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Contraluz

Melilla, entre la desidia y la distopía

La ciudad autónoma sufre una lenta e imparable penetración cultural y competencia económica por parte de Marruecos

Melilla, entre la desidia y la distopía

Ilustración de Alejandra Svriz.

Hace ya algunos meses, Luis Prados publicó en este mismo medio una conjetura distópica sobre el futuro de Ceuta y Melilla que irradiaba inquietantes visos de verosimilitud.  «¿Qué ocurriría –se preguntaba el periodista- si EEUU se pronunciase a favor de la entrega de las dos ciudades a Marruecos?». Y advertía: «Este es un relato de ficción sobre una posibilidad no tan descabellada». Pues bien, en dicho relato todos los actores participantes asumían sus papeles de un modo asombrosamente realista: Europa se inhibía por completo del asunto; el presidente del Gobierno español, interesado tan sólo en conservar el poder a cualquier precio, se volcaba en los efectos que el conflicto pudiera tener en las inminentes elecciones que iban a celebrarse, y «pasaba en menos de dos semanas de garantizar la españolidad de Ceuta y Melilla y la integridad nacional a defender la ventaja de deshacerse de unos enclaves que eran una rémora». 

Por su parte, la izquierda radical, en consonancia con su nihilismo destructivo en relación con todo lo que atañe a la nación, se entregaba al más desaforado de los entreguismos, mientras que Vox oscilaba entre un recio nacionalismo de tintes legionarios y su recién adquirida sumisión a Trump y Putin. El PP, por último, ay el PP, volvía por donde suele, desplegando retórica rancia y gestos vacíos para evitar tener que hacer absolutamente nada. Por supuesto, el final de la distopía no podía ser otro que la pérdida anunciada de Ceuta y Melilla entre la indiferencia de un país anestesiado y la deletérea incompetencia de la casta política. 

Hacía varios años que no visitaba mi ciudad natal, Melilla, algo que me gustaría recomendar a los lectores que hicieran al menos una vez en la vida. Les aseguro que no se arrepentirán. Aunque quienes se acercan a conocerla desde la Península suelen reparar, más que nada por su exotismo, en los rasgos y costumbres de procedencia árabe que se han ido implantando en ella, Melilla es una ciudad enteramente europea, entre andaluza y levantina, con algunos colores y fisonomías que recuerdan también a las ciudades costeras de Sicilia (a mí me recuerda mucho a Siracusa).

Si no saben muy bien qué es lo que van a encontrar, les deslumbrará en un primer momento la belleza de los edificios modernistas que imperan en todo el centro urbano, pero tal vez mucho más llamativa sea Melilla la Vieja, una imponente fortaleza renacentista (la única de ese estilo en todo el Mediterráneo) que se eleva con sus túneles y vericuetos de piedra sobre la ciudad moderna y el azul profundo del mar hacia lo lejos. La gastronomía y las playas son otros de los puntos fuertes de la ciudad, pero lo mejor de ella son, sin duda, son sus gentes, de una alegría y una hospitalidad muy difícil encontrar en otros lugares. 

Hasta aquí, digamos, el recorrido turístico más o menos convencional por la urbe española del norte de África, pero hay en ella, precisamente por su ubicación geográfica, otros aspectos que, a causa de una prolongada combinación de desidia y perfidia, sin dejar de lado las insidias de todo tipo, la han ido transformando en los últimos tiempos de un modo no tan grato a la vista. Con ello llegamos de nuevo al reino de la distopía, pero en este caso como imparable proceso de implantación en el presente.

Ya en mi última visita, hace aproximadamente unos diez años, pude observar con sorpresa la inusitada proliferación de velos islámicos, incluyendo a las mujeres jóvenes, algo perfectamente desconocido en la Melilla de los años 80 y 90 del siglo pasado, cuando las chicas musulmanas rivalizaban con las cristianas en sus pretensiones de modernidad. En esta ocasión, a las pocas horas de estar en la ciudad, me encontraba completamente saturado por la triste visión de innumerables mujeres cubiertas recorriendo las calles, principalmente con el hijab, pero sin desatender la aparición esporádica del chador, el khimar e incluso del niqab.

Afortunadamente, no llegué a ver ningún burka, pero todo ello reflejaba el avance imparable en la libertad de la mujer musulmana que se ha producido en los últimos años, así como el reconocimiento de su proceso de emancipación y empoderamiento. Tampoco había visto nunca en la playa de mis días azules y el sol de mi infancia grupos de niñas bañándose con burkini, esa prenda curiosamente inventada por una australiana y que cubre el cuerpo de la mujer de los pies a la cabeza pegándose al mismo de una infinitamente más impúdica que el más osado de los bikinis. Sólo el cuerpo revela al cuerpo nos señalaba el bueno de Oscar Wilde. 

Precisamente un grupo de estas chicas invitó a mi hija mayor a que jugara con ellas. No fue una invitación inocente. Encerradas en un círculo que la dejaba manifiestamente fuera, le hacían preguntas volviendo la cabeza y luego comentaban entre ellas en árabe, riéndose. Visto desde la orilla, aquello no era sino una ceremonia de la exclusión cuyo único objetivo era humillar al diferente. Si alguien objeta que eran sólo niñas, como yo mismo pensé, habrá que recordarle que esas crías son educadas en la idea de que los no musulmanes representan el pecado y el mal. No ha sido un caso aislado. He podido observar que, al contrario que las hornadas de inmigración que se asentaron en la ciudad en el siglo pasado, las actuales carecen del menor afán de integración, más bien todo lo contrario: lo que se aprecia es una voluntad, callada pero firme, de imposición paulatina de los valores de su cultura y su religión. De hecho, ya hay zonas de la ciudad en las que, cuando uno pasea, no es posible distinguir si se encuentra en una población europea o en la vecina Nador, al otro lado de la frontera. En estos temas hemos perdido el norte que nos procuró la Ilustración y estamos confundiendo el concepto de tolerancia con lo que no es sino una rendición cobarde ante al oscurantismo y la superstición, tan sólo por no ser motejados de un racismo que, como he intentado reflejar en la escena anterior, está mucho más en la otra parte. 

«La infiltración marroquí en la ciudad española del norte de África puede ser calificada de cualquier cosa menos de inocente»

Por supuesto, algún alma bella, de esas que abundan en Europa, podrá aducir que nada de esto difiere sustancialmente de lo que está ocurriendo en muchas ciudades españolas, y tendrá razón. Pero la diferencia con Ceuta y Melilla estriba en la particular situación geográfica de las dos ciudades, así como en las manifiestas aspiraciones anexionistas de la teocracia alauita. La lenta pero imparable infiltración marroquí en las dos ciudades españolas del norte de África puede ser calificada de cualquier cosa menos de inocente. Tampoco hay nada inocente en otro de los elementos más evidentes en los últimos años: el de unas actuaciones políticas perfectamente diseñadas por el Reino de Marruecos para doblegar por asfixia a la otrora boyante economía de ambas ciudades. Ya la construcción del contiguo puerto de Nador constituyó una nítida declaración de intenciones en tal sentido, pero a ello se le añade ahora la construcción del megaproyecto Nador West Med, para el que la Unión Europea ha aportado, atención, 110 millones de euros. En tal sentido, la visión desde la playa del Hipódromo del paso de ferrys de la compañía española Balearia que obvian el puerto de Melilla y atracan en el de Marruecos, contribuyendo de esa forma a enflaquecer las posibilidades económicas de la ciudad española, no puede resultar más desoladora.

Pero mucho sangrante, es el tema de la frontera, otra de las vergonzantes cesiones a Marruecos por parte del Gobierno de Pedro Sánchez (algún día nos será dado conocer cuáles son las oscuras componendas de este personaje con la monarquía alauí). Si en mi visita anterior, aunque seguía siendo un hervidero de criaturas buscándose la vida, la aduana ya había perdido permeabilidad, lo que he encontrado en esta ocasión fue un espacio desierto en el que apenas si había un par de policías vigilando. ¿Qué ha ocurrido?, les pregunté. Que el Gobierno de Marruecos, me contestaron, está derivando todo el tránsito de mercancías hacia Nador, con lo que nos topamos de nuevo con la evidencia de asfixiar la economía de la ciudad con la incomprensible pasividad e, incluso, connivencia del Gobierno español. Es verdad que Marlaska, incurriendo en un principio de contradicción con las capacidades de su Gobierno, ha anunciado lo que llama una frontera inteligente, pero ¿de qué servirá aplicar la inteligencia a una realidad progresivamente muerta? 

Digamos para terminar que el Gobierno de Melilla se encuentra desde tiempos inmemoriales en manos del PP, que hace todo lo posible por hacerle la vida lo más cómoda y agradable a esa parte cada vez más preponderante de la población que tiene, por decirlo en términos suaves, una idea más bien discutible del concepto de ciudadanía. La distopía, pues, está servida, si bien como una película que se desarrolla a cámara lenta y que se va sustanciando cada vez de forma más nítida en el presente. Por lo general, la población española ve los problemas de las dos ciudades africanas como si se tratara de algo que, en definitiva, no les afecta, pero, más allá, de cuestiones históricas, que tienen que ver con la inscripción en España de ambas ciudades desde el siglo XV, Ceuta y Melilla representan por su singularidad el epicentro de un concepto de nación que se sustenta en el principio de territorialidad y soberanía como condición de posibilidad de todo lo demás. De ahí, que la consumación de la distopía imaginada por Luis Prados no sería sino el inicio de otra que se cerniría sobre el resto del país. 

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