Gaza y los niños de la tiza
Un grupo de niños pintó una bandera palestina en la Plaza del Dos de Mayo, pero Almeida la mandó limpiar en 24 horas

Ilustración.
El martes pasado, a unos lumbreras del madrileño colegio público Pi i Margall les dio por el arrebato solidario. ¿El plan? Una performance de lágrima fácil: marcar el contorno de la bandera palestina con cinta de carrocero y rellenarla con rojos, negros, blancos y verdes. El escenario: la Plaza del Dos de Mayo, Malasaña. Lo llamaron, con esa cursilería típica del seminario: «Pintemos por los niños de Gaza». Niños de unos seis años, por cierto, dándole al bote de pintura. Una bandera gigante, un acto de denuncia que se convirtió en munición política.
Almeida, ese alcalde que tiene la mala costumbre de cumplir las ordenanzas, mandó al equipo de limpieza. Tardaron menos de 24 horas en borrar el grito malasañero. Y aquí es donde la historia se pone jugosa, porque aparece en escena el activista de X con la conciencia inflamada.
El jueves, Eduardo Rubiño, portavoz adjunto de Más Madrid, denunció que se borrase la bandera: «No os perdáis esta breve historia: 1. Los niños del colegio Pi i Margall pintan con tiza la bandera de Palestina en la Plaza Dos de Mayo. 2. Almeida manda un equipo especial de limpieza en menos de 24 horas para borrarlo. A este punto de mediocridad y ruindad ha llegado el PP».
Rubiño afirmó que los niños pintaron la bandera de Palestina con tiza, ese material inofensivo que evoca inocencia y juegos de patio, pero la foto que el propio portavoz adjuntaba desmentía su milonga. Se veía a los críos, sin mascarilla, con botes de spray en las manos. A la parroquia progre le dio igual. 300.000 visualizaciones y 8.000 likes en un abrir y cerrar de ojos. El mensaje fue rápidamente retuiteado por activistas como Alan Barroso y otros insignes botarates de la parroquia progre que ha hecho de la causa palestina el mejor salvavidas de Pedro Sánchez. El bulo de la tiza se viralizó como la pólvora; hasta el ínclito Diego Casado, de ese púlpito de la verdad que es El Diario.es, insistió en la patraña desde su tribuna.
Lo de Gaza ya lo hemos dicho: es el nuevo Prestige, el nuevo «No a la Guerra». Es la cortina de humo perfecta que Sánchez necesitaba para que no hablemos de los pestilentes casos de corrupción de su entorno familiar. Una bandera épica para aglutinar a la feligresía y hacer que los suyos no miren dentro de las alcantarillas. La corrupción es un estorbo y, por ello, se desecha. Se inventan a los niños de la tiza y se lanza el anatema. Este es uno de esos sainetes de la era del postureo militante, un ejemplo de manual de cómo la izquierda biempensante –esa que te perdona la vida cada mañana– ha convertido la mentira burda en un salvoconducto moral.
Pero volvamos a los profesores y su irresponsabilidad cuasi criminal. Que utilicen a niños de parvulario para sus batallitas ideológicas es repugnante. No, los niños no «pintan por Palestina», los niños pintan lo que el adulto aleccionador les manda. Si les hubieran mandado pintar la bandera de Israel, lo habrían hecho igualmente. El niño no tiene ahí poder de decisión, es carne de cañón para el activismo.
Y luego está el tema del spray. Investigué un poco. Usaron pintura de la marca Montana, una pintura con base de tiza (por eso la confusión, supongo, o la excusa), sí, pero en aerosol. Me descargué la ficha técnica, porque soy así de friki de los detalles: tiene alcoholes, resinas y, ¡oh, sorpresa!, el fabricante deja claro que «es recomendable el uso de mascarilla para evitar inhalar polvo producido durante la pulverización». Pero ahí estaban los niños, inhalando mierda en aras de la ‘solidaridad’. No solo les inocularon ideología, sino que les metieron en los pulmones irritantes varios que joden las vías respiratorias. Y los ojos. Y la piel. Irresponsables es un adjetivo demasiado suave.
La Ordenanza de Limpieza del Ayuntamiento de Madrid es meridianamente clara, y no distingue entre la hoz y el martillo, el escudo woke o la bandera que sea: «Se prohíbe realizar cualquier clase de pintadas, graffitis e inscripciones, tanto en los espacios públicos como sobre el mobiliario urbano, o sobre muros, paredes de edificios, fachadas, estatuas, monumentos, arbolado urbano público y, en general, cualquier elemento integrante de la ciudad» y añade que «el coste del servicio por su limpieza se imputará a quienes realicen las mismas y subsidiariamente, en el caso de menores de edad, a quienes ostenten su patria potestad o tutela, sin perjuicio de las sanciones que, en su caso, procedan».
Almeida hizo lo que tenía que hacer: cumplir la ley. Limpió una pintada ilegal. Punto. Como si hubieran pintado un campo de amapolas, un mapa de las constelaciones o un mapache gigante. El pavimento público no se mancha para desahogo de la conciencia progre. Las plazas son de todos, no de quienes se creen más que nadie y quieren convertir lo común en su mural particular de consignas maniqueas. Que pinten la bandera en el salón de su casa, a ver si a sus padres les parece tan edificante el acto de protesta.
El incidente de Malasaña es la metáfora perfecta de la política actual: una mentira descarada –la tiza inofensiva– se utiliza para crear un relato de oprimidos –el alcalde malvado que borra la causa justa– y sacar rédito político. Todo adobado con un toque de irresponsabilidad supina al usar niños y sprays. Es el activismo de cartón piedra de nuestra época: mucho ruido, mucha pose y ni una pizca de verdad ni de respeto por las normas. Y así, con la verdad borrada más rápido que la bandera palestina, la izquierda vive feliz en su burbuja de superioridad moral. La verdad, un estorbo. El exhibicionismo virtuoso, la única divisa que cotiza al alza. Asco.