Charlie Kaufman y cómo hacer de tu primera novela una obra maestra
La editorial Barrett publica ‘Mundo hormiga’, la primera y excepcional novela del guionista y director de cine Charlie Kaufman. Novecientas páginas que son una fiesta de la inteligencia
Cuando se estrenó en 1999 Cómo ser John Malkovich, descubrimos a un guionista llamado Charlie Kaufman. Un joven que hasta entonces no había firmado ningún guion, pero que era sin lugar a dudas un genio, alguien de una creatividad extraordinaria y con un imaginario tan estrambótico como único. El prestigioso crítico cinematográfico Roger Ebert definió aquella película como la mejor de toda la década, mientras que en las distintas reseñas se repetía hasta casi la extenuación que estábamos delante de una obra maestra y, si bien nadie le quitó méritos al director de la cinta, Spike Jonze, los aplausos se dirigieron sobre todo hacia el hasta entonces desconocido guionista capaz de imaginar la existencia de un pequeño pasillo, en el séptimo piso y medio de un edificio de Manhattan, que lleva a la cabeza de John Malkovich.
El carácter metaficcional del film, donde nos encontramos a Malkovich interpretándose a sí mismo, además de actores como Charlie Sheen, Sean Penn, Brad Pitt o Winona Ryder, todos ellos autoparodiándose -ahí está Penn, haciendo de entusiasta de un Malkovich que, después de que John Cusack haya ocupado y controlado su mente, se convierte en un brillante titiritero-, definirá los siguientes trabajos de Kaufman: si en El ladrón de orquídeas, interpretado por Nicholas Cage, aparece como un guionista plagado de inseguridades en plena crisis creativa, en Synecdoche, New York, su primera película como director, juega con la figura retórica de la sinécdoque -la parte por el todo- para contarnos la historia de Caden Cotard, un director teatral que quiere convertir el escenario en una imitación de Nueva York para ahí representar la vida de la ciudad norteamericana. Kaufman juega con los dos niveles del relato -el de la ciudad y el de su imitación-, en parte como ya hiciera en ¡Olvídate de mí!, donde indagaba en los mecanismos de la memoria, a la vez que reflexiona sobre la capacidad del arte de imitar la vida, así como sobre la relación entre realidad y ficción, cuya frontera se va desdibujando en la medida que avanza la trama, borrándose esa cuarta pared que teóricamente separa el escenario de la platea.
Ese mundo de ficción autoreferencial y metacrítico tan particular que plasmó a través de sus guiones, lleno de referencias literarias, cinamatográficas y filosóficas -Kaufman es uno de esos escritores capaces de hacer un chiste citando a Hegel-, es el que reencontramos en Mundo hormiga, su primera novela.
Tras Synecdoche, New York, película que, como él mismo comentó, fue un auténtico fracaso en términos comerciales, Kaufman vio que en el cine ya no había lugar para él, al menos durante un tiempo. Era 2008, la crisis económica había golpeado con fuerza la industria y los estudios «dejaron de hace películas y comenzaron a hacer franquicias de superhéroes». No había espacio para alguien como Kaufman ni para el tipo de películas independientes en las que siempre había trabajado, así que decidió encerrarse en casa y comenzar a escribir. Así nació Mundo hormiga, que, en su primera versión, superaba las 900 páginas, algo que no asustó al editor, aunque le recomendó que intentará recortar la novela bajo el pretexto de que se vendería mejor. Kaufman siguió su consejo, aunque solo en parte: la recortó pero en exceso. No hay mejor prueba que las 950 páginas que han resultado de la traducción al español de Ce Santiago y que una editorial como Barrett ha osado publicar.
Es de justicia subrayar la osadía de Barrett, porque Mundo hormiga es una novela compleja, extensa, llena de tramas y subtramas que se intercalan, tiempos y espacios que se sobreponen, referencias a la alta y la baja cultura, digresiones, reflexiones sobre teoría cinematográfica y mucha parodia. Una novela, en definitiva, que sitúa a Kaufman en el universo de Thomas Pynchon y Foster Wallace, con influencias de Samuel Beckett, sobre todo en cuanto al absurdo de la existencia- y de Luigi Pirandello, el de Seis personajes en busca de autor.
Mundo hormiga, una parodia sin igual
Kaufman nos presenta a B. Rosenberg, un crítico de cine de mediana edad cuyas opiniones no interesan a nadie y que, absolutamente contrario al cine comercial y complaciente, dedica su blog a exaltar películas independientes y extranjeras con apenas espectadores, a la vez que otorga siempre alguna estrella al trabajo de su hija, una cineasta cuyas películas no tienen nada que ver con el cine que él defiende, pero a la que no se atreve a criticar.
Junto a Rosenberg, está Ingo Cutbirth, un hombre ya anciano que lleva toda la vida rodando una película de animación stop motion, técnica que tiene su origen en los inicios del cine -véase Méliès, por ejemplo- y cuya finalidad es la de dar movimiento a objetos estáticos. El filme de Ingo tiene una duración de tres meses y medio y, según Rosenberg, es una auténtica obra maestra, de ahí que, tras la muerte de su amigo y traicionando así sus deseos -Ingo no quiere que nadie vea su obra- decide que tiene que dar a conocer esta master pièce al mundo. Busca el reconocimiento de su amigo, pero sobre todo el suyo, pasar de ser ese crítico al que nadie hace caso a ser un referente: el hombre que descubrió a un genio desconocido. Lo que no espera Rosenberg es que, al trasladar la película de nitrato de la casa de su amigo hasta la suya y exponerla al aire libre, esta termine por perderse por completo, quedando intacto únicamente un fotograma.
A través de regresiones hipnóticas, momentos alucinatorios y sueños evocadores, Rosenberger intenta evocar la película de su amigo. Las versiones se superponen, imágenes y escenas se entremezclan, siendo imposible determinar si hay algo en todas ellas de la cinta de Ingo. ¿Qué fue lo que realmente rodó? ¿Qué es lo que realmente recuerda Rosenberger? ¿Dónde empieza la imaginación y acabó el recuerdo? ¿El recuerdo es una forma de invención? Como ya hizo en Olvídate de mí, Kaufman indaga en los mecanismos de la memoria y en cómo esta interviene en la percepción de la realidad que nos rodea. Desde un punto de vista fenomenológico, el concepto de realidad se desdibuja y el mundo se vuelve una autoproyección de quien lo observa, que no es uno, sino muchos al mismo tiempo –«Soy yo de niño y yo de adulto, todo al mismo tiempo»-, de la misma manera que la propia película se convierte en una creación del propio Rosenberg: «¿Mi coma se incorporó a la película, como el de Molloy? El mundo es distinto después de haber visto la película. De eso estoy seguro. Me ha cambiado, pero el cambio es misterioso e imposible de determinar», reflexiona el protagonista en las últimas páginas del libro.
Tan plagada de humor como de referencias cultas provenientes de ámbitos tan dispares como la literatura, el teatro, la filosofía, el psicoanálisis, la física cuántica y el cine, Mundo hormiga es una novela donde todo cabe y donde todo está sometido a parodia
Tan plagada de humor como de referencias cultas provenientes de ámbitos tan dispares como la literatura, el teatro, la filosofía, el psicoanálisis, la física cuántica y el cine, Mundo hormiga es una novela donde todo cabe y donde todo está sometido a parodia. «No estoy escribiendo un ensayo sobre relaciones raciales o sobre postureo ético, sino una novela con un personaje que tiene esta personalidad. Y ese es el libro», comentaba hace un par de años su autor, distanciándose así de las opiniones de su protagonista, que tiene algo de esa lúcida locura del protagonista de La conjura de los necios, al mismo tiempo que comparte con él sus comentarios inoportunos, groseros y, en ocasiones, profundamente inapropiados, de los que no parece ser especialmente consciente. De hecho, Rosenberg quien se autodenomina progresista se vuelve beligerante ante el uso del neutro –«La tercera persona del plural es gramatical y, más importante, estéticamente inaceptable. Elles es la mejor solución para el problema del pronombre sin género al que en cuanto personas de un espectro de género mejorado nos enfrentamos hoy día», le espeta a un amigo durante una conversación telefónica-, particularmente sensible ante las cuestiones raciales y muy consciente de sus privilegios como hombre: «Como persona privilegiada y varón que ha sido convenientemente regañado y silenciado por la cultura emergente, reconozco que no tengo derecho a sentirme mal y menos aún a quejarme de mis circunstancias en público. Sin duda, eso no provocaría sino más rechazo por parte de la comunidad a la que ansío pertenecer», reflexiona. El respeto que muestra a través de estas pocas palabras contrasta con sus comentarios ácidos hacia determinado cine comercial, hacia las opiniones de determinados críticos o hacia ciertas formas de humor, muy aplaudidas por el gran público y que él ve encarnadas en el cómico Judd Apatow: «Nosotros lo llamamos comedia o humor (…) Por mi parte, cuestiono su efectividad e incluso su valor. Aunque, en mi época, hay un genio al que llamamos Judd Apatow…».
Hilarante, compleja, una explosión de imaginación, humor, parodia a la vez que una reflexión sobre el cine, sobre la capacidad representativa del arte, sobre la memora y, sobre todo, sobre la identidad: una vez más, Kaufman, reflexiona, como ya hicieran en Cómo ser John Malkovich y también en Anomalisa, su segunda película como director, se pregunta hasta qué punto no somos títeres, controlados por fuerzas que no vemos, de las que no somos del todo conscientes, pero que están ahí, moviendo las manos de este gran teatro llamado mundo en el que, como ya nos dijo Pirandello, el tejado se ha rasgado y con él se han caído todas las certezas.
Mundo hormiga es una gran novela que no deja indiferente. Una novela que dialoga con los grandes autores del posmodernismo norteamericano y que, entre otras cosas, despierta en el lector la sonrisa constante, esa sonrisa que, como describió Pirandello en un breve ensayo a principios del siglo XX, nace de un humor que provoca la risa, pero también la amarga sensación de que detrás se esconde algo trágico.