«El arte de la desobediencia»: ironías sobre la vida de rebaño
El escritor hispanoargentino Nelson Gartero Barchetta brinda un manifiesto ficticio contra la cloroformización social
El problema de las distopías es que resultan difíciles de justificar. Son tantos los cambios que han de coincidir para poder manejar dosis tan elevadas de totalitarismo, abstracción colectiva o somatización de la desgana. Además, quienes idean estos escenarios de apocalipsis existencial acostumbran a establecer jerarquías muy marcadas. Pléyades de sinvergüenzas despóticos que se benefician de la cloroformización de la sociedad, con el fin de satisfacer sus deseos. Bien sean estos sórdidas perversiones o ingratos caprichos de iluminación dependientes de una humanidad lobomotizada.
Por eso, entiendo, alquimias «dictatoriales» como la que presenta Nelson Gartero Barcheta en su novela corta: El arte de la desobediencia, publicada por Carpe Noctem, se me revelan más realistas. Porque no se trata de un modelo oligárquico, visiblemente controlado por zampones aquejados de gota, ni de hipermasculinos blancos deseosos de convertir a las mujeres en hornos con patas, ni de líderes omnipotentes vigilando desde las paredes de cada casa -aunque, bien mirado, ejemplos de esto mismo en el mundo no faltan-. La idea de Barcheta con esta pildorita literaria parte de la impositiva búsqueda de la comodidad, por la que las personas estamos dispuestas a dejar que nos dirijan la vida.
Es tan latoso tomar decisiones. Ser responsable de uno mismo. Trabajarse las motivaciones. Definir intereses y miedos y apetitos y, sobre todo, tener que luchar por ellos. De ahí que la idea del autor de una sociedad donde cada individuo tenga todas sus acciones guionizadas, no es en absoluto irrisoria. ¿Exagerada? ¿Magnificada para darle vidilla al relato? Claro. Pero anda que no estamos hechos a la fantasía. Sobre todo si discurre por la orilla crítica y desagradable del retablo narrativo. Quizás la ficción hiperbólica menos explotada sea la de un contexto donde los políticos y mandatarios fuesen coherentes, dignos; honestos, y el dinero y sus porculizaciones desaparecieran para rendir la cotidianidad a la serenidad. Pero menudo plomo, ¿no?
Y, ¿cómo hace Barcheta para presentarnos semejante cuadro? A través de su protagonista; Berta y de un perro. Berta, como toda la población, recibe un guion diario que debe seguir al pie de la letra. Cosa que hace. Aunque no pierde la conciencia de que el plan que han escrito para ella es un peñazo. Llega un punto en el que, incluso, desea con fervor beato que su siguiente guion tenga por desenlace su suicidio. Un clamor muy duro, si lo piensa uno bien, dado que la muerte es la cara de la moneda sobre la que tenemos el poder de decidir. Capacidad que no nos fue brindada en lo referente a nuestro nacimiento. Así que suplicar por que dicten tu muerte, incapacitado para lograrla, es, seguramente, de las formas más esenciales de dominación.
Sea como fuere, las angustias de Berta girarán en direcciones contrarias a causa del susodicho perro. Un animalito con una extraña fijación por ella con el que descubrirá que no tiene por qué seguir, al pie de la letra, el condenado guion que le aterriza cada velada. Sin embargo, ese impulso díscolo la llevará por el terreno de la sospecha ajena y la meterá en líos. Los cuales no abordaré aquí porque si la novelita de Barcheta ya es pequeña, no quisiera reducir sus sorpresas todavía más.
Y he aquí uno de los patinazos que, a mi entender, padece la obra: su escasez. Sabe a poco. A trompicón. Demasiado largo para un cuento. Demasiado corto para una novela en condiciones. El arte de la desobediencia habita un limbo que, según el tipo de lector, tal vez resulte grato pero que, personalmente, encuentro atropellado. Faltan detalles y sobran excusas para desarrollarlos. Su comparación con un capítulo de Black Mirror está justificada, pero es que la serie británica se caracteriza por un mismo perfume de inquietud futurista que se adhiere a distintos tipos de cuerpo. Hay una prolongación, por así decirlo. Cosa que no parece tan viable con este libro.
En cuanto al estilo, cabe destacar la presencia de arranques de ironía genuinos. Puntillas de humor negro muy sabrosas que engolosinan la lectura. Mucho más asentada en una descripción plana, alejada de piruetas semánticas o adjetivales (empieza a convertirse en una mala costumbre la narrativa americanizada, en modo guion), es de admitir que no hacen falta más de un par de horas -siendo generosos- para culminar la obra. De nuevo, una doble vara de medir. Por un lado, para quien desee sentir con agilidad la satisfacción de lo acabado, este formato es idóneo. Por otro, para quienes disfrutan peleándose un poco con la página, diseccionando mentalmente la originalidad de los términos y proposiciones descriptivas, la novela sabe poco.
El otro punto algo chasco de la obra radica en ciertos patinazos soeces un tanto artificiales; como si Barcheta hubiese querido mantener al lector ligado a una provocación. Un pulso contra la corrección que se sabe silicónico dado que se sostiene únicamente en el uso de insultos macarrónicos bastante gratuitos. Descontextualizados en vista de la naturaleza de los personajes que los despachan. Salvando esta excepción, la obra sabe llevarte a donde quiere. Y te da la mano con firmeza. De manera orgánica. Capacitándote para alcanzar los inquietantes y sórdidos giros finales que se suceden.
El creador de historias tiene una responsabilidad cínica con el mundo. Una de sus tareas es practicarle una cirugía a lo que lo rodea, dando testimonio de las miserias ocultas que se asientan en las entrañas de su ciudad, de su país, de su continente e incluso de sí mismo, como lugar donde se reúnen todas. Nelson Gartero Barcheta ha seguido la senda de dicho compromiso con El arte de la desobediencia. Un bocado que se disfruta dejándote una amarga pregunta en la punta de los labios: ¿hay alguien escribiendo el guion de mi vida? Pero también una lapidaria respuesta: la libertad exige sacrificios. ¿Y no será, por eso mismo, la desobediencia todo un arte?