Etiopía, al borde de otra guerra: un polvorín que nadie quiere mirar
Diplomáticos y analistas coinciden en que la situación se mueve con rapidez y falta muy poco para se desate formalmente

Bandera de Etiopía. | Maksim Konstantinov (Zuma Press) | Maksim Konstantinov (Zuma Press)
Etiopía es uno de los países más complejos de África. Con más de 120 millones de habitantes y una extraordinaria diversidad, es el gigante político y demográfico del Cuerno de África, una región estratégica que conecta el Mar Rojo con Oriente Medio y las rutas marítimas que sostienen buena parte del comercio mundial. Sin embargo, desde hace años, este país atraviesa un proceso de inestabilidad permanente: tensiones internas, luchas de poder regionales, disputas territoriales y una estructura estatal frágil que oscila entre la centralización autoritaria y la fragmentación.
La guerra de Tigray, entre 2020 y 2022, fue el episodio más devastador de esta espiral. El conflicto dejó entre 300.000 y 600.000 muertos —una cifra enorme incluso para los estándares de guerras civiles africanas—, millones de desplazados, pueblos enteros arrasados y una hambruna inducida que rozó el colapso humanitario. Se firmó un acuerdo de paz en 2022 que prometía desescalar las tensiones, pero aquel pacto nunca funcionó realmente porque nadie tenía incentivos para aplicarlo y porque las heridas profundas siguieron abiertas. Y ahora, en 2025, Etiopía vuelve a estar al borde del abismo. Mucho ojo con Etiopía.
Para entender por qué la región de Tigray es el epicentro de todo, conviene explicar qué es exactamente ese territorio que aparece en tantos titulares sin contexto suficiente. Tigray es una región montañosa en el extremo norte del país, fronteriza con Eritrea y Sudán, y habitada mayoritariamente por el pueblo tigray, un grupo étnico con lengua propia —el tigrinya—, una identidad histórica muy marcada y un nivel de organización política mucho mayor que el de otras regiones etíopes. Aunque los tigrayanos representan solo alrededor del 6 % de la población de Etiopía, su élite política y militar, articulada en torno al Frente de Liberación del Pueblo de Tigray
(TPLF), gobernó el Estado durante casi treinta años, desde el final de la dictadura comunista en 1991 hasta la llegada al poder del primer ministro Abiy Ahmed en 2018.
Ese giro político fue una ruptura histórica. Abiy Ahmed, con ambición centralizadora, marginó al TPLF, desplazó a sus cuadros del ejército y de los servicios de inteligencia, y trató de reordenar el mosaico étnico del país. Para los tigrayanos, aquello fue un intento de desmantelar su influencia y castigar su hegemonía pasada. Para el gobierno federal, en cambio, era necesario acabar con un aparato político que consideraban autoritario, corrupto y militarizado. La desconfianza mutua creció rápidamente y desembocó en la guerra de 2020, que fue una de las más brutales del siglo XXI.
Aquel conflicto terminó con un acuerdo que, en teoría, debía abrir una etapa de normalización: Tigray debía desarmarse, el gobierno debía restablecer la financiación y la administración regional, y ambos debían resolver sus disputas territoriales en el oeste. Nada de eso ocurrió de forma convincente. El gobierno de Addis Abeba mantuvo a la región aislada y con recursos limitados, mientras que el TPLF se fracturaba internamente. Y esa fractura, latente desde el final de la guerra, estalló en marzo de 2025, cuando la facción más radical, encabezada por Debretsion Gebremichael, expulsó por la fuerza al liderazgo moderado que había negociado la paz, representado por Getachew Reda. Desde entonces, Mekelle, la capital regional, se ha convertido en un escenario fantasma: calles vacías, colas en los bancos, miedo a saqueos y familias huyendo de nuevo hacia las zonas rurales. Varias ciudades están divididas entre bandos enfrentados y ya se han registrado tiroteos. El ambiente es inquietantemente similar al de los días previos a la guerra anterior.
Mientras Tigray se desangra internamente, al norte, Eritrea observa todo con una mezcla peligrosa de paranoia estratégica y oportunismo militar. Eritrea es gobernada desde hace más de treinta años por Isaias Afwerki, uno de los líderes más autoritarios
del mundo. Su régimen considera al TPLF como un enemigo existencial: fueron los tigrayanos quienes, en su momento, apoyaron movimientos contrarios a Afwerki y quienes derrotaron al ejército eritreo en la guerra fronteriza que enfrentó a ambos países entre 1998 y 2000. Durante la guerra de Tigray de 2020, Eritrea intervino para destruir al TPLF, pero el acuerdo de 2022 la dejó sin un papel formal en el proceso de paz, lo que ha aumentado aún más su resentimiento. Hoy, la relación entre Etiopía y Eritrea se ha deteriorado hasta niveles alarmantes. Ambos gobiernos se señalan como adversarios directos y han desplegado tropas, artillería y drones cerca de la frontera.
Parte de esta tensión se debe a la obsesión reciente del primer ministro Abiy Ahmed porque Etiopía recupere acceso al mar. Desde que Eritrea se independizó en 1993, Etiopía se convirtió en un país sin litoral y depende casi totalmente del puerto de Yibuti para su comercio exterior. Abiy afirma que esta situación es insostenible y una amenaza para la supervivencia del país. Por eso ha insinuado que Etiopía tiene el derecho histórico a recuperar puertos eritreos y ha negociado acuerdos preliminares con Somalilandia, una región separatista de Somalia, para obtener un corredor marítimo. En Asmara, estas declaraciones se interpretan no como diplomacia, sino como una advertencia de guerra. De hecho, según The Economist, el 21 de octubre de 2025, funcionarios y militares etíopes visitaron la localidad de Bure, cerca de la frontera con Eritrea y a 70 km del puerto de Assab, y vieron imágenes satelitales
donde se aprecia que recientemente se ha ampliado una base de drones cercana. Todo esto sugiere que estamos ante la fase previa de un conflicto abierto.
La situación se complica aún más con la proliferación de milicias regionales en Etiopía que actúan con autonomía y, en muchos casos, contra el gobierno federal. La más significativa es Fano, una milicia amhara que antes fue aliada del gobierno en la guerra de Tigray pero que ahora combate contra Abiy Ahmed y ha establecido contactos, según diversas fuentes, tanto con el TPLF como con Eritrea. A esto se suma el caos en Sudán, donde la guerra civil ha atraído a combatientes tigrayanos y eritreos que luchan junto al ejército sudanés, mientras actores externos como los Emiratos Árabes Unidos, Egipto o Turquía apoyan a distintas facciones para ampliar
su influencia regional. Es un rompecabezas de alianzas inestables, lealtades cambiantes e intereses superpuestos que hace que cualquier chispa pueda encender una reacción en cadena.
Y hay otro factor que agrava el peligro: la retirada diplomática de Estados Unidos. En 2022, Washington, es decir, la administración Biden, intervino activamente para mediar el acuerdo de paz. Hoy, sin embargo, Trump está centrado en Ucrania, Venezuela, Gaza y la política interna (escándalos incluidos), y ha perdido buena parte de su capacidad de presión en el Cuerno de África. Lo que fue una victoria diplomática para Biden se está evaporando debido a la falta de seguimiento. La Unión Africana, por su parte, no ha logrado imponer mecanismos de verificación ni ha generado incentivos o sanciones capaces de evitar que las partes vuelvan a las armas. El resultado es un vacío de autoridad internacional que deja a Etiopía, Eritrea y Tigray a merced de sus propias dinámicas destructivas.
Si la guerra estalla, no será simplemente una reedición del conflicto de 2020. Será peor. Etiopía y Eritrea podrían enfrentarse de forma directa, con Tigray como campo de batalla y con la posibilidad de que Egipto intervenga a favor de Eritrea para presionar a Etiopía por la cuestión de la Gran Presa del Renacimiento. Somalia podría atacar posiciones etíopes si Addis Abeba insiste en sus negociaciones con Somalilandia. Sudán, ya colapsado, recibiría otra oleada masiva de refugiados. Y Yibuti, un pequeño país esencial para el comercio del Mar Rojo, quedaría atrapado entre presiones, bloqueos y potenciales ataques.
Las consecuencias globales serían inmediatas. Una guerra en el norte de Etiopía podría desestabilizar el Mar Rojo en un momento en que la navegación ya está amenazada por los ataques hutíes desde Yemen. El cierre parcial de esta ruta afectaría al comercio mundial, a los precios de la energía y a las cadenas logísticas. Además, el desorden regional facilitaría la expansión de grupos yihadistas como Al-Shabaab, que ya operan en Somalia y que buscan penetrar en Etiopía desde hace años.
La pregunta es si esto puede evitarse. Habría caminos: reconciliar a las facciones de Tigray, restablecer la financiación federal, permitir la entrada de ayuda humanitaria, retomar las negociaciones territoriales de 2022, y presionar diplomáticamente a Eritrea
para que acepte mecanismos mínimos de verificación fronteriza. Pero todo requiere tiempo, y la realidad es que el tiempo se está acabando. Diplomáticos y analistas coinciden en que la situación se mueve con rapidez y que falta muy poco para que la guerra se desate formalmente.
Etiopía, el gigante del Cuerno de África, está hoy ante una encrucijada que podría redefinir no solo su futuro, sino también el de toda la región. Sus vecinos tampoco saldrían indemnes de un conflicto de esta magnitud. Y lo más desconcertante es que, pese a las señales cada vez más claras, el mundo sigue mirando hacia otro lado. No es un conflicto que genere titulares fáciles, no moviliza a la opinión pública internacional y no ofrece victorias políticas inmediatas a ninguna potencia.
Pero debería importar. Porque si esta guerra estalla —y todo indica que podría estallar pronto—, será demasiado tarde para preguntarse cómo se llegó hasta aquí. La respuesta estará a la vista: porque nadie hizo lo suficiente para impedirlo cuando aún era posible.
