Alekhine, el campeón del mundo de ajedrez que pactó con el diablo
En ‘La diagonal Alekhine’, el escritor francés Arthur Larrue recrea la vida de uno de los genios de este deporte con sus luces y sus sombras, como colaboracionista nazi, un reflejo de la época convulsa que le tocó vivir
Entre 1943 y 1945, un Alexander Alekhine física y anímicamente en decadencia se refugia en España. Allí conoce a un jovencísimo Arturo Pomar de 10 años que se convierte en su alumno. El ajedrecista español describirá tiempo después al campeón del mundo como un hombre «amable, educado y tierno». «Tengo que disculparme con los jugadores de ajedrez españoles porque este aspecto de la vida de Alekhine en España no se menciona en el libro y es culpa mía», se disculpa hoy Arthur Larrue.
De visita en nuestro país para presentar La diagonal Alekhine (Alfaguara), donde novela la vida del maestro del tablero y la convulsa época histórica que le tocó vivir, la difícil primera mitad del siglo XX, el escritor francés hace énfasis en este aspecto de su relato. Aficionado él mismo al ajedrez, en su novela nos presenta a un Alekhine ambiguo que oscila constantemente «entre el bien y el mal, el genio y el compromiso, la fuerza y la debilidad».
«Era tan especial porque se trataba de un jugador muy agresivo y creativo. Alekhine era un ganador. Fue el primer jugador profesional de ajedrez, en el sentido de que estudiaba y analizaba el juego de sus adversarios. Incluso hasta el punto de que se convirtió en uno de los mejores escritores sobre este deporte», apunta.
Genio y demonio
Apodado por Reuben Fine como «el sádico del ajedrez», y definido como «más inmoral que Richard Wagner y Jack el Destripador» en palabras del crítico musical Hardol. C. Schonberg, el cuarto campeón del mundo «era agresivo en el tablero pero en su vida era más bien un hombre mundano, cortés, un hombre de salón y de sociedad, que pertenecía al siglo XIX, a un mundo que desapareció con la Revolución rusa de 1917», sostiene el escritor para quien lo interesante de esta figura fue lo que su «voluntad de ganar» expresaba con respecto «a su fragilidad». «Creo que se trata de la historia de un hombre muy frágil y muy sensible», abunda.
«Alekhine era un jugador que centraba su fuerza en su voluntad y en sus muchas horas de estudio. Tenía algo así como faustiano, como si hubiera hecho una especie de pacto con el diablo»
Arthur Larrue, autor de ‘La diagonal Alekhine’.
Autodidacta, fue a eso de los 10 años cuando Alekhine presenció una partida simultánea en un club de Moscú en la que el ajedrecista norteamericano Pillsbury venció a ciegas a 22 jugadores. «Fue una demostración de fuerza», cuenta Larrue sobre este episodio que desencadenó la pasión del genio por este deporte. «Insisto en ello porque Alekhine aprendió a jugar a la ajedrez tarde, a los doce años. Si lo comparamos con otros jugadores como Capablanca, por ejemplo, que aprendió con cuatro, estamos hablando de una gran diferencia. Y Alekhine además era un jugador que centraba su fuerza en su voluntad y en sus muchas horas de estudio. Tenía algo así como faustiano, como si hubiera hecho una especie de pacto con el diablo».
Hablante de seis idiomas: ruso, francés, alemán, inglés, español y portugués, tal vez fue ese pacto con el demonio lo que le llevó en marzo de 1941 a publicar el texto antisemita El ajedrez judío y el ajedrez ario. «Los hechos hoy son los que son. No hay duda, porque recientemente, hace menos de diez años, se encontraron los manuscritos. Por tanto, la idea de que esos artículos los habían escrito otras personas es falsa. Alekhine lo hizo. Las condiciones o las circunstancias en las que los escribió se relatan en la novela pero desde un punto de vista novelesco, esto no es un ensayo o un libro histórico», explica Larrue.
Convertido en proscrito
«Escribió esos artículos en un país ocupado, eso es cierto, y también hay que recordar que el antisemitismo, sobre todo para un ruso blanco y aristócrata, era algo frecuente. Alekhine era un hombre de su tiempo por lo tanto su responsabilidad puede matizarse, puede explicarse, pero no se puede exculpar».
Aquello fue, según Larrue, el principio del fin para un Alekhine que sólo tomó conciencia de ello cuando en 1946 quedó excluido del campeonato que se celebraba en Inglaterra. «Que un torneo importante como aquel se negara a aceptar al campeón del mundo era como excluirlo de la comunidad de ajedrez. Para él, que no solamente era el mejor jugador de la época, sino que había entregado a aquel deporte toda su vida, fue un golpe duro difícil de gestionar».
No solo eso, Alekhine había roto un acuerdo tácito. «El único que siempre vence, el que gana todas las partidas, es el propio ajedrez», había recordado Bromfield en un artículo dando réplica al texto antisemita del campeón del mundo. «Esa era la idea con la que el propio Alekhine jugaba —recuerda Larrue—. El ajedrez en aquella época era visto como un diálogo entre dos personas, creaba comunidad, y él, con sus textos, había excluido a las personas judías. Cuando quedó fuera del torneo, tomó conciencia de que había roto aquello, había traicionado al juego. Yo no sé si es un remordimiento realmente, pero en ese sentido sí que eso fue la constatación de que había cometido un error y que ese error lo convertía en un proscrito».
Vida y obra, ¿dónde está el límite?
Las luces y sombras que rodean la vida de Alekhine no hacen más que replantearnos por enésima vez la misma cuestión, ¿habría que separar la vida de la obra? «Deberíamos hacerlo pero no somos capaces —responde el autor francés—. Es muy difícil ser simple si uno es doble y Alekhine no podía ser solamente un genio del ajedrez, uno de los grandes jugadores de todos los tiempos, si al mismo tiempo colaboró con los nazis y escribió artículos antisemitas».
El escritor que se dio a conocer como novelista en 2013 con Partir en guerre, sobre la disidencia artística contemporánea en Rusia, donde trabajó durante cuatro años como profesor de literatura francesa, también vivió la censura en primera persona, después de tener que abandonar el país eslavo tras su publicación. «Lo viví con mucho orgullo —recuerda hoy—. Si me hubieran dado una medalla hubiera sido un problema. Estamos hablando de un país totalitario, dictatorial, de un régimen que pone de manifiesto su carácter criminal y violento. Uno de los personajes de los que escribo en la novela ha sido asesinado y otros dos viven en el exilio. Así que quedar excluido por un libro es motivo de orgullo para mí».
«No tengo muy claro si entre los ajedrecistas hay más locos que en otras profesiones, lo que sí que sé es que el ajedrez es una forma maravillosa de estar loco…»
Arthur Larrue, autor de ‘La diagonal Alekhine’.
Pero más allá de estos claroscuros del protagonista, Larrue plantea en La diagonal Alekhine un retrato de época donde otros ajedrecistas como Tartakower, Spielmann, Przepiórka o Rubinstein compartieron tablero con Alekhine. Muchos de ellos como Morphy, Steinez, Pillsbury o el mismo Rubinstein acabaron hundidos en la locura. «El ajedrez es un juego de gran complejidad, puede llegar a ser hipnótico y exclusivo, y encarcela a la persona en un mundo de 64 casillas. No tengo muy claro si entre los ajedrecistas hay más locos que en otras profesiones, lo que sí que sé es que el ajedrez es una forma maravillosa de estar loco…», analiza el escritor.
Una pieza más de la historia
Pero «lo interesante —continúa— es ver cómo el ajedrez, aunque se trate de una noción abstracta, no es ajeno a la Historia. El ajedrez también se vio afectado por ella e, incluso, como si se tratase de un idioma, puede incluso encarnarla. El papel del ajedrez en la historia para Alekhine es propagandístico. En la época de la ocupación, cuando el Tercer Reich dominaba Europa, era importante para los nazis aparentar que todo iba bien y que todo era normal y que el campeonato del mundo de ajedrez seguía organizándose y los jugadores jugando. De hecho, el ajedrez como es un combate, es una lucha a muerte. Durante la Segunda Guerra Mundial es la primera vez que va a encarnar una especie de fuerza política y después, durante la Guerra Fría, va a convertirse en algo caricaturesco. Porque la Unión Soviética va a titular el campeonato del mundo como ‘la URSS contra el resto del mundo’».
Escrita en apenas tres meses, lo cierto es que a Larrue le llevó algo más de tiempo documentarse. En torno a los seis años, matiza, tiempo en el que leyó todo lo que pudo de autores como Pablo Morán, Edward Winter o Dagoberto Markl, entre otros historiadores. «Después dejé los libros aparte y simplemente me puse a escribir». La diagonal de Alekhine se presenta como una novela histórica sobre un jugador célebre de ajedrez, que coloca el mundo del ajedrez «fuera del ajedrez» pero es también una novela policíaca, a veces, dramática, que relata la persecución de los judíos y el final de Przepiórka, Spielmann o Rubinstein.
Un final irresoluble
Sobre la muerte del propio Alekhine, «sabemos que no sabemos mucho», afirma. «Sabemos que no lo sabremos nunca. Que la policía política portuguesa trabajaba muy, muy bien, que Stalin tenía unos servicios secretos muy eficaces y que Alekhine tenía muchos enemigos, no tenía dinero y era alcohólico. En el libro hay una teoría que es la más probable y es que el gobierno portugués no quería problemas y Alekhine era un problema», aventura.
De esa última etapa, sus años en España, previos a su viaje a Lisboa y su final en Portugal, Larrue añade: «Yo quería escribir el crepúsculo de un hombre que cada vez estaba más encerrado en sí mismo, en sus obsesiones y en una especie de locura. En este sentido era difícil integrar en la historia una relación con un niño y la ternura que eso supone», recuerda sobre por qué decidió no incluir su relación con Arturo Pomar en su novela. Eso, añade, refleja un poco su labor como escritor en este relato. «Yo no pretendía reconstituir la vida de Alekhine presentando todos sus hechos, sino expresar una verdad mucho más íntima sobre la vida de un hombre excepcional».
Un hombre excepcional que, como relata en su novela, «a la fuerza, se convirtió en uno de los jugadores de simultáneas a ciegas más efectivos de la historia del ajedrez». Alekhine, cuarto campeón del mundo en ajedrez, había obtenido este título por primera vez en 1927 frente al cubano Capablanca y lo había perdido en 1935 frente a Max Euwe. En 1937 lo volvió a recuperar, y nunca más lo perdió hasta que murió en posesión de él en 1946.
«Una vez, en París, llegó a aplastar a cuarenta y cinco adversarios al mismo tiempo —recuerda Larrue en su libro—. Le bastaba con sentarse en el sillón. Fumaba un cigarrillo tras otro durante dieciocho horas seguidas y no comía para mantenerse excitado, mientras daba la espalda a los demás jugadores (…). Alekhine los vencía en grupo, sin molestarse siquiera en mirarlos».