Los nuevos Medici
El Metropolitan Museum cumple 150 años el próximo domingo. Fue obra de ciudadanos cultos y ricos, que veían a Nueva York como la Florencia del siglo XIX
Los ricachones de Nueva York tenían ínfulas artísticas. En poco tiempo habían amasado fortunas inmensas, inconcebibles en la vieja Europa, y como siempre pasa, tras alcanzar la riqueza se anhela el reconocimiento social. Pero en América no había reyes que pudiesen ennoblecer a los nuevos ricos, un banquero no podía esperar ser barón como Rostchild, un especulador inmobiliario no podía convertirse en marqués de Salamanca.
Los ricachones de Nueva York no tendrían los títulos de la nobleza, pero se comprarían todos los demás atributos de la aristocracia, convertirían sus casas en palacios llenos de mobiliario, libros raros y obras de arte compradas en Europa a condes empobrecidos y conventos arruinados. Esta moda, que para el goce de la posteridad ha convertido las mansiones en museos privados como la Biblioteca Morgan, la Colección Frick o la deslumbrante Hispanic Society de Huntington, encontró una justificación histórica cuando en 1879 se publicó en Nueva York La cultura del Renacimiento en Italia.
La famosa obra del historiador del arte suizo Jacob Burchardt (que había sido profesor de Nietsche), se había publicado en Europa veinte años atrás, pero para los neoyorquinos fue un descubrimiento. Resultaba que en las repúblicas mercantiles, en las prósperas ciudades del Norte de Italia donde surgió el Renacimiento, había burgueses que buscaban la riqueza con la misma ansia y buena conciencia que los empresarios americanos, y que esos mercaderes se convirtieron en la auténtica aristocracia de Venecia, Génova o Florencia.
El modelo ideal eran los Medici, una familia de mercaderes de Florencia dedicada a la importación de drogas de Oriente que, vendiendo pastillas, se hizo la más rica y poderosa de Italia. Ese oficio les dio el apellido Medici, Médicos, porque vendían drogas medicinales, y un escudo de armas en el que aparecían seis pastillas rojas sobre fondo dorado, siguiendo la costumbre gremial de poner un instrumento del oficio en la muestra.
Los Medici se harían dueños y señores de Florencia, e irían mucho más allá. Hubo cuatro Papas Medici, y dos reinas de Francia, Catalina y María de Medici, y el Papado les otorgó el título hereditario de grandes duques de Toscana. Entonces se inventaron un origen glorioso del escudo, propio de nobles. Según esa leyenda, el antepasado que fundó la estirpe era Averardo, caballero de Carlomagno que se enfrentó en singular combate con un gigante. El gigante tenía una gran maza con la que golpeó el escudo dorado de Averardo, y los clavos dejaron las seis marcas redondas.
Sin embargo los aduladores que rodeaban a Lorenzo de Medici, llamado el Magnífico, arquetipo del príncipe renacentista, le dieron otro significado a los círculos rojos. Los llamaron Palle, pelotas, que en italiano tiene el mismo doble sentido que en español, y cada vez que Lorenzo aparecía en público había alguno que gritaba «¡Pelotas, pelotas!», en alusión a los atributos masculinos de Lorenzo el Magnífico. Cinco siglos después, en Nueva York, los aduladores que rodeaban al banquero y magnate de la industria eléctrica Pierpont Morgan le llamaban «el Medici americano». Hay cosas que nunca cambian.
En realidad, tanto los plutócratas inmensamente ricos, como los profesionales y artistas de la alta burguesía neoyorquina, se sentía los nuevos Medici y, por tanto, protectores de las artes, mecenas. Los primeros podían afrontar la creación de su propio museo, como hizo el magnate minero Solomon Gugenheim, pero los segundos harían algo mucho más importante, crear uno de los grandes museos del mundo, el Metropolitan Museum of Art.
El Met
Significativamente la idea surgió en un grupo de americanos en París, reunidos en un restaurante para celebrar el 14 de julio, fiesta nacional francesa. Todos estaban maravillados por el Louvre y pensaron que si Napoleón había creado el primer museo público de la Historia, si sus ricas colecciones eran ya una de las glorias de París, ¿por qué no podían hacer ellos lo mismo en Nueva York?
Tomó el timón para materializar la idea John Jay, un abogado nieto de uno de los «Padres Fundadores» de Estados Unidos. Jay se había distinguido como anti-esclavista, había protagonizado algunos juicios célebres en los que se decidía el destino de esclavos que habían escapado de sus amos, y al terminar la Guerra civil americana el presidente Grant lo había nombrado embajador en Viena. Jay arrastró al proyecto a varios miembros de su club neoyorquino, el Union League Club, donde se reunía una élite social de políticos, hombres de negocios, artistas, coleccionistas y filántropos. Entre aquellos promotores estaban Theodore Roosevelt Senior, padre del futuro presidente de Estados Unidos, o el magnate del ferrocarril John Taylor Johnston, que financió la compra de las primeras 174 pinturas junto a William Tilden Blodgett, coleccionista y líder cívico.
En 1870 inscribieron legalmente la entidad, y enseguida se adquirieron la primera obra de arte del Metropolitan, un sarcófago romano. Pero el museo no abrió sus puertas al público hasta el 20 de Febrero de 1872, el próximo domingo hará justo 150 años. Como para destacar su condición cosmopolita, el primer director del Metropolitan fue un arqueólogo amateur italo-americano, Luigi Palma di Cesnola, que había nacido en Italia de familia noble, pero que luchó como oficial del Norte en la Guerra Civil americana.
La inauguración tendría lugar en una sede provisional, el sobrio edificio Dodworth de la Quinta Avenida, donde se exhibieron por primera vez las 174 pinturas de maestros europeos recién compradas, que incluían algún Van Dyck. 6.000 personas visitarían esa exposición, algunas venidas expresamente de fuera, especialmente de Boston, de esa sociedad que Henry James retrataría en Las Bostonianas. El propio escritor estaba entre los visitantes, y opinó que «el Metropolitan Museum tiene un fundamento envidiablemente sólido».
No se podía imaginar hasta qué punto. En 1880 el Met, como le llaman los neoyorquinos, encontraría su casa definitiva, también en la Quinta Avenida, pero integrado en Central Park, al que dan algunas espléndidas cristaleras. Ver Central Park nevado desde los sofocantes 32 grados fijos de temperatura de la inmensa sala del templo egipcio, es una de esas de esas cosas que sólo pueden gozarse en Nueva York. Los 174 cuadros que contempló en la inauguración Henry James se han convertido en más de dos millones de obras de arte, y pocas hay que no merezcan ese nombre.
Pero eso es otra historia…