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Cultura

Del gulag al zoo confortable

Del gulag al zoo confortable

Este texto fue escrito por el filósofo Antonio Escohotado el 9 de noviembre de 2020 y THE OBJECTIVE ha querido recuperarlo ahora por su indudable interés.

La tronera

El abrazo entre Caracas y Teherán ocurrió hace décadas, donde apenas parece ocurrir otra cosa que más endeudamiento, más volatilidad, presupuestos progresivamente misteriosos por aplazados y confirmación del diagnóstico hecho por Gramsci: bastará mantener la hegemonía cultural lograda. El papa Francisco ha aclarado que el comunista fue primero un cristiano, y tiene indiscutiblemente razón si nos atenemos a algunos textos reunidos en el Nuevo Testamento, y no pocos decretos medievales; pero sería más ecuánime no olvidar el resto de la literatura cristiana, y sobre todo la evolución de un espíritu que hoy está lejos de reducir el favor divino a los pobres en conocimientos y propiedades. Cualquier presente no regresivo se compromete con ir venciendo a la pobreza, y a despecho del clamor mediático que culpa de todo a Occidente, buena parte de sus sedes se mudaron a Extremo Oriente, y la acción combinada de Japón, China y la UE lleva tiempo rompiendo todos los récords de renta y esperanza de vida. 

Por otra parte, los progresos técnicos han desbordado largamente todo lo imaginado, acercándonos a sociedades donde la amenaza real es un progreso de la obesidad mórbida, aunque el sectarismo y el sensacionalismo opten por enarbolar fantasmas como La Droga, o la nicotina. Lo mismo en una isla de Micronesia sobreabundante en fosfatos que en territorios de Alaska cargados de petróleo, tener todos sus aborígenes asegurado un ingreso anual per cápita superior a los 20.000€ ha hecho que ese tipo de dolencia afecte hasta al 70% de quienes superan la cincuentena, y para nada se circunscribe dicho fenómeno a culturas tradicionalmente ágrafas, porque la sedentariedad y la oferta de supermercados lleva más de medio siglo reclutando ejemplos en amplios sectores del mundo.

 Correlatos de la inaudita afluencia material son públicos que pudiendo comer a la carta prefieren ranchos forzosos, y eligen canales televisivos con el triple o cuádruple de anuncios cuando su mando a distancia les da acceso a centenares de otros, pues prefieren confirmar tal o cual identidad a servirse del útil asegurado por la diversidad en cuanto tal. Bendita sea la autonomía de cada uno, desde luego, y sobre gustos será siempre tiránico pontificar; pero no deja de ser sabotaje toda propuesta de desdibujar el valor infinito de la diferencia si se compara con el de la nivelación, una generando corrientes como la electromagnética y otra apuntando hacia la nada del cero absoluto. De ahí que solo la igualdad jurídica resulte factible y deseable para nosotros.

Sin perjuicio de ser un animal tan gregario como el lanar y el caballar, el humano es un bípedo implume armado de escritura y láseres, entre otros innumerables recursos derivados de catar en vez de esquivar el fruto del árbol prohibido, que desafía por principio cualquier autoridad distinta de la racional. Solo no obedecer en todo caso la intimación de palos y pedradas, como los demás rebaños, permitió que nos insurgiésemos una y otra vez ante pastores autonombrados, y nos hizo así “como dioses”, capaces de superar todo lo imaginable en número o esperanza de vida para la especie. No en vano hasta las revoluciones terminadas en las tiranías más abyectas empezaron apelando a una liberación, que en todo caso redujese a mínimos lo arbitrariamente coactivo.

Es por eso tanto más curioso que en una fase de triunfo objetivo la libertad engendre representaciones de disgusto ante la paciencia laboriosa del espíritu occidental, en momentos donde buena parte de sus capitales se mudaron a Oriente, porque en sus reductos tradicionales de Europa, Norteamérica y Oceanía el mañana pertenece a generaciones imprevistamente literófobas, ajenas al entusiasmo de sus ancestros por abandonar el nido, para parte de las cuales el creador de empleo pasa otra vez por sanguijuela, aunque el empleado políticamente correcto no pretenda exterminarle sino vivir de irle arruinando  poco a poco. Adivinar que a despecho de ello nuestro rebaño acabaría disfrutando de un bienestar duradero parecía singularmente impensable en 1937, cuando un profesor ayudante -el emigrado ruso Alexandre Kojève- lo propuso al hilo de un seminario sobre Hegel, entre cuyos oyentes estaban futuras eminencias académicas y literarias como Merleau Ponty, Levi-Strauss, Aron, Lacan, Breton, Bataille y probablemente Camus.

Kojève centró la atención de su pequeña audiencia en un replanteamiento de la dialéctica amo-siervo, dos figuras que vertebrarán no solo los sistemas de producción sino el proceso humanizador, planteando la lucha por el prestigio encarnada por la conciencia noble y la conciencia vil. Pero el nervio de la historia, añadió Kojève, fue trascender dicha disyuntiva con la emergencia del ciudadano en cuanto tal, una tercera figura del espíritu humano que “niega lo negativo” del señor y el esclavo, reteniendo a la vez el logro substancial encarnado por cada uno: el primero empezó anteponiendo el valor al temor, y el segundo acabó convirtiéndose en acreedor de su antiguo dueño, tras aprender a transformar lo inmediato con la paciencia del trabajo, imponiendo en definitiva una escala de valores fundada sobre el derecho inalienable de todos a perseguir libremente sus personales proyectos.

De hecho, esta dinámica fue lo expuesto de modo críptico y hasta febril por Hegel en su Fenomenología del espíritu (1807), un tratado compuesto a medida que Napoleón iba rindiendo los bastiones del Viejo Régimen, cuyas líneas finales se escribieron bajo el retumbar de cañones previo a la toma de Jena. Dejando la villa para asegurar su manuscrito, Hegel divisó desde un repecho cómo Bonaparte entraba a galope tras un grupo de coraceros, a lomos de un caballo blanco, y sintió entonces que estaba ante “un alma del mundo”. En algún otro escrito mencionará la batalla como punto de partida del “Estado universal homogéneo”, donde superar el desgarramiento del individuo en los polos del señor y el esclavo implica también dejar atrás el desgarramiento colectivo, manifiesto en una atomización de sociedades expuestas guerrear por activa o pasiva.

La mención más directa a este doble movimiento aparece en el penúltimo capítulo de la Fenomenología, donde alude al tránsito del “Terror” a “la palabra del Perdón”, y lo asombroso de Kojève fue ponerlo en claro cuando más improbable era una consolidación de la sociedad comercial, en los prolegómenos del pacto urdido por Stalin y Hitler para repartirse Europa. Precisamente entonces intuyó que las masas del continente dejarían de verse arrastradas a conflictos armados, adaptándose a entornos más parecidos a zoológicos confortables, a medio camino entre el parque de atracciones y rediles domésticos.

En 1992, cuando F. Fukuyama publique su ensayo sobre el fin de la historia, comienza advirtiendo que la idea de un triunfo definitivo de las democracias liberales sobre toda suerte de totalitarismos mesiánicos no es suya sino de Kojève, de cuya trayectoria previa y ulterior conviene saber algo más.

Del filósofo al estadista

Nacido en 1900, hijo de un próspero comerciante judío y sobrino de Kandinsky, breve comisario de cultura en el primer Politburó, Kojève aprovechó las relaciones familiares para salir del país a los 18 años, cuando era según dicen un ferviente bolchevique pendiente de fusilamiento por relacionarse con el ubicuo mercado negro. Andando el tiempo logró  recuperar joyas suficientes para costearse en Alemania licenciaturas en Filosofía y Exactas, mientras aprendía sanscrito, mandarín y tibetano para estudiar un budismo que acabó decepcionándole por “superficial y desorientado”. Desplazarse a Paris tuvo como apoyo el de Alexandre Koyré, otro expatriado ruso de ascendencia judía y extraordinaria erudición, que le propuso como sustituto suyo en el seminario sobre Hegel.         

Movilizado y nacionalizado al comenzar la SGM, cuando reaparezcan en noticias sobre él se ha incorporado al súper ministerio galo de economía. Cuando termine la guerra sigue siendo un libertino tan snob como extravagante, que vive en un palacete de París rodeado por refinamientos que solo acabarán de entenderse cuando los servicios secretos franceses desclasifiquen material todavía reservado, y sepamos si fue o no el Rezident del KGB en Europa durante varias décadas. No hay duda de que Moscú habría visto con buenos ojos tener a alguien en el meollo de la alta política gala, en quien sus superiores delegarán con gusto funciones tan prolijas y delicadas como el primer proyecto genérico de reconstrucción, negociar la parte francesa del Plan Marshall, desarrollar las sucesivas devaluaciones del franco y hasta navegar las procelosas aguas conducentes a la independencia de Argelia.

De repercusiones mucho más amplias, y cómicas para quien presumía de ser “el único estalinista ortodoxo vivo” fue diseñar el primer acuerdo europeo y luego planetario sobre tarifas aduaneras, sacando adelante el llamado GATT, hoy convertido en la OMS. Eso supuso demostrar a delegados tan dispares como los de Gambia, Paraguay y Pakistán el lucro cesante que creaban aduanas y aranceles desfasados; pero se cuenta que era capaz de tener presente cada supuesto, medido tanto en divisas como en toneladas métricas, cuando no de bromear sobre mercancías nombrándolas en sánscrito o mandarín, hasta acabar provocando en sus colegas algo parecido al temor reverencial. Mientras tanto concluía en Bruselas el proyecto de un banco europeo de inversiones, transformando las tesis de Monnet y Schumann en el armazón operativo de la UE. De hecho, sucumbirá a un infarto en 1968, cuando llevaba minutos disertando en Bruselas a colegas centroeuropeos sobre el futuro de su “criatura”.

Acababan de producirse los eventos de Mayo, que interpretó como la primera huelga general indefinida de la historia y negándose a ver en ella “un movimiento revolucionario, porque nadie ha muerto y nadie quiere matar”. Al revés, el inmenso mar de chatarra creado por coches sin gasolina, cercado por cordilleras de basura sin recoger, le pareció la primera y más abrumadora muestra de paz a ultranza, último capricho del homo faber entronizado por la técnica, que no tardaría en votar masivamente a De Gaulle, pulverizando las últimas esperanzas puestas en la virtud purificante del Terror. En una de las raras entrevistas concedidas observará: “¿No ha notado que al acelerarse cada vez más, la historia avanza cada vez menos, y vamos hacia el Estado universal? En el hombre hay un 1% humano, y el resto es digamos animal. Eso depara un alto margen de territorio impenetrable”.

Entretanto encontró  tiempo para  componer su Ensayo sobre una historia razonada de la filosofía pagana, una investigación en tres volúmenes aparecida en 1962,  donde a despecho de muchos análisis originales sus discípulos y admiradores seguimos preguntándonos si el tránsito de sabio a estadista no supuso un secreto paso de hegeliano a Hegel mismo, pues la obra se propone “deducir” lo comprendido entre Tales y Proclo como desarrollo práctico del “saber absoluto” donde concluye la Fenomenología. En cualquier caso, su concepto de una “rebarbarización” barre como una bocanada de aire fresco la trivialidad gremial del establecimiento académico, despejando de paso la atmósfera estancada por el rencor de quienes quedaron desfasados sin quererlo ni saberlo.

Desde el pasado mayo, cuando la hipocondría pasó a reinar, quienes gestionan  los innumerables negocios dependientes de nuestra suspendida libertad de movimiento y reunión están a merced del temblor ante una cepa de gripe cuya tasa letal es el 0,004, tras sufrir plagas donde fue dos y hasta tres mil veces más implacable, alimentando una postración económica quizá sin paralelo desde mediados de los años 40. Hace medio año lo único libre es el miedo; no pocos llevan el bozal puesto hasta estando solos, y ocho décadas de confort creciente parecen haber obnubilado nuestro espíritu.   

 

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