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Un fraude monumental

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Un fraude monumental

A monumental fake

Un fraude monumental

Apéndices

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Apéndice sobre Fake 

  Para aquellos a quienes fascine el problema de la falsificación, les añado este complemento que resume groseramente las teorías de Nelson Goodman, cuyo Languages of Art (Hackett P.C., 1976) sigue siendo lo más inteligente que se ha cavilado sobre tan espinoso asunto.

  Lo primero que hay que separar es la falsificación desde el punto de vista legal y la falsificación desde el punto de vista filosófico. Nosotros nos centramos en el segundo fake, el filosófico.

  En la experiencia común no es posible, o muy difícil, distinguir a simple vista una pintura de su copia si ésta es realmente buena. Para asegurarnos deberemos emplear instrumentos (lupa, microscopio, rayos X, análisis químico), pero es importante remarcar que a simple vista no hay diferencia estética entre el falso y la copia cuando es de calidad. Siempre me ha sorprendido que los jerarcas nazis compraran por cantidades fabulosas los falsos Vermeer que les colocó un impostor holandés de la época, Hans van Meeregen, porque incluso un profano puede distinguir a simple vista que aquello es una chapuza (Ill. 96 Falso Vermeer).

Falso Veermer

  Sin embargo, en una buena copia o un buen fake puedo aprender a distinguir las diferencias si me guía un experto. Lo cual quiere decir que hay un modo específico de mirar a un cuadro para valorar si es una copia. No obstante, aunque lo lográramos, eso no resolvería el valor de cada cuadro, ya que la copia de una pintura producida por un artista mediocre, si la lleva a cabo Rembrandt seguramente será mejor que el original. La pintura es obra autográfica y si se demuestra la ejecución por la mano de un autor, el cuadro no puede ser falso.

  No así la música, de la cual no cabe que haya copias o falsificaciones porque de la partitura sólo hay interpretaciones. Este es un arte alográfico porque la obra del músico no está sólo en lo escrito sino también en las infinitas interpretaciones del mismo, cada una de las cuales no es una copia ni mucho menos una falsificación, sino, en efecto, una interpretación. Puede falsificarse una partitura, pero su verificación es bastante sencilla. Lo más corriente son las falsas atribuciones, como dar por autor a Bach cuando en realidad fue otro músico barroco menos conocido, pero eso se da en todas las artes y no tiene relación con el problema de la falsificación.

  La literatura ocupa un tercer lugar. El original existe, a veces, como escrito único (biográfico), pero las lecturas, aunque son interpretaciones a la manera musical, no forman parte del original. Del mismo modo tampoco las copias (por ejemplo, de imprenta) son falsificaciones. Toda lectura de un texto es el original si reproduce las palabras de la obra exactamente una a una. En cambio, en música no basta con leer la partitura o tararearla, hay que completarla con la ejecución instrumental o vocal y ésta puede variar notablemente de ejecutor a ejecutor. Compárese el Bach de Glenn Gould con el de Leonhardt.

  Por su parte, la arquitectura (y el drama) presentan un caso muy singular. En la arquitectura hay un plano o proyecto (y en el drama un escrito) similar a la partitura musical, pero que es interpretado por una multiplicidad de actores y constructores cada uno de los cuales puede apartarse voluntaria o involuntariamente del plano y del texto. Recuerden, los que leyeron un poco más arriba, la diferencia entre maître d’oeuvre y maître d’ouvrage. Las variantes en la construcción de un edificio son infinitas y de mil manos, pero, además, en el caso de la arquitectura monumental, la construcción se lleva a cabo con materiales muy diversos que rara vez están bajo el dominio y la inspección del arquitecto. 

  Así y todo, incluso si el arquitecto controlara cada uno de los pasos y materiales, nada garantizaría el resultado. Otro arquitecto (y no el autor) podría hacerlo mejor. Sería como el músico que dirige una orquesta que interpreta su propia partitura. Nada garantiza que sea más convincente que otro director, como es el caso de Stravinski, el cual dirigió casi su obra completa, pero ninguna de sus versiones es la preferida por los especialistas.

  Como se puede constatar, la arquitectura es un caso muy especial de arte simultáneamente autográfico y alográfico, pero ninguna de las dos categorías garantiza que el resultado responda a un único original. Puede ser muy bien un fake como es el caso arriba mencionado del Pabellón Mies de Barcelona.

  Hay un último punto que también marca una diferencia con la arquitectura. Una pintura, una composición musical, son, a partir de finales del siglo XVIII, obra legal de un autor y él lo vende o se lo queda. Sin embargo, haber proyectado y dibujado una construcción no por eso da derecho de propiedad al arquitecto sobre el futuro objeto construido. Como ya dije, las villas palladianas, surgidas de los modelos inventados por Palladio en el siglo XVI, no eran propiedad de Palladio ni siquiera en las primeras construcciones venecianas con el arquitecto vivo y presente. Es bastante infrecuente el caso de un arquitecto que sea el autor del proyecto y además el propietario de la obra, como la casa y estudio de Frank Lloyd Wright en Oak Park que ha sido, ejem, recientemente restaurada.

  Algo parecido sucede con la excursión por el gótico que hemos emprendido. En ningún momento y en ningún lugar ninguno de los arquitectos que han intervenido en los monumentos han podido ejercer un derecho de propiedad que no fuera metafísico, como la teología de la luz de Suger.

  Esta excursión por el fake es sólo una mínima introducción a la complejidad del asunto. El propio Goodman desarrolló una teoría de la anotación en las artes que complica y perfecciona la distinción alográfico/autográfico.

(Hay edición en español)

 

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Apéndice sobre la música 

  Aunque no hablaremos del modo gótico en el que la música se transformó a lo largo de esos siglos, del XI al XIV, sí es conveniente indicar que la música religiosa llamada “gregoriana” (monódica y monofónica) que sonó en los templos y escenarios eclesiásticos a lo largo del predominio románico y hasta la actualidad, fue complicándose y accediendo a nuevos planos y dimensiones a medida que se desarrollaba el estilo gótico, como si el sonido se adaptara a las circunvoluciones de las tracerías. Lo mismo sucedió con la escritura.

  En el caso de la música, la manera gótica más pura coincide con lo que suele conocerse como la polifonía, un arte que comienza en Italia y en el norte de Europa y luego se expande por todo el continente. Las diferentes voces, dos, cuatro, seis o más, se entrelazan, se cruzan, armonizan y bailan alrededor de un centro armónico, una vez más, como las volutas y ornamentos de las tracerías de piedra. No hay nada tan similar a un rosetón del siglo XIII como la música que sonaba en el interior del templo y bajo esa luz con varias voces imitando los juegos de los ornamentos de piedra.

  Puede vivirse una experiencia ejemplar, por ejemplo, oyendo la Messe de Notre-Dame de Guillaume de Machaut, uno de los máximos músicos de la Ars Nova, espléndido compositor nacido seguramente en las proximidades de 1300 y que vivió y trabajó como canónigo en la catedral de Reims durante muchos años. Mi versión preferida es la grabación del Ensemble Gilles Binchois, pero hay muchas otras.

 

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Apéndice sobre Argo

  Cuenta la leyenda que Jasón salió en busca del vellocino de oro a bordo de una nave llamada “Argo”. Sus aventuras y peripecias náuticas, tan hermosas (casi) como las de Ulises, se encuentran en el escrito llamado “Los argonautas”.

  Una vez concluida la hazaña y devuelto a puerto el famoso navío Argo, los reyes sucesivos quisieron guardar la embarcación como memoria de los héroes, es decir, como monumento, pues eso es lo que significa la palabra monumentum: permanencia de un suceso en la memoria. 

  A lo largo de los años, se fueron deteriorando sucesivas partes del navío Argo, primero la cubierta, luego los mástiles, el timón, los remos, la quilla y así sucesivamente. Pero cada una de esas partes era reconstruida y sustituida por una nueva con cuidadosa veneración. Al cabo del tiempo, nada quedaba, ni el más pequeño madero, del Argo verdadero u original, pero seguía estando allí la nave, entera y exactamente igual a la primera. Del antiguo Argo, el de Jasón, el “original”, sólo subsistía la presencia de un fake y otra pequeña parte, pero de fundamental importancia: el nombre. 

  Esta peculiar circunstancia mereció un notable juicio de Roland Barthes en su autobiografía (Seuil, 1975), debido a que algo muy similar nos sucede también a los humanos: cambiamos la totalidad de las células del cuerpo cada siete años y de cada uno de nosotros sólo conservamos algunos trazos (deteriorados) de la forma abstracta… y el nombre. Pero, además, de las dos, lo único inmutable es el nombre porque la forma puede llegar a ser irreconocible. En ocasiones es escandaloso que un cuerpo maltrecho por la edad, o recauchutado en el caso de algunas personas vanidosas, conserve el nombre del joven y resplandeciente propietario original. ¿No deberíamos cambiar de nombre con la edad o tras las heridas del tiempo? Pero el Estado, entonces, ¿cómo nos reconocería? ¿Y cómo podríamos ser culpables de lo que se atribuye a nuestro nombre?

  Algo similar sucede con la arquitectura. Desde luego, de algunas catedrales góticas podemos asegurar que sólo queda el nombre porque todas y cada una de las piedras, vidrieras, maderas, hierros y demás, ha sido cambiada, restaurada, renacida, renovada, o lo que se quiera. Pero no por eso la catedral es falsa y la prueba es que, como la nave Argos, mantiene su nombre y la visitamos con veneración.

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