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'Adolescence': secretos de un chico normal

«El director utiliza el plano secuencia, lo cual deja al espectador con ganas de que haya un respiro. No lo hay»

‘Adolescence’: secretos de un chico normal

Ilustración de Alejandra Svriz.

A veces las plataformas emiten series de gran calidad con bajo presupuesto. Películas que hacen pensar al espectador adulto, preguntarse cómo algo terrible puede suceder en la vida real, en su hábitat. Las familias creen que en su núcleo aparentemente tranquilo y armonioso jamás va a ocurrir una tragedia como un asesinato, una muerte a puñaladas. Netflix estrenó el pasado día 13 una miniserie de cuatro capítulos, de producción británica, titulada en inglés Adolescence. El tema es el bullying, el matonismo juvenil, el acoso escolar. En España se han multiplicado los casos de violencia en los centros de enseñanza en los últimos años pese a que existe una mayor consciencia de la gravedad por parte de progenitores y educadores. 

El estreno de la serie ha coincidido con el crimen de una educadora en un piso tutelado en Badajoz a manos de tres adolescentes, dos chicos de 14 y 15 años, en colaboración con una de 17. Los dos varones, hijos, uno, de un dirigente sindical y el otro, de un cocinero local conocido, decidieron asfixiar con un cinturón a la víctima. Fueron más tarde detenidos. La educadora ya había advertido sobre el clima de violencia que se respiraba en el piso y confesaba su propia impotencia.

La miniserie de Netflix merece la pena ser vista de un tirón. Es de un dinamismo asombroso desde el primer instante. El director utiliza el plano secuencia, lo cual deja al espectador con ganas de que haya un respiro. No lo hay. Dirigida por Philip Barantini, ha sido escrita e interpretada por un actor genial, Stephen Graham, que ha trabajado en filmes como This is England (2006) y El irlandés (2019). Es un actor muy versátil pudiendo ser desde un cabeza rapada, un capo de la mafia sindical camionera en EEUU o un simple jefe de una familia de clase media británica, propietario de una pequeña empresa de fontanería, que quiere a su esposa, a su hijo y a su hija y que no aguanta el sollozo cuando le estalla a los ojos la tragedia.

Por qué a ellos, se pregunta y le pregunta a su mujer. Se culpa por no haber puesto más atención, por estar ausente debido a sus quehaceres. Qué han hecho mal con su hijo, de 13 años, un chaval aparentemente tranquilo, listo, estudioso, a quien le gusta la Historia, y en particular la Revolución Industrial, pero encerrado en su habitación enganchado al móvil, intercambiando mensajes con sus colegas. No es un crío de muchos amigos. Dos o tres. Tiene complejo de feo, pese a que para nada lo es. Una compañera de clase, la víctima del drama, se burla de su físico cuando él le dice que está dispuesto a ayudarla tras unas fotos eróticas suyas. El padre no lo entiende, ni lo entenderá hasta el final de la serie cuando pide perdón en la cama del muchacho, ausente, besando a su pequeño oso de peluche.

Winston Churchill afirmó en una ocasión que la democracia es cuando suena el timbre de la entrada a las siete de la mañana y aparece el lechero. Nunca jamás la policía. Pero no es así en el caso de la familia Miller. Un nutrido y exagerado grupo de agentes no avisa. Se trata de un crimen. Irrumpen en el hogar derribando la puerta y poniendo patas arribas el domicilio de una familia tranquila, que cumple con las obligaciones ciudadanas, que celebran los cumpleaños. Buscan a Jamie. No le dan explicaciones ni a él ni a los padres. Debe vestirse, acompañarles a comisaría al tiempo que le recuerdan su derecho a no declarar. El chaval, aturdido, repite una y otra vez y así continuará haciéndolo durante su permanencia en la cárcel hasta la víspera del juicio, que es inocente y que no ha apuñalado a Katie, la víctima. 

En España la gran mayoría de los casos de matonismo no terminan en asesinato o en suicidio, pero dejan secuelas psicológicas serias. Hace tiempo se consideraba el fenómeno como «cosa de críos». La violencia escolar ocurría, y obviamente sufrían quienes la padecían, a veces en silencio y sin la plena comprensión de los progenitores, en especial si se trataba de jóvenes varones. No era el bálsamo de fierabrás el remedio: «no te achantes, si te pegan responde». Las niñas eran objeto de maltrato psicológico por algunas compañeras, algo más sutil y más complicado a su vez de resolver. Pero lo que diferencia esa etapa con la actual es que antes no existían los dispositivos tecnológicos como el móvil, el ordenador, la tablet, internet, los videojuegos o las redes sociales, vías todas ellas a las que incluso niños de corta edad tienen acceso.

Al hacer un repaso rápido del fenómeno, uno concluye que la violencia escolar continúa desbordando tanto a padres como a educadores. En Adolescence se ve claro el problema cuando en el segundo capítulo, uno de los investigadores y su ayudante van al colegio donde se ha producido la tragedia para interrogar a los alumnos. Un gran fracaso. Los profesores difícilmente controlan a los estudiantes y otros hacen casi piña con ellos, muestran permisividad, en el afán desesperado de ser amigo antes que enemigo olvidando su función de autoridad.

Aparte de la tragedia de días pasados en Badajoz, dos casos me golpean sobremanera aún sabiendo que ha habido muchos y que otros han sido tapados. El primero, hace 20 años, el de un adolescente de Fuenterrabía, de 14 años, que se arrojó con su bicicleta desde una de las murallas de la localidad harto de las palizas que le propinaban unos compañeros, hijos de docentes del colegio donde estudiaba, y confesando en un mensaje que por fin sería libre. La dirección del centro se puso de perfil. El segundo, el de una adolescente, de igual edad, de Cornellá (Barcelona), que se quitó la vida en 2020 porque en clase le insultaban una y otra vez llamándola cerda y asquerosa. «Las niñas de mi clase son malvadas, siempre inventando rumores (…) Nadie me mira, a nadie le importo», escribió antes de morir. Y lo increíble, según cuentan las crónicas, es que en el tanatorio algunas de sus compañeras se reían y se hacían fotos junto al féretro.

Una investigación realizada en 2023 por Educar Es Todo, una comunidad educativa de padres, madres y docentes, en la que participaron cerca de 2.000 personas ligadas al problema, concluía que uno de cada cuatro progenitores declaraba que su hijo o hija habían sufrido acoso escolar. Más de la mitad, un 66%, opinaba que ni los centros de enseñanza ni el profesorado tienen suficiente formación para intervenir en casos de matonismo y no son capaces de imponer autoridad. Claro que nueve de cada diez maestros culpaban a los familiares de cuestionar sus decisiones. Y por último, el 80% de los encuestados creía que los contenidos violentos que visualizan los jóvenes potencian el fenómeno e influyen negativamente en la autoestima y en el desarrollo de la personalidad.

Los expertos en materia educativa sostienen que el bullying trasciende el ámbito escolar. Es un problema social. Los estudiantes víctimas deben sentirse seguros a la hora de denunciar su experiencia y para ello es útil la creación de canales de comunicación donde participen también padres y profesores. Las víctimas deben estar emocionalmente arropadas y en ello es conveniente la ayuda de compañeros que hayan experimentado antes tal lacra. Afirman que las propias escuelas deben poner en marcha programas de formación en el respeto, la empatía y la diversidad. Un caso de violencia exige una intervención rápida, concluyen. 

Adolescence, una serie británica de cuatro capítulos, se puede ver en Netflix desde el pasado 13 de marzo

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