Ocho muertes y ocho maneras de vivir
Amelia Castilla ofrece en el libro ‘Mis entierros de gente importante’ una crónica sentimental del fin de una época y una reflexión sobre la evolución del periodismo
Ocho muertes que son una crónica sentimental de un cuarto de siglo en la historia de España y a la vez un relato convincente y conmovedor de tres mundos si no perdidos, sí en peligro de extinción: el cante jondo, la España cañí y el periodismo anterior a la era digital. En Mis entierros de gente importante (Editorial Demipage), la periodista Amelia Castilla, con más de 40 años ejerciendo como reportera de sucesos y de cultura, la mayor parte de ellos en El País, reúne los sepelios que cubrió desde el de Carmen Polo de Franco, la collares, cuando era una intrépida redactora en 1988, hasta el de Enrique Morente, ya veterana profesional en 2010, pasando por los de Camarón, Lola Flores y su hijo Antonio, Rocío Jurado, Paco Rabal y Antonio Vega. Acontecimientos que fueron portada de los periódicos y dominaron las pantallas de televisión, y que permiten a la autora reflexionar sobre aquella época, las viejas redacciones y el cambio social.
«La cultura solo llega a portada por un escándalo, un premio o una muerte. La cultura no pertenece al ámbito donde se anuncian las grandes noticias y los jefes casi siempre proceden de las secciones duras: internacional, nacional y economía», afirma Amelia Castilla mientras tomamos un café en este Madrid húmedo y frío. «La necrológica es un género periodístico y un buen obituario no se improvisa. Requiere conocer a la persona, disponer de una buena agenda con fuentes, estar muy al tanto. Así pude dar las exclusivas de las muertes de Josefina Aldecoa y de Antonio Vega. Ahora, con la revolución que ha supuesto Internet, eso ha cambiado. La muerte del cantante de Nacha Pop fue trending topic y seguimos minuto a minuto los 10 días de agonía de Enrique Morente. A partir de ahí las redes sociales han impuesto la necro-selfie como el nunca te olvidaré del tuitero. ¿Cómo se puede hacer eso? Mi generación fue prácticamente la última que iba por sistema al lugar de los hechos y que estaba obligada a contrastar las fuentes. Cuanto más sabes, más prudente eres a la hora de escribir».
«Las redes sociales han impuesto la necro-selfie como el nunca te olvidaré del tuitero»
La muerte de Antonio Vega fue especialmente dolorosa. El autor de La chica de ayer, canción que compuso mientras hacía la mili en la playa valenciana de la Malvarrosa, falleció el 12 de mayo de 2009 a los 52 años víctima de un cáncer de pulmón. «Fue la crónica más difícil de escribir porque me sentía más implicada. Conocí a Nacha Pop desde que nacieron, fui fan suya, entrevistaba a Antonio cada vez que sacaba un disco, viví todo su deterioro físico. Su muerte tuvo un gran impacto en el periódico porque pertenecía a nuestra generación, ya no éramos unos niños. Era tan atractivo y tan buen compositor… pero finalmente vivió como quiso, con sus drogas y su guitarra, y se ganó el respeto de todos».
Camarón ingresó en la inmortalidad a los 41 años. El Dios de los gitanos murió en un hospital de Badalona y sus restos recibieron sepultura en San Fernando (Cádiz), su localidad natal. «Le conocí varios años antes de que le detectasen el cáncer. Iba sus conciertos, se había convertido en un cantaor polémico por su adicción a las drogas y sus espantás y cuando sacó el disco Soy gitano, en 1989, propuse a mis jefes hacerle un reportaje. Viajé a Barcelona, a Sevilla, a Cádiz, hablé con más de 20 personas. Iba y venía a la redacción para cubrir los turnos de fin de semana, pero dispuse de más de dos semanas para hacerlo, así trabajábamos antes. Lo titulé Pa’ partirse la camisa y tuvo éxito», recuerda Castilla. Eran los tiempos en los que el flamenco se asociaba al hambre y la miseria, a la vida bajo las estrellas, cuando los artistas soltaban frases como la que le dijo tía Anica la Piriñaca al escritor José Manuel Caballero Bonald: «Cuando canto a gusto, la boca me sabe a sangre». «En una ocasión le estaba haciendo una entrevista, que llevaba muy estructurada» –continúa- «y notaba que Camarón me respondía muy corto, no decía apenas nada. Pero luego nos fuimos a cenar a una venta y me regaló un cantecito. Fue un momento mágico. Me sirvió mucho más que la entrevista, él hablaba cantado». Su entierro se convirtió en un caos donde la muchedumbre desbordó por completo a las autoridades y en el que no hubo heridos de milagro. Fue allí y entonces cuando surgieron las voces que acusaban Paco de Lucía de haberse apoderado de los derechos de los discos de Camarón. «Era una mentira absolutamente cruel e injusta, de cobardes amparados por la masa. Para Paco, Camarón era como un hermano».
Paco de Lucía sentenció que la voz de Camarón reflejaba como nadie la desolación del pueblo gitano. ¿Existe todavía ese mundo? Amelia Castilla se lo piensa. «El flamenco se transmite de forma oral. Antes Camarón salía en busca de repertorio por los pueblos a escuchar a cantaores que no sabían lo que era una grabación. Ahora lo puedes encontrar todo en YouTube. Ha evolucionado y la experiencia de los artistas es distinta. Los herederos de esas dinastías van en Mercedes y a las discotecas de Miami, incluso se enseña flamenco en las universidades aunque la gente no sepa qué es el compás. Pero aún existe gente joven que ha cogido el testigo y canta y baila muy bien. Rosalía viene de ahí».
Y ¿la España de las folklóricas? «La España cañí tampoco se ha extinguido. A García Márquez le dedicamos 24 páginas cuando falleció, pero a Lola Flores la despidieron decenas de miles de personas en la calle, a las que había alimentado el alma durante mucho tiempo. Tres generaciones de mujeres le dijeron adiós y ese día se acabaron las flores en Madrid. Han hecho una serie de televisión sobre ella, un anuncio la ha resucitado virtualmente, hay quien la reivindica desde el feminismo y otros que la tienen por un icono de la comunidad LGTBI. Un poco lo mismo pasa con Rocío Jurado, convertida hoy en la madre de Rociíto y cuyo circo mediático comienza a partir de su entierro».
Mis entierros de gente importante se lee también como una reflexión desde dentro sobre la evolución del periodismo desde aquellas redacciones «con sus chistes, sus agobios, sus jefes y las gotas de cinismo que definen este oficio» hasta la época en que se empezó a vivir enfrascado en las pantallas «más pendientes de los likes que generaban las noticias que de nuestras propias fuentes». Redacciones entonces integradas mayoritariamente por hombres en las que autora asegura que jamás se sintió ninguneada por ser mujer: «He tenido jefes y jefas, buenos y malos y lo eran así como personas, no por su género. Un jefe cabrón no lo es por machista sino por cabrón».
«Un jefe cabrón no lo es por machista sino por cabrón»
¿Qué nos hemos dejado por el camino? Amelia Castilla parece tenerlo claro: «Falta dirección, alguien que supervise desde arriba qué se está haciendo, como pasaba en la época de Juan Luis Cebrián periodista. Tampoco veo maestros como Juan González Yuste, Nacho Sáenz de Tejada, que institucionalizó la crítica musical, o Miguel Ángel Bastenier, que te decía qué estaba bien y qué estaba mal, que te corregía y te pedía más fuentes, y sobra mucho activismo y mucho sectarismo que es lo que separa a los periodistas de la gente. Recuerdo una vez que estaba redactando una nota sobre el crimen de una niña y Bastenier me dijo: ‘Primero habla con la Policía, con la madre, con las profesoras del colegio, con las compañeras… lo escribes y luego nos bajamos al bar y me cuentas tu opinión’».