Reverso en negro
«Era una de esas mujeres a las que las miradas se le pegaban en el rostro sin remedio. Era difícil no quererla desvelar»

Una mujer guapa. | Pixabay
Amanda se desperezó antes de que los primeros rayos de sol se filtraran entre las cortinas de su apartamento de estilo industrial. Todo estaba en su lugar: la mesa de nogal con las sillas desparejadas, pero armónicas, los vinilos apilados junto al tocadiscos, la fragancia amaderada que flotaba en el aire como una firma invisible. El espejo del baño de doble lavabo, donde solía probar distintas miradas y ajustar con un leve giro el escote de su vestido, le devolvió su imagen al salir de la ducha. Con el cabello recogido en un desorden calculado, los labios humectados y la piel perfumada con aceite de orquídea negra, se observó desnuda. Sus ojos le recorrieron el cuerpo como si evaluara la sinuosidad de su cintura, la firmeza de sus muslos bajo el reflejo dorado del aceite, la turgencia de sus pechos, la curva de su cadera, la suavidad de su vientre y la forma precisa de su sexo. Un reflejo que nutría su vanidad y le encendía las ganas de saberse deseada.
Era una mujer que cuidaba cada detalle, desde la elección de su lencería hasta el aroma exacto que dejaba tras su paso. Cada aspecto de su vida era un lienzo donde pintaba la imagen que quería proyectar. No era difícil notar su presencia: era magnética, una de esas mujeres a las que las miradas se le pegaban en el rostro sin remedio. Más que mirarla, era difícil no quererla desvelar.
Amanda había perfeccionado el arte de las citas efímeras. Tinder era un recurso fácil, pero prefería los encuentros casuales en bares de sofá y luces cálidas, en inauguraciones de galerías o en los pasillos de una librería donde el roce de unas manos sobre la misma portada podría ser la excusa para una conversación que acabara entre sábanas ajenas. Era un juego para ella; con una mirada, una sonrisa y una frase ingeniosa conseguía lo que buscaba entre todo tipo de hombres que le interesaban solo por un rato, el tiempo justo para envolverse en su historia antes de borrarla de su vida.
Aquellos que pasaban por su cama eran como uno de esos perfumes que vestía. Le fascinaban en un instante, le embriagaban con su particular mezcla de piel y palabras y luego les soplaba suavemente hasta hacerlos evaporar. La belleza masculina se desplegaba ante ella de mil formas distintas. Unas veces Saúl tenía las manos grandes y seguras, capaces de sostener su cintura con firmeza. Otras, tenía dedos lánguidos de pianista, expertos en recorrer con suavidad cada curva de su espalda. Alguna vez, Saúl tuvo una voz grave que vibraba en su vientre al tararear su nombre como una canción. También los hubo de carcajada transparente que se fundía con la suya entre la suma de los grados de alcohol.
Los cuerpos de todos aquellos hombres se expresaban en una infinita diversidad de formas, en los que las marcas del paso de los años dibujaban historias a las que no le daría tiempo llegar. Saúl es de espaldas anchas y montables o delgadas y rodeables; con torsos marcados por el ejercicio o redondeados por una vida de banquetes. Los vientres planos y esculpidos como los de un Hércules en mármol o carnosos y cálidos, sobre los que rebotar la cabeza en largas felaciones profundas. Cada piel que besó tenía su propio tono: alabastro, bronce, miel, ébano; con lunares dispersos como galaxias o cicatrices que ofrecen la vida vivida como un baúl abierto al que asomarse.
Ninguno le apagaba el hambre de seguir explorando, como si cada encuentro le ofreciera las partes inconexas de un tesoro aún por revelar.
Amaneció y Saúl dormía a su lado. No había planeado quedarse, nunca lo hacía. Se conocieron en una de esas galerías de arte que solía frecuentar y la conversación los elevó por encima del vino, o quizás fue justo al revés. Se les enredaron las risas. Se les derritió el hielo. Se les tergiversaron las manos y se les descifraron los genitales. Para Amanda, no fue uno más. Tampoco lo fueron el resto en el cruce de los primeros momentos. Cogió la ropa desparramada por el suelo del dormitorio minimalista y se vistió en silencio, como si la costumbre de marcharse fuera suficiente para tomar la decisión. Observó cómo dormía y hasta le pareció ver una leve sonrisa en su gesto. « El amanecer nunca llegó tan rápido» , escribió en un trozo de papel y se lo dejó en la mesita justo antes de calzarse y salir.
La mañana siguiente al salir de la ducha y mirarse en el espejo buscando algún signo de cansancio o de una emoción que no pudiera nombrar, sintió un recuerdo con una fuerte punzada de curiosidad sobre el estómago. El tiempo pareció habérsele detenido justo en la noche de ayer. Cómo se le pudo ocurrir dejarle esa nota… Se preparó el café sin prisa buscando en el ritual algo que la ayudara a dejar de darle vueltas a la cabeza. No supo si lo que le incomodaba era el hecho de haberse ido sin más o la posibilidad de que quizás en algún rincón de su cuerpo, había quedado algo más que una despedida. Era 26 de enero y cumplía cuarenta años.