Es Paracuellos uno de los municipios con mayor concentración de mártires por metro cuadrado en toda Europa. Mártires por su condición de católicos, de la que hicieron gala sin ninguna apostasía registrada.
Militares y militantes, ancianos y niños, obreros y burgueses así como zapatos y alpargatas llenaron las largas fosas aquellos dos últimos meses que dieron final al año trágico de 1936. Uno de ellos –uno más, como así atestigua su todavía permanencia en aquel camposanto– fue Pedro Muñoz Seca, escritor y dramaturgo novecentista que, al igual que Lorca, compuso algunas de las obras más representadas en la historia reciente de nuestro país.
Había sido detenido en una céntrica plaza de Barcelona, donde se encontraba desde el quince de julio para preparar el estreno de La Tonta del Rizo. Fue entonces cuando algún periódico aprovechó también para hacer chanzas envenenadas sobre su vestimenta, aludiendo a unas supuestas mangas de camisa, con el objeto de desprestigiar el halo de elegancia por el que era conocido.
De los cargos poco se supo, salvo su conocida condición de católico y derechista, algo que también sobrevoló su simulacro de juicio a finales de noviembre. «Creo sinceramente que muchos de aquellos seleccionados para morir lo fueron única y exclusivamente por su condición de católicos, ya que no existía ninguna otra acusación concreta. Así eran las cosas en aquellos días. Se era candidato a la muerte por llevar una estampa de un santo en la cartera o una medalla de la Virgen colgada del cuello», relató Cayetano Luca de Tena, por entonces un joven de 19 años que fue apresado junto a su hermano. Poco después, ya con 24, se convertiría en el director más joven del Teatro Español, al que consagró su vida. Él, que partió hacia la muerte poco antes que Muñoz Seca, se salvaría por uno de esos azares de última hora que aún hoy nadie ha podido explicar con certeza.
La vida de Muñoz Seca en prisión es dura, a pesar de que haya imperado aquella famosa frase que espetó durante la vista de su juicio, quizá como colofón al astracán que cultivó: «Me lo podéis quitar todo, menos el miedo que os tengo».
Sin embargo, mantiene la compostura y anima con bromas e ingenios retóricos las horas muertas. «Mi hermano y yo nos agregábamos a la tertulia que presidía por las mañanas en un rincón del patio donde, de vez en cuando, entraba un rayo de sol casi vertical» contó Cayetano en una tercera que publicó en ABC en 1981 a modo de reconocimiento.
A finales del mes de noviembre es trasladado a Paracuellos, maniatado, en uno de los archiconocidos autobuses municipales que se usaron para desplazar a los presos en masa. Consciente del que sería su destino, había escrito a su mujer poco antes: «Cuando recibas esta carta estaré fuera de Madrid. Voy resignado y contento. Dios sobre todo».
Ya en Paracuellos, se hizo bajar a los presos de sus respectivos autobuses en grupos de veinte o veinticinco personas. A don Pedro –como se refiere a él Luca de Tena– le harán bajar en el penúltimo grupo, haciéndole testigo forzoso de la muerte de aquellos que le precedieron, con los que había compartido presidio.
Gregorio, uno de los vecinos de Paracuellos reclutados para cavar las fosas, relata haberle visto calmando, caminando con gesto tranquilo los veinte metros que separaron el autobús de su destino final. Por el camino hizo, en referencia a los cadáveres, la que con toda seguridad fue su ultima referencia al teatro: «Ahí va el último actor de la escena; hasta al morir, con la sonrisa en los labios. Este es el último epílogo de mi vida».
Después, un intercambio de caladas con un miliciano algo más humano, que le ofreció un cigarro minutos antes de la descarga que esperó sereno, con cierta irreverencia, porque honor que otorga el favor / ¿para qué si no es honor?