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Un fraude monumental

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Un fraude monumental

A monumental fake

Un fraude monumental

Los orígenes

  En menos de un siglo, exactamente entre 1180 y 1270, se alzaron en Francia dieciocho catedrales, seguidas luego por decenas de catedrales inglesas, centroeuropeas y españolas. Fue una explosión que, en cien años mal contados, definió para siempre la identidad monumental y artística de Europa, dado que no se dio otro estilo de semejante extensión (aunque luego matizaremos este juicio) hasta el llamado “movimiento moderno”, ya en el siglo XX.

  Sin embargo, a partir del siglo XV el gótico francés fue dejando lugar al llamado estilo italiano o clasicista hasta que, de hecho, éste lo sustituyó como modelo de toda grandeza y esplendor arquitectónico. La monumentalidad renacentista, sin embargo, no tuvo ni la homogeneidad del gótico, ni su extensión, pero eso no impidió que la mirada universitaria, académica o simplemente culta de aquellos años, se dirigiera hacia la novedad artística italiana y fuera borrando de la memoria, poco a poco, la entera naturaleza del gótico francés hasta olvidarlo por completo.

  Para cuando llegamos al siglo XIX, el estilo gótico originario, el que nació en la Isla de Francia, había desaparecido de la memoria popular tan por completo que una personalidad con la sabiduría y los conocimientos culturales de Schopenhauer podía escribir en 1818:

(El estilo gótico) es de origen sarraceno y fue exportado por los godos de España al resto de Europa. (Schopenhauer, p.1151). 

  Enseguida ampliaremos esta curiosa visión del gótico como algo exótico, extraño, venido de oriente, una invasión que causa temor, que se impone como una selva oscura y amenazadora. En aquel momento de 1818, y durante los trescientos años anteriores, es decir, desde el Renacimiento, el estilo gótico había sido considerado cosa de gente bárbara, de godos, vándalos y alanos, y se lo juzgaba como una presencia abominable frente a la armoniosa perfección clásica importada de Italia. 

  Se trataba, en realidad, de un enfrentamiento entre humanistas y teócratas, entre el mundo visto por la razón y el mundo visto por la pasión, una lucha que iba a durar hasta la Revolución Francesa y luego se prolongaría más allá del primer tercio del siglo XIX. Debe tenerse muy presente que el “estilo” de la Revolución fue el neoclásico y que por lo tanto la contrarrevolución se inclinó por el neogótico.

  No obstante, precisamente por esas fechas que citamos a través de Schopenhauer, y como si quisiera superar la mala fama heredada, ya desde unos años antes se estaba produciendo una reaparición gótica en Inglaterra, el gothic revival, primero en las islas, pero luego, tras el fin de Napoleón, en el mundo entero, de tal manera que a finales del siglo XIX volvería a imperar el gótico en toda Europa, solo que ahora en tanto que falso gótico o nuevo gótico. Y su triunfo duraría hasta el día de hoy. 

  Algunos teóricos del romanticismo relacionaron la popularidad del neogótico, en el siglo XIX, con un extraño fenómeno de las burguesías ciudadanas, agobiadas por la revolución industrial y la invasión maquinista, así como necesitadas de escenarios “puros” de esos que en la actualidad llamamos “ecológicos”, es decir, enraizados en la naturaleza rural, si bien la naturaleza como tal estaba de hecho desapareciendo bajo el imperio técnico. Es el momento en que se descubre la campiña inglesa y las gentes de la ciudad peregrinan a la región de los lagos (el Lake District o Lakeland, en el condado de Cumbria), mientras que los románticos más audaces ascienden a las altas cimas alpinas y a las cumbres nevadas, dando comienzo a las aventuras de la escalada. Ambos fenómenos, el de la campiña y el de la montaña, fueron popularizados por los poetas y escritores románticos, tanto ingleses como franceses, pero en especial por los poetas llamados, justamente, lakistas, o sea “de los lagos”: Gray, Wordsworth, Coleridge o Southey.

  La búsqueda de la pureza “natural” tiene mucho interés porque, cuando el gótico comenzó a recuperar su prestigio, lo hizo de la mano de una metáfora naturalista: el interior de la catedral, con su profusa e impresionante elevación de columnas y nervaduras, fue de inmediato comparado a “un bosque de piedra”. Y esto desde el primer testimonio de rango universal, que no fue otro que el de la muy temprana visita de Goethe a la catedral de Estrasburgo y su célebre artículo “Sobre la arquitectura alemana” (Von deutscher Bakunst) de 1772. Con ese escrito se inicia también la lucha por la nacionalidad del gótico, ¿es invento alemán, inglés, francés? Tendremos ocasión de volver sobre ello. En todo caso, la metáfora del “bosque de piedra” ganó tanta popularidad que, por ejemplo, un escritor tan apartado de estos asuntos como Ramón Gómez de la Serna, aún escribía en 1929:

  Por eso se siente que su concepción arquitectónica, la concepción de las maravillas góticas, se deshace en arbolado y gracia forestal, en solidez de entroncamientos naturales, erguidos y tamaños. (“Ruskin el apasionado”, en Efigies)

  El escritor español llevaba al siglo XX un tópico que cumplía ya trescientos años. No es una de las menores paradojas del estilo gótico que durante tantos años se hayan superpuesto el temor del bosque como asunto germánico y su exaltación naturalista más anglófila. Goethe, por ejemplo, al ver la catedral de Estrasburgo, había sentido que la iglesia 

“Crecía como un árbol sublime de mil ramas y millones de hojas, más numerosas que las arenas del mar, extendiendo la gloria del Señor, su Creador”. (Baltrusaitis, p.151). 

La comparación sedujo a casi todas las generaciones románticas, empezando por Chateaubriand: 

“Estas bóvedas esculpidas como ramajes, estas columnas que apoyan los muros y acaban bruscamente como árboles truncados” (Le Genie du Christianisme, 1802). 

También Hegel recibe la analogía: 

“Cuando entramos en el interior de una catedral tenemos la impresión de entrar en un bosque de innumerables árboles cuyas ramas se inclinan, las unas hacia las otras, para formar una bóveda natural al reunirse” (Estética, 1818-1829). (Ill. 11 y 12 comparación de Gloucester y la foto de Micheto)

 

Comparación de Gloucester y Micheto

  En este primer momento, en el nacimiento del neogótico, los sabios, los artistas y los estudiosos no acaban de arrancarse al clasicismo y ven en el gótico algo salvaje, irracional, boscoso y selvático. Un espacio que produce temor, como en el verso de Baudelaire, “Grandes bosques, me estremecéis como las catedrales” (“Obsessions”, Les Fleurs du mal). Fue como si los espacios limpios, serenos, tan razonables y lógicos, de los edificios clásicos, de pronto fueran invadidos por una maleza posesiva, como en las películas fantásticas.

  Por la misma razón (extrañeza, temor, lejanía) los clasicistas tampoco podían aceptar que se tratara de una construcción europea, de modo que aún en pleno siglo XIX se atribuía el estilo gótico a una herencia africana o asiática, aunque no siempre culpando de ello a los mahometanos españoles. Todavía en su Museo de los Monumentos Franceses, reunido durante la Revolución Francesa y del que hablaremos más adelante, el gran Alexander Lenoir presentaba la sección gótica como “sarracena”, ya que, en su opinión, el gótico habría llegado a Francia cuando lo trajeron de Arabia los cruzados de San Luis, razón por la cual, en ocasión de su visita, Napoleón III exclamó: “¡Ah! Estoy en Siria”.

  De hecho, el desprestigio del estilo gótico a lo largo de trescientos años de clasicismo, había sido perfectamente lógico si consideramos que el término “gótico” fue justamente un invento de los humanistas italianos del siglo XV, ya con el sentido de bárbaro, salvaje, analfabeto, irracional o supersticioso. Se trataba de poner los monumentos góticos en el hueco o paréntesis que cabía entre la claridad clásica de Grecia y Roma, y su renacimiento italiano. La Edad Oscura, es decir, todo el llamado medievo o Edad Media, no era sino la oscuridad previa a las luces de la razón clásica reinventada por los humanistas que ellos mismos estaban imponiendo. Los humanistas del siglo XV precisaban un pasado inmediato, una “mitad”, que les separara del clasicismo antiguo, de modo que crearon esa edad inter-media para justificar un re-nacimiento de Grecia y Roma en su propio tiempo. Los humanistas veían el futuro como el pasado del pasado. 

  Nada más falso, sin embargo. Se trataba de la típica interpretación ideológica necesitada de una negación para ponerse ella misma como afirmación. Lo cierto es que el estilo gótico era ya una invención, por así decirlo, renacentista, es decir, racional, civilizada, culta y enemiga de la superstición, especialmente en materia religiosa, desde su invención en el siglo XII y como superación (en sentido hegeliano) del románico.

[Cada día se publicará en THE OBJECTIVE un nuevo capítulo de este ensayo de Félix de Azúa. Si quiere leer las entregas anteriores, pinche donde pone «Capítulos», justo encima del título del libro al comienzo de esta página]

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