The Objective
Mi yo salvaje

Blanco sobre blanco

Encogió los ojos apuntándolos como un par de pistolas y lanzó un mensaje como una advertencia: «estás a tiempo de huir»

Blanco sobre blanco

Una pareja besándose. | Freepik

Amanda escuchó el grifo del baño. La caldera se prendió. Emitía un sonido flameante que se colaba desde el lavadero hasta el salón.  Se apagó, volvió a sonar y luego otra vez.  Se acercó al baño para recordarle a Saúl que, en su lavabo, el grifo funciona al revés. Lo encontró inclinado sobre la loza con el cepillo de dientes en la boca y los carrillos inflados de espuma. Saúl levantó la mirada hacia el espejo y la vio a través del espejo. Subió las cejas como si saludara, balbuceó algo inentendible sobre el grifo e hizo un gesto con el dedo indicando que estaba al revés. Amanda, como hacía cuando le hablaban en inglés, tiró de contexto para entenderle y asintió. Se apoyó en el marco de la puerta y le recordó que así eran las cosas allí, todo al revés, como ella.  Encogió los ojos apuntándolos como un par de pistolas y lanzó un mensaje como una advertencia: «estás a tiempo de huir».

Se quedó mirándole allí, apoyada en el quicio. «Ni lo intentó anoche cuando le busqué la cabeza». Huir, no intentó huir cuando la pasada noche Amanda le buscó la cabeza. No hizo el más mínimo gesto de apartarse, de disgusto, de «esto no». Anoche Amanda le abrió la puerta y se fueron a charlar un rato al sofá. Anoche, mientras hablaban en el sofá, Amanda se fue escurriendo hacia el suelo y la conversación siguió. A veces, le gusta sentarse sobre un par de cojines y recostar la espalda sobre el sofá; cree que le pasa cuando está cómoda, a gusto, pasando un buen rato sin nada en la cabeza más que lo que hay, dónde y con quien está. Anoche, cuando al mirar a Saúl, por la perspectiva, sus piernas se erigían como una cordillera, le dieron ganas de treparlas. Se acercó a sus tobillos y le agarró uno con cada mano. Le acarició las pantorrillas con la cara, introduciendo el gesto naturalmente en el hilo de la conversación.

Amanda y Saúl siguieron hablando como si nada después de que ella le lamiera las rodillas y las besara como si fuera una boca con lengua; cuando le pasó el rostro por el pantalón hasta que erectara; cuando le abrió la bragueta, salió el asta disparada y despistada y se la tragó. No interrumpieron la conversación mientras ella se deleitaba con el tamaño del agujero de su glande y jugaba a chuparlo y absorberlo como si tratara de acabarse un batido de leche merengada. Saúl le dijo que así, que así iba bien y Amanda le contestó al hilo de la conversación ignorando su mensaje. Cuando ella hablaba, le acariciaba con las manos, sin dejar de pajearle hasta terminar su argumento. Cuando hablaba él, se lo tragaba hasta la garganta alguna vez o le lamía una vena prominente que le dividía la polla en dos o le lamía los testículos dejándose amasar la cara con ellos. Charlaban sin perder el hilo de la conversación y en cada lamida pareciera que tejían algo nuevo con ello. Una inspiración larga y un momento de silencio la avisó como el timbre del portero automático avisa que te queda el tiempo justo de quitarte el delantal y retocarte el flequillo antes de recibir un comensal.  Se preparó para recibirle. Llegó rápido el comensal; y abundante, como si ya hubiera comido. Amanda generosa y sin tragar, se acercó a la boca de Saúl para compartir un beso lácteo. Y él no se quitó. 

«Qué estás pensando con esa cara», le preguntó Saúl una vez había escupido toda la espuma del exceso de pasta dental. «En que cuándo vas a dejar tu cepillo de dientes aquí», le contestó como si acabara de formular una obviedad. 

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