En la película La vida es bella, de Roberto Benigni, se produce una escena, en ese constante intento por parte del padre de maquillar la terrible realidad (segregacionista, antisemita) para que su hijo pueda, de algún modo, asimilarla con cierta normalidad, hay una escena, digo, en el que, tras ver el niño un cartel en una tienda indicando que está prohibida la entrada a judíos y perros, el padre le dice que existen carteles de ese tipo por toda la ciudad. “Cada uno hace lo que quiere, Josué”, le dice; a continuación, le cuenta que, en otra tienda cercana, en una ferretería, está prohibida la entrada a españoles y caballos; y en una farmacia prohíben la entrada a chinos y canguros. Es entonces cuando, para hacer más verosímil la milonga, y tratar de persuadir definitivamente al niño, le dice que, en su negocio, en su propia tienda familiar, tomarán una medida similar: “a ver, Josué, ¿qué animal no te gusta?”, le pregunta a su hijo. “Las arañas”, responde el niño. Y entonces sentencia el padre: “pues a mí no me gustan los visigodos; así que, a partir de mañana pondremos un cartel en nuestra tienda en el que indicaremos que está prohibida la entrada de arañas y visigodos”. Sin duda Benigni, para no resultar ofensivo, ha escogido un pueblo histórico, los visigodos, con el que nadie -según habrá calculado el director italiano- se identifique, o se pueda identificar actualmente; un pueblo que, además, en la misma escena, distingue de los españoles.
Pues bien, creemos que sus cálculos son, en efecto, acertados, y es que los visigodos no son españoles, tanto como que la Hispania visigoda no es España (aunque aquella tenga algo que ver en el origen de esta).
El orden godo (visigodo) de Hispania es el mismo orden romano, sólo que degenerado, si se quiere, de la misma manera que el orden de los reinos sucesores de Alejandro Magno, por ejemplo, el Egipto de los Ptolomeo, no era un orden distinto al alejandrino. No hay una metábasis a otro género, sino que la sociedad política visigoda sigue siendo Hispania, aunque fijando su centro en la península, en Toledo, quedando relativamente independizado del centro romano, que ahora, en los siglos V y VI, pasará a situarse en Constantinopla (más que en Roma). De hecho, el estado visigodo imitó algunos procedimientos (militares, fiscales) de la administración bizantina (habida cuenta, además, de que parte de la Península fue ocupada por Justiniano, existiendo influencia por contacto directo de Bizancio sobre la Hispania visigoda).
Y es que la instalación de los germanos, en general, en la cuenca del mediterráneo occidental (Galias, Hispania, Italia), no supone una ruptura con el orden romano, sino más bien su conservación, asimilándose la población germana a la romana (asimilación representada en el matrimonio –connuvium– en el año 414, en Narbona, entre Ataúlfo y la hermana del emperador Honorio, e hija de Teodosio el Grande, Gala Placidia). Así, los reyes godos no «reinan» sobre los romanos, sino que aparecen ante ellos como generales, subsistiendo por encima de ellos la autoridad del emperador, siendo el rey germano, en realidad, un general de mercenarios al servicio del Imperio. «El objetivo de los invasores no era anular el Imperio Romano, sino instalarse allí para disfrutarlo» (H. Pirenne, Las ciudades en la Edad Media, Alianza editorial, p. 10), un asentamiento que se llevará a cabo, pactado con Roma, en la franja que va desde el mediodía francés, en el sur de las Galias (Aquitania Segunda), y que se expandirá hacia la provincia Tarraconense, hasta llegar a Mérida y a las columnas de Hércules, ocupando parte de la Lusitania y la Bética (es el reino visigodo de Tolosa).
Tras la batalla de Voillé, en el 507 (muy cerca de Poitiers, por cierto), los francos de Clodoveo (católicos) aniquilan al ejército de Alarico II, y expulsan a los visigodos (arrianos) de la provincia de Aquitania Segunda (poniendo fin al reino visigodo de Tolosa), para quedar estos confinados definitivamente en la Península Ibérica (en principio tan solo en las provincias de la Tarraconense, Cartaginense, Lusitania y la Bética; en la provincia de Gallaecia siguen instalados los suevos), y formar el reino visigodo de Toledo. La frontera oriental con el reino suevo, de nuevo en la parte alta del Duero, será el destino en el que se asentará la población visigoda que huía procedente de las Galias, tomando a partir de ese momento el nombre de Campos Góticos, según figura en la Crónica Albeldense (comarca que, más adelante, se convertirá en el área inicial de expansión de Castilla). Una frontera con el reino suevo que, en cualquier caso, desaparecerá cuando Leovigildo, en el año 585, incorpore Gallaecia al reino de Toledo.
Así, la Hispania visigoda, un «agujero negro» para la historiografía, en palabras de Domínguez Ortiz, por la escasez de documentos y de restos arqueológicos que se conservan, se considera como el primer estado propiamente hispánico (con el permiso del reino suevo, aunque este no cubre la totalidad de la Península Ibérica). Es decir, la unidad del reino visigodo como sociedad política no le viene dada por ser parte de un todo al que se subordina (aunque se sigue reconociendo la autoridad imperial), sino que forma en sí mismo un todo unitario que, eso sí, representa una variación de la propia identidad romana. Digamos que se trata de un proceso de «especiación» germánica, pero dentro del género de los romanos, sobre todo porque la población hispano-romana era muy superior a la de origen germano, no sólo en número, sino en todos los aspectos de la vida social y cultural.
La única novedad, dada justamente en el orden político (en el poder civil), está en la formación del Aula Regia y del Officium Palatinum, como instituciones características de la monarquía visigoda, con el desarrollo de altos cargos (duces, comites) que se convertirán en grandes propietarios llegando a desafiar al poder real (teniendo en cuenta, además, que se trata, teóricamente, de una monarquía electiva). La manera de mantener cohesionado el estado, con un ordenamiento jurídico muy preciso (liber iudiciorum), era a través del aumento de las propiedades del monarca, acumulando riqueza y atesorando metales preciosos (el tesoro real se convertirá en una institución de poder en sí misma), frente a la economía privada de los grandes señores laicos y eclesiásticos, cuya presión es cada vez más disgregadora. El mecanismo que busca neutralizar esas divergencias producidas en el seno del estado visigodo es el de la relación de dependencia vasallática, con el juramento de fidelidad al rey, que determina una progresiva feudalización de la sociedad política visigótica. En el ámbito militar, fronterizo, como es el caso del limes cantábrico, los duces van acumulando funciones fiscales, además de las militares, que les dotan de cierta independencia, muy desarrollada en el momento en el que los musulmanes penetran en la península (Rodrigo, de hecho, era el duque de la Bética, y Pelayo casará a su hija con Pedro, duque de Cantabria).
En el orden eclesiástico la iglesia se verá subordinada a este creciente poder real (en el III Concilio de Toledo, abril de 589, tendrá lugar la conversión al catolicismo del reino de Toledo, y la anatematización de Arrio, a instancias de Recaredo), en una línea de interpretación cesaropapista de la relación entre ambos poderes, de tal modo que la Iglesia de Hispania se aísla cada vez más de Roma, llegando incluso a definir una liturgia propia (que subsistirá en época mozárabe) y afirmando su particularismo frente al Papado. La primacía del arzobispado de Toledo, sometido directamente al rey (quien convocará los Concilios), era parangonable, de nuevo, a la situación del patriarca de Constantinopla en el Imperio bizantino.
En definitiva, lo visigodo en la Península, sea como fuera, es una variación de Roma, pero, siguiendo a Pirenne, insisto, por «degeneración» (ruralización, feudalización, etc), que marca una continuidad, que no ruptura, con respecto a la Hispania romana.
Ahora bien, con el despliegue del islam, en su primer desarrollo califal, desde Arabia hasta la península Ibérica, el mar romano, el Mare Nostrum, va a quedar dividido en dos partes (norte cristiano/ sur musulmán), lo que provocará, ahora sí, la definitiva «caída» del Imperio Romano Occidental (el Imperio en Oriente continuará resistiendo mil años más a la marea, hasta su caída ante el islam otomano en 1453). Son pues los «bárbaros» procedentes del sur, Mahoma, y no los del norte, los que definitivamente acabarán con el tejido imperial romano, al romper la unidad del Mediterráneo occidental y desplazar la hegemonía occidental hacia el mar del Norte (la acción de Mahoma es lo que explica el auge de Carlomagno -de ahí el título del libro clásico de Pirenne Mahoma y Carlomagno-), quedando el litoral mediterráneo, con sus puertos, teológico-políticamente dividido en un norte cristiano y un sur musulmán.
El islam, interpretado, por cierto, desde el cristianismo como una herejía suya (según la idea de Juan Damasceno), va a tornar en “infieles” regiones del área de difusión romana que, previamente, permanecieron en el seno cristiano, siendo así que su recuperación («reconquista», «cruzada») va a estar plenamente justificada sin más, buscándose incluso el contacto con la Iglesia oriental que, con la expansión coránica, quedó aislada in partibus infidelibus (la mozárabe, en el caso de la península ibérica; las iglesias orientales, joaquinismo, nestorianismo, etc., en el caso asiático). La mitad del orbe, pues, permanecerá infiel, reactivo al bautismo, y por tanto fuera de la «ciudad de Dios», siendo, en este contexto geopolítico, en el que tendrá lugar la acción de Tarik y Musa en el 711, acción que, ahora sí, va a producir un cambio de género (metábasis) en la población peninsular, con la formación de la sociedad andalusí, una vez se consuma la conquista islámica de la Península.
Sólo en el norte, en torno a ese limes cantábrico y pirenaico, el islam encontrará las mismas dificultades que encontraron anteriormente romanos y visigodos para penetrar en él. En la comarca situada en torno a los picos de Europa, se produce una acción bélica (batalla o escaramuza), liderada por un tal Pelayo (identificado también por las crónicas árabes), que, sea como fuera, supone un freno a la expansión islámica por la región.
Ahora bien, la acción de Pelayo, que da origen a la monarquía asturiana, es una transformación de orden político (teológico-político), pero no una transformación nacional (antropológica). No aparece, de repente, en Covadonga la nación española, como si fuera Atenea salida de la cabeza de Zeus, liderada por Pelayo, para oponerse al yugo islámico (según un esquema falso, ideológico, de uso político en la actualidad). No. Pelayo será nombrado princeps (ni siquiera rey), tras su victoria en Covadonga, logrando cohesionar políticamente, con la ulterior consolidación de la monarquía asturiana (a partir de Alfonso II), a unas sociedades que aún conservan su condición nacional gentilicia (astures, cántabros, vascos, gallegos), pero que, precisamente, comenzarán a movilizarse conjuntamente empujados por la idea de la «recuperación de España» frente al islam. Pero “España” es, en principio, una idea teológico-política, en el seno de la monarquía asturiana, y sólo de un modo anacrónico podríamos considerarla como una nación.
La acción de Pelayo no es, por tanto, un acto de «liberación nacional» (lo que presupondría la nación española ya formada), sino que, más bien al contrario, esa acción supondría el comienzo de España como idea teológico política (la “Hispania goda” perdida que hay que recuperar) que servirá de catalizador, de unión, para las sociedades cristianas que resisten al islam. España no existirá como nación hasta que esta política imperial no prospere, y sea capaz de comprometer a las sociedades gentilicias del entorno inmediato (astures, cántabros, gallegos, vascos) para, ya más adelante, con la expansión imperialista castellana, también hacerlo con el resto de naciones peninsulares (aragoneses, catalanes, valencianos, etc), que terminarán integradas en el nuevo orden hispano, borrando de esta manera, ahora sí, los «hechos diferenciales» nacionales que pudiera haber entre ellas. La necesidad de enviar población desde zonas pacificadas a tierras fronterizas (desde el norte al sur), para ocuparlas y apropiarse de ellas (poblar y repartir tierras), tras arrebatárselas al islam, es lo que forja la nación española. En esa frontera, en las llamadas extremaduras, bajo el patronazgo común del apóstol Santiago, será el lugar en el que gallegos, astures, vascos, cántabros, castellanos, catalanes, aragoneses, valencianos, etc, se conviertan en españoles al mezclarse entre sí, compartiendo tanto la mesa como, sobre todo, el lecho (convivium y connuvium), en donde, verdaderamente, se produce y reproduce la nación. Tanto es así que el gentilicio “español”, que además es un provenzalismo, no aparece hasta finales del siglo XII.
La nación española será, en definitiva, un resultado de esta política imperialista, cuyo germen arrancaría con la acción de Pelayo, y no al revés. Es la monarquía (el estado) y su desarrollo imperialista lo que forma la nación, y no la nación lo que forma la monarquía. Una monarquía que, en ningún caso, sea como fuera, vuelve a reproducir o a replicar la identidad visigoda: «No tenemos noticia de que en Oviedo resucitaran las complejas jerarquías del Aula Regia y del Officium Palatinum anteriores al 711. No hallamos indicios de la serie de comités que presidían en Toledo los diversos servicios de la corte» (Sánchez Albornoz, Orígenes de la nación española. El Reino de Asturias, ed. Sarpe, p. 171), llega a decir el más goticista de los medievalistas.