Cómo Knausgård puede cambiar tu vida
El escritor que traicionó a su familia desvelando secretos dice algo nuevo de un modo nuevo
Debió de ser hace más de una década. Un artículo en un suplemento cultural. Las fotos de aquel tipo con pintas de guitarrista de rock más que de escritor. Una novela autobiográfica en seis volúmenes, con miles de páginas, titulada Mi lucha. Había traicionado la confianza de sus seres queridos desvelando secretos de familia. En la entrevista se mostraba estrafalario y petulante. Lo comparaban con Proust. Una moda, pensé. Aquello no era para mí.
Primavera de 2024: una amiga me pregunta si he leído a Karl Ove Knausgård. Respondo que no me interesa. Me dice que haría bien en dejar de lado mis prejuicios. «Te va a encantar, seguro», añade. «Pero no tengo tiempo para algo tan largo: el trabajo, los niños, mi escritura», digo.
En julio compro el primer volumen, en francés. Una iluminación. Knausgård dice algo nuevo de un modo nuevo. Compro los demás en español (Anagrama, 2012-2019) y los leo durante el verano. Acabo de terminar el último.
Recuerdo a Edward Said a mediados de los 90 hablando de Mimesis, de Erich Auerbach (Princeton University Press, 1953), ensayo que analiza la evolución de la representación de la realidad en la literatura occidental desde Homero hasta Virginia Woolf, pasando por Dante, Rabelais, Montaigne, Shakespeare, Cervantes, Stendhal y algún otro. Representación o más bien creación de la realidad y de la conciencia, pues ese yo y lo que lo rodea se forjan mediante las narraciones que contamos y en las que nos vemos reflejados. Esas narraciones han ido cambiando a lo largo de la Historia. En esa serie de intentos, éxitos y errores, Knausgård da un paso más. Llega a la madurez del relato del yo, que también podría ser el momento de su declive, ahora que se fragmenta y está a punto de colapsar ante la reproducción automática y seriada de conciencias postizas en la esfera virtual. Tras la madurez, la podredumbre. En ese paso, Knausgård se emancipa de cierto infantilismo de la novela realista moderna, que representa la vida social en todos los aspectos y a todos los niveles, mezclando lo trágico y lo jocoso, usando varios métodos, a la vez que mantiene la ficción de la ficción, la pretensión de crear ex nihilo, de sacarse de la chistera personajes y situaciones, lugares y acontecimientos. Pero sabemos que Balzac, Flaubert, Proust, Joyce, o Céline bebían de su experiencia y transponían sucesos de su vida. «Madame Bovary c’est moi» es verdad en varios sentidos. Incluso los relatos mentales y abstractos de Borges hunden sus raíces en episodios concretos de su existencia. Knausgård pretende romper ese velo y escribe sobre sí mismo. Lo han hecho muchos otros. Isherwood declaró: «¿Para qué inventar, si la realidad es tan prodigiosa?». Knausgård escribe lo
mismo: «Lo inventado no tiene ningún valor». Su escritura es realista, introspectiva, analítica. Presenta una narración sin trampas ni máscaras; igual que su estilo, que es llano, pragmático, casi burocrático, y solo en algunos pasajes se deja llevar por una emoción siempre contenida. No necesita artificios ni documentarse sobre contextos, sucesos o periodos que no conoce. Su vida se la sabe, si es que alguien puede conocer y ver con claridad su propia vida. Porque a veces somos los que peor nos vemos, como en un espejo deformante. En su visión, siempre quiere ir más lejos, o más cerca: a lugares terribles e incontrolables de su interior. Quiere sostener la mirada a la altura de las demás personas, a su propia altura. Concibe la literatura como algo territorial. Su afán es explorar nuevas zonas de sentimiento.
El éxito del libro provoca estragos en el entorno del escritor. En el último volumen, sus parientes y él mismo se vuelven personajes en busca de un autor que se ha dado a la fuga. Su tío se enfada y amenaza con demandarlo. Knausgård casi se arrepiente de lo que ha escrito, montañas de palabras para alejarse del mundo, una novela para «mandarlo todo a la mierda», pero son actos y tienen consecuencias. En las últimas frases del sexto volumen nos dice: «Ya he terminado y nunca volveré a hacer nada parecido contra ella ni contra nuestros hijos». En realidad el libro lo escribe sobre todo contra sí mismo, para buscarse, revelarse, depurarse, enmarañarse, liberarse. Se nos muestra en su debilidad, cuando traiciona y se traiciona, incluso en sus momentos de mayor locura. En dos escenas de pérdida y dolor extremo se hace muchos cortes en la cara y se muestra a los demás como un monstruo. En el fondo eso también es escritura, inciso, incisión, inscripción simbólica. Recuerda al relato «En la colonia penitenciaria», de Kafka. Ciertos sucesos parece propiciarlos para poder contarlos luego, como si experimentara con su propia vida en una especie de performance. La escritura y la vida se funden. Para él, «todo lo que no fuera escribir carecía de sentido». A cierta edad comprende que es artífice de su destino. Puede esculpirse como una novela. Hasta que declara, también al final, que ha dejado de ser escritor. Un espejismo. Sabemos que volverá al vicio. Su escritura no es terapéutica: es síntoma. Si estuviera bien no escribiría. Viviría, nada más. ¿Cómo será su escritura, tras dejar de ser escritor? En la vida y en la escritura, se esfuerza por ser una buena persona, por vivir una vida buena, por dotar a su vida de un sentido moral, pero fracasa una y otra vez. Ese fracaso es la materia prima de su obra. En un momento su amigo Geir dice de él: «Este hombre ha hecho carrera contando lo fracasado que se siente».
No hay memoria en el libro. En esto y en el estilo no se parece a Proust. No hay nada vago, vaporoso, que nos llegue desde la bruma del recuerdo. Esta épica de la vida corriente pasa del «compromiso con la novela» al «compromiso con la realidad» y nos la transcribe, como si fueran apuntes del natural, centrándose en materiales humildes y texturas ásperas que los escritores suelen evitar: cambios de pañales, albóndigas con espaguetis, montaje de muebles, limpieza de casas, paseos tediosos. Los recuerdos de la infancia, que no puede conservar con tanta viveza, también se nos presentan en todo detalle. Es como si Knausgård hubiera querido resucitar lo real para devolverle su dignidad, para inmortalizar el mito de su vida y cada uno de sus pequeños objetos. Es otro gesto piadoso en el que un narrador que se presenta como laico mantiene un poso teológico. Esa concreción del relato que contradice su naturaleza de recuerdo puede extrañar al principio, pero uno acaba acostumbrándose, como acaba aceptando los artificios del ensamblaje narrativo que Knausgård usa con destreza: analepsis, prolepsis, etc.
Ahora bien, lo concreto nos devuelve a la abstracción. Esas personas reales de las que habla, él mismo, su mujer, su padre, sus hijos, su hermano, entran en la novela y se convierten en figuras estilizadas que reflejan las estructuras elementales del parentesco. Están en Noruega o Suecia pero podrían estar en Ravena, Ohio o Albacete.
La figura que estructura la obra es el padre, con sus palabras duras, su presencia amenazante. Estas miles de páginas deben leerse como una extensa carta al padre, prolongando la de Kafka. El padre de Knausgård no fue un buen padre. Ni siquiera un padre suficientemente bueno. Es el malo de la película, pero incluso a él lo retrata con amor y dignidad. Su lucha es conseguir mirarlo a los ojos, que es como mirarse en el espejo. Muchos años después de su muerte confiesa seguir «atrapado en sus garras»: «No pasaba un solo día sin que pensara en él». En todo caso, el padre fue lo suficientemente «capullo» como para que Knausgård encontrara una gran resistencia en su desarrollo, para que tuviera que buscar un modo inusual de crecer y expresar su malestar, es decir, para ser escritor. Sin ese padre, Knausgård no se habría roto y tal vez nunca habría escrito. Se lo debe todo: su infelicidad, su oscuridad, su inadecuación, la materia prima de su obra.
En un momento, su tío enfadado le sugiere que es la madre quien le ha manipulado contra el padre. Siempre hay otra cara de la moneda. La madre de Kafka, ¿cómo era? ¿Cómo marcó a su hijo? ¿Realmente todo, absolutamente todo, se debió al padre? ¿No es la pareja la que modela conjuntamente a los hijos en la familia, aparte de la influencia social, cada vez mayor? ¿No son sus progenitores, con un padre profesor de literatura y una madre enfermera psiquiátrica, la escuela perfecta para su sensibilidad enfermiza? ¿Nos falta una «Carta a la madre» complementaria? Pero esto Knausgård tal vez no pueda verlo. Lo sospecha como posibilidad, pero se resiste. Su madre tal vez no esté libre de pecado, pero para él está claro que quien le arruinó la vida fue su padre. Toda luz proyecta una sombra. Iluminamos aquí y oscurecemos allá.
Esa figura omnipotente del padre le quita al hijo la virilidad y se lo pone muy difícil cuando le toca asumir la posición de padre. Knausgård tampoco es un padre ejemplar. Cuando llega a serlo, con una mujer que tal vez no le convenía, el mundo se le viene encima. A veces se desanima «ante la idea de volver a casa». La larga sombra del padre es alcohol, agresividad, llanto, depresión primaria, narcisismo negativo, bloqueo. Tras la muerte de su padre, pasa cuatro años sin escribir. Cuando termina el largo luto, retoma la escritura. En el último volumen hay una escena reveladora en la que sale a pescar con su hija, a hacer una de esas cosas que los buenos padres hacen con sus hijos. Su mujer les saca una foto. La niña tiene un pez en las manos. «Por primera vez me sentí un verdadero padre», declara. Decirlo ya revela el problema.
La lectura de Knausgård no cambiará tu vida si lo que dice no está en ti de algún modo. Su mensaje es muy sencillo: no trates de ser otro; intenta ser lo que eres. La exploración de la realidad y de la conciencia a través de la escritura no produce felicidad. A menudo todo resulta demasiado transparente y nos decepciona. Pero quien está llamado a esa tarea, que podrá hacerse mejor o peor, no escapará de ella.