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Arte

El escritor Max Porter se pone en la mente de Francis Bacon para evocar el final de su vida

En ‘La muerte de Francis Bacon’ (Literatura Random House, 2022) Max Porter recrea los días previos a la muerte del pintor inglés en la clínica Ruber de Madrid

El escritor Max Porter se pone en la mente de Francis Bacon para evocar el final de su vida

Retrato de Max Porter por Lucy Dickens | Literatura Random House

La historia es bien conocida: en abril 1992, y contraviniendo las recomendaciones de su médico, que unos días atrás le había extirpado un riñón, el pintor inglés Francis Bacon decide visitar Madrid. Quiere ver el Prado. Los cuadros de Goya y Velázquez. Pensaba que, además el mejor clima español le haría bien. Quería también preparar su exposición por venir en la galería madrileña Marlborough (que se inauguraría finalmente el 05 de octubre de ese año).

La razón de fondo, sin embargo, era la de visitar a su joven amante: un ingeniero español llamado José Capelo que había conocido cuatro años antes, a quien retrató en un tríptico que está en el MoMA (Triptico 1991), con quien le separaban 43 años de edad y a quien, antes de morir, hizo un regalo fabuloso: tres millones de euros, según se desprende de las grabaciones de las conversaciones que el propio Francis Bacon mantuvo con su amigo y colaborador Barry Joule.

No obstante, y a pesar de las biografías y los artículos de prensa y la ingente información sobre el pintor, queda todavía un vacío: el de esos siete días en los que Francis Bacon agonizó en la habitación 417 de la clínica madrileña Ruber (la misma en la que, en enero de 1986 moriría «el viejo profesor», don Enrique Tierno Galván), en compañía de una monja, sor Mercedes.

Por influencia de su novio, Bacon había intentado (sin éxito) aprender español, y sor Mercedes no sabía comunicarse en la lengua de Shakespeare. Como declararía Sor Mercedes en una entrevista con Luis A. Álvarez para Crónica de El Mundo, en 2009: «Una persona enferma se hace comprender muy bien, el lenguaje de la comprensión y el cariño es universal». Menos sobre ese cariño y más sobre la innata violencia mental del propio Bacon es sobre lo que se escribe en La muerte de Francis Bacon (Literatura Random House, 2022).

Portada del libro ‘La muerte de Francis Bacon’ de Max Porter vía Literatura Random House

Hacer hablar a la pintura

La paradoja, y que nos cuenta Max Porter (High Wycombe, Reino Unido, 1981) por email es que, de pequeño, el joven escritor inglés estaba obsesionado con las pinturas de Bacon, no con su figura como hombre. Y lo que pasó es que se puso a leer todos los libros sobre el pintor y comenzó a darse cuenta de que había algo que faltaba, «en el sentido en el que se utiliza a la persona para explicar las imágenes». Y pensó que «debía haber una forma más desordenada para traducir sus pinturas al lenguaje que fuera capaz de incorporar la suciedad del suelo de su estudio, la historia del arte, la complejidad psicosexual de Bacon e incluir la mirada del espectador, en un encuentro entre todas estas cosas». De ahí es de donde nace su libro, en el que convierte los días en los que Francis Bacon estuvo en el hospital en cuadros vividos (y vívidos), siete cuadros (que reflejan sendos días) más un boceto preliminar.

La muerte de Francis Bacon es un libro breve, de apenas 92 páginas (y aquí el número de páginas no es casual), que fluye desde una simplicidad beckettiana, que se fundamenta en la «veraz crudeza de ese momento del lecho de muerte», nos dice Porter, a quien le interesa «la conciencia fracturada de la mente moribunda, que va más allá de la escena literal que se reproduce». Y hay en ello una voluntad también de elegía. El punto, además, es el de profundizar en la mente de un hombre famoso (en este caso Francis Bacon), en el justo momento en el que está en un punto deplorable, y es dependiente de los cuidados ajenos, y se pregunta sobre el sentido de la vida, de su fama, su gloria y su reputación.

«La soledad del ser humano que sufre es central en la obra de Bacon, así que necesitaba abordarla»

De ahí que sea importante en esta narración la figura de sor Mercedes, la monja que cuidó del pintor expresionista inglés en sus últimos días. Preguntado sobre el particular, Max Porter nos cuenta que a él le gustaría pensar en este libro como un juego más allá del lenguaje, una suerte de danza compositiva donde Bacon juega el rol de paciente y sor Mercedes el de cuidadora, aquel el de pintor y ésta el de crítica artística. Y su esperanza, la de Porter, es la de que, más allá de la superficie confusa donde se desarrolla esta conversación coreográfica en su libro (embrollada y, en ocasiones rozando la ininteligibilidad), se perciba el latido de la compasión, una ternura.

«La soledad del ser humano que sufre es central en la obra de Bacon, así que necesitaba abordarla», dice Porter. Algunos críticos anglosajones, de hecho, le han afeado a Max Porter que dé por sabidas muchas cosas de la vida y la obra de Bacon, y que, justo por ello, hay un potencial grande de lectores que seguramente se pierdan al no hallar anclaje en situaciones, personas y obras sobre las que se da cuenta en su libro. Preguntado sobre el particular, dice Porter que los lectores son más listos de lo que a los críticos les gustaría creer, y que esa es una actitud paternalista para con ellos, como si fueran estúpidos o necesitaran ayuda, una exposición de los hechos o acaso instrucciones. Así, para Porter, siendo que hay montones de libros sobre Bacon, «en términos literarios, hubiera sido un desastre escribir una guía para principiantes sobre Francis Bacon», que su punto era ir más allá de lo ilustrativo. Y que si, precisamente, esto provoca que los lectores se queden un poco confusos, horrorizados, en shock, enervados o asustados…pues que, «¡genial!», afirma Porter, que eso significaría que estamos llegando a algún interesante punto de encuentro con los lectores, que su verbalización baconiana habrá tenido sentido, pues.

Imaginar la mente (y la obra) de un genio

El reto definitivo de La muerte de Francis Bacon es el ponerse en la mente del pintor. Le preguntamos a Max Porter sobre tamaña dificultad. Porter nos cuenta que él tiene «un fuerte impulso de muerte. Estoy profundamente preocupado por los comportamientos humanos y reconciliado completamente con la brevedad y la extrañeza de la vida». Y añade: «Quizá todos mis libros tengan eso en común: que son un intento de extraer la belleza de ese justo momento lúgubre, que utilizo como punto de partida».

Respecto a las obras que recrea en cada uno de los siete capítulos, Porter nos dice que, para él, lo más difícil fue sostener a la figura en el espacio, que lo sintió como el mismo desafío que se le presenta a un pintor, pero que fue un desafío placentero. «Resultaba tentador recrear de manera más exacta la iconografía de cada obra (las formas desnudas, los cuerpos animalísticos, los crucifijos, los papas, etc), pero, a medida que iba escribiendo me di cuenta de que necesitaba ofuscarlo todo, y no clarificar. Necesitaba dejarme contaminar por el pasado, por los medios de comunicación, por los olores, el desorden. En ocasiones se parecía más a pintar que a escribir».

«Quizá todos mis libros tengan en común que son un intento de extraer la belleza de ese justo momento lúgubre que utilizo como punto de partida».

Acabada la lectura de La muerte de Francis Bacon, tiene el lector la sospecha de haber participado en una imposible conversación íntima (visceral, tormentosa, atormentada, afectuosa) entre Max Porter y el propio Bacon. Le preguntamos a Porter sobre ello. Y nos dice que sí. Que es una apreciación correcta. Que es como esa improbable borrachera que ambos hubieran podido tener, en la que hubiesen -por supuesto- discutido. Y que tras ello, Porter se despertaría seguramente con dolor de cabeza y preocupado por haber ofendido al gran pintor.

Bacon dejó dicho en su testamento que no quería ningún tipo de ceremonia fúnebre ni de reconocimiento del mundo artístico, y La muerte de Francis Bacon no es ninguna de las dos cosas. Es un intento por reflejar la compleja y convulsa personalidad de un genio atormentado, heridas en forma de trazos violentos que salpican y embrutecen al lector. Es el violento plañido de un hombre que se va, de un nihilista optimista, como se definió a sí mismo en cierta ocasión Bacon; es un ataúd de lienzo. El último suspiro de un hombre escabroso, monstruoso, cansado de sí mismo.  Un hombre que, como le dijo el propio Bacon a Franck Maubert, y que recoge en su libro El olor a sangre humana no se me quita de los ojos (Acantilado, 2012), «he pasado toda la vida así, a la deriva».

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