cómo unos presuntos filántropos se forraron sumiendo EEUU en una epidemia de opioides

Muchos en Estados Unidos empezaron tomando opioides por prescripción facultativa y acabaron arruinados y adictos en la calle. En la foto, un sintecho en Madrid. | Joaquin Corchero / Europa Press / ContactoPhoto

Hace unas semanas cayó en mis manos el último libro del veterano financiero Adolfo Ramírez y les confieso que me chocó el título: El valor de la autenticidad. No me parece que ser auténtico sea siempre recomendable. De hecho, el adjetivo se usa a menudo para justificar a alguien que es grosero o poco considerado. Te dicen: «Tienes que disculparlo, es que él es así, muy auténtico».

Oye, pues que se contenga, ¿no?

Me encanta que me den las gracias, que me den los buenos días y las buenas tardes (aunque en Madrid debo decir que eso es casi una excentricidad). Bernard de Mandeville decía que sin hipocresía la vida en sociedad sería intolerable y la Ilustración se gestó en los salones parisinos donde la politesse era inexcusable, porque sin ella no había debate posible ni progreso del conocimiento.

Ahora bien, a medida que avanzaba en la lectura de El valor…, comprendí a qué autenticidad se refería. Porque dio la casualidad de que tenía a medias otro libro que describe justamente los problemas que plantea a una organización la inconsistencia y la falta de sinceridad: El imperio del dolor, de Patrick Radden Keefe.

Epidemia de opioides

El relato de Radden Keefe arranca «una mañana luminosa y fría de la primavera de 2019». Estados Unidos era a la sazón víctima de «una epidemia de opioides que había atrapado a estadounidenses de todos los rincones del país». Muchos de ellos se habían enganchado consumiendo OxyContin, el producto estrella del laboratorio Purdue Pharma, a menudo por prescripción facultativa.

«Las cifras eran abrumadoras», escribe Radden Keefe.

En el cuarto de siglo posterior al lanzamiento del medicamento, «unos 450.000 estadounidenses habían fallecido de sobredosis […]. De hecho, esta es actualmente la principal causa de muertes violentas en el país, por encima de los accidentes de tráfico e incluso de algo tan inequívocamente americano como las heridas por arma de fuego».

Los opioides se han cobrado más estadounidenses que la Segunda Guerra Mundial.

Un propósito encomiable…

En Purdue Pharma veían las cosas, naturalmente, de otro modo.

Su propietaria era la familia Sackler, muy conocida por sus proyectos filantrópicos y por un innovador marketing que había envuelto su actividad en un halo de santidad. Decía que su objetivo era ayudar a todas esas personas que sufrían un auténtico tormento por la cicatería con que se recetaban los opioides. Incluso reunió en el documental He recuperado mi vida los testimonios de víctimas de artritis reumatoide, fibromialgia y otras enfermedades a los que el OxyContin había redimido de su terrible agonía.

En El valor de la autenticidad, Ramírez considera fundamental que una compañía tenga propósito, y pocos hay tan encomiables como aliviar el dolor del mundo.

…y una ejecución detestable

Ahora bien, y ahí entra en juego la autenticidad, en Purdue Pharma pasaban olímpicamente del resto de recomendaciones que Ramírez hace en su libro.

Por ejemplo, ¿había compromiso con el cliente?

Cero. Decenas de miles de sus pacientes, incluido alguno de los que salía en su documental, acabaron convertidos en yonquis.

¿Había integridad?

Ninguna. Al funcionario de la agencia estadounidense del medicamento (FDA) que autorizó el OxyContin, Purdue Pharma lo contrató un año después «con una retribución de unos 400.000 dólares».

¿Había liderazgo auténtico?

Todo lo contrario. En El imperio del dolor se lee que «las reuniones del consejo concluían por lo general con una sesión solo para familiares [en las que] los Sackler votaban a favor de pagarse a sí mismos» cientos de millones. Era todo lo que les preocupaba.

¿Había, en fin, innovación?

En absoluto. La rapacidad de los Sackler era tal, que no dejaba mucho margen para reinvertir en el negocio.

Las víctimas…

La abrumadora evidencia sobre el carácter adictivo del OxyContin desembocó en una megademanda contra los Sackler que incluía a más de 500 condados, ciudades y tribus.

A raíz de ella, varios museos descubrieron escandalizados que el apellido Sackler estaba «manchado» y lo retiraron de sus salas. También renunciaron a sus donaciones prestigiosas universidades y entidades de investigación y, en 2020, la Cámara de Representantes de Estados Unidos anunció una audiencia sobre «el papel de Purdue Pharma en la epidemia de opioides».

Además de convocar a los Sackler, la comisión invitó a varias víctimas.

Barbara van Rooyan, de California, habló sobre la pérdida de su hijo, Patrick, quien, en 2004, tras ingerir una sola pastilla de OxyContin, dejó de respirar. «Durante el primer año, todas las mañanas me levantaba deseando estar muerta yo también —afirmó—. El dolor por la pérdida de un hijo no es un proceso; es un peso que una va a llevar dentro durante toda la vida».

También estuvo presente la fotógrafa Nan Goldin.

«Mi adicción —explicó— acabó con todas mis relaciones, las que tenía con mis amigos y con mi familia, y casi destruye mi carrera. Ahora trato de ser la voz del medio millón de personas que ya no pueden hablar».

…y el verdugo

«Para David [Sackler] —escribe Radden Keefe— tener que mirar cara a cara a personas cuyas vidas había arruinado […] y estar obligado a escucharlas fue probablemente una experiencia nueva».

Sin embargo, se mantuvo firme en que la familia procedió «de manera legal y ética» y simplemente lamentó que «a pesar de nuestras mejores intenciones y esfuerzos», su producto se viera «vinculado a problemas de abuso y adicción». Clay Higgins, que antes de ser congresista había sido agente de policía en Luisiana, señaló que todo el mundo «a pie de calle» sabía que el OxyContin era adictivo. ¿Cómo era posible, entonces, que los Sackler no lo supiesen?

La respuesta se la daría otro congresista, Jim Cooper: «Creo que fue Upton Sinclair quien escribió que a la gente le cuesta entender las cosas si su salario depende de no entenderlas».

Agilizar los pagos

La lectura de El imperio del dolor deja un sabor agridulce.

«No sé en cuántas salas de cuántos lugares del mundo que llevaban el nombre de los Sackler he dado charlas —dice en el libro Allen Dulles el antiguo catedrático de psiquiatría de la Universidad de Duke —. Su nombre se ha presentado como el epítome del trabajo bien hecho y de los frutos del sistema capitalista. Pero, si se mira bien, han amasado su fortuna a expensas de millones de personas que se han convertido en adictas. Es asombroso que se hayan salido con la suya».

Porque, efectivamente, de momento se han salido con la suya.

Todo lo que los Sackler no invertían en I+D, lo gastaban sabiamente en abogados y políticos que los han mantenido al abrigo de toda contingencia. Durante años, desactivaron las denuncias con pactos extrajudiciales y, cuando salió adelante la megademanda de los 500 condados, vaciaron la caja de Purdue Pharma y la declararon en quiebra. El juez en quien recayó el concurso dio, además, prioridad absoluta a alcanzar un acuerdo con los acreedores y no dudo en conceder la inmunidad de los Sackler a cambio de agilizar los pagos.

Ningún Sackler ha sido condenado y todos conservan sus propiedades.

Las verdaderas lecciones

Posteriormente a la publicación de El imperio del dolor, el Tribunal Supremo revocó el fallo del juez concursal y levantó la inmunidad a los Sackler.

Así y todo, muchos concluirán que el libro corrobora lo malo que es el capitalismo, que tolera que cualquier desaprensivo se lucre con la venta de drogas, siempre y cuando pueda permitirse hábiles abogados y políticos venales. Pero no subestimemos la capacidad del sistema para aprender de sus errores. La FDA que los Sackler manejaban a su antojo ya no existe; el escándalo de los opioides la ha vuelto mucho más sensible a los conflictos de interés y difícilmente consentirá que sus funcionarios reciban «lucrativos empleos y oportunidades de consultoría» de las compañías que supervisan.

También resulta más arriesgado para un médico prescribir alegremente el primer medicamento que un laboratorio le recomienda.

Finalmente, lo más importante de todo es que, gracias a los controles de la democracia estadounidense, formales (fiscales y jueces) e informales (la movilización de la sociedad y la prensa), Purdue Pharma se ha visto arrastrada a la quiebra y los Sackler se han convertido en unos parias, y quién sabe si no terminarán dando con sus huesos en la cárcel.

Mi impresión es que poco futuro le aguarda al empresario que trate de imitarlos e ignore El valor de la autenticidad, tal y como la entiende Ramírez.

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