Catolicidad en el 'Quijote'
El Quijote es la máxima expresión de la España de su tiempo, que no por inquisitorial fue cerrada o atrasada
En un podcast con mi buen amigo Gonzalo Altozano, Jorge Bustos aseguró que el Quijote es la primera obra del liberalismo español. Sí: dijo «liberalismo». Explicó que se atiene a la tesis de Bataillon, que arguye que la obra de Cervantes no es católica sino erasmista. Le faltó decir, como dice Ortega en sus Meditaciones del Quijote, que su grandeza reside en el espíritu germánico que late en su interior. No lo dijo; quizá porque Bustos se sabe periodista y sólo periodista.
Últimamente he escuchado con frecuencia ese disparate. Creo que tiene que ver con la imposibilidad de aceptar que el Quijote, lejos de ser un halo de luz en una España cerrada, inquisitorial y atrasada, es la máxima expresión de la España de su tiempo, que no por inquisitorial fue cerrada o atrasada. Así, hablan —ahora no me refiero a Bustos, o no sólo a Bustos— de reformismo, de irenismo y de «convencer al turco», como si Cervantes hubiese ido a Lepanto a entablar debates con los infieles acerca de la divinidad de Cristo.
No obstante, el Quijote es en realidad una «epopeya profundamente cristiana» (Unamuno dixit) y, como afirma Juan Manuel de Prada, la descripción del Caballero del Verde Gabán que Bataillon presenta como ejemplo de las virtudes erasmistas es también compatible con la de un católico tradicional:
«Oigo misa cada día; reparto de mis bienes con los pobres, sin hacer alarde de las buenas obras, por no dar entrada en mi corazón a la hipocresía y la vanagloria, enemigos que blandamente se apoderan del corazón más recatado; procuro poner en paz los que sé que están desavenidos; soy devoto de nuestra Señora, y confío siempre en la misericordia infinita de Dios, nuestro Señor».
Además, frente al irenismo erasmista, que arguye que «el ejercicio de la milicia (…) es indigno del cristiano» y que, de hecho, lo convierte en turco, Cervantes propone una paz propiamente aristotélica, es decir, sustentada en la guerra. Por eso, don Quijote asegura que «nunca la lanza embotó la pluma, ni la pluma la lanza» y que «son las armas el sostén de las letras (y no al revés) en cuanto que si estas se cultivan es bajo el amparo de aquellas»; por eso, no duda en embestir «puesta la lanza en el ristre» contra las tropas de Alifanfarón ni en proponer, como nos recuerda Pedro Insua, que se unan y se dirijan contra el turco «todos los caballeros andantes que “vagan por España”»; por eso, en fin, insiste en la importancia que la milicia tiene en las cuestiones concernientes a la fe e insinúa que la función del soldado es más digna de admiración que la del fraile cartujano:
«Quiero decir que los religiosos, con toda paz y sosiego, piden al cielo el bien de la tierra; pero los soldados y caballeros ponemos en ejecución lo que ellos piden, defendiéndola con el valor de nuestros brazos y filos de nuestras espadas, no debajo de cubierta, sino al cielo abierto, puestos por blanco de los insufribles rayos del sol en el verano y de los erizados yelos del invierno. Así, que somos ministros de Dios en la tierra, y brazos por quien se ejecutan en ella su justicia. Y como las cosas de la guerra y las a ella tocantes y concernientes no se pueden poner en ejecución sino sudando, afanando y trabajando, síguese que aquellos que la profesan tienen, sin duda, mayor trabajo que aquellas que en sosegada paz y reposo están rogando a Dios favorezca a los que poco pueden».
En definitiva, a pesar de todas las pruebas que pueden esgrimirse en contra de la tesis de Bataillon, el Quijote pasa por erasmista. Da igual que haya que enfrentar las ideas de Cervantes con las de su protagonista o que haya que hacer malabares con los conceptos, los personajes y los diálogos: cualquier cosa antes que reconocer al espíritu de la España inquisitorial la creación de una obra de arte genial.