La ‘minha terra’ de Saramago: cuando el Nobel cogió la mochila
Alfaguara recupera en una edición especial con motivo del centenario del portugués su ‘Viaje a Portugal’, fruto del periplo del autor por todo el país entre 1979 y 1980
Para viajar por su propio país, José Saramago decidió salir antes de él. Lo hizo por Galicia, para luego reentrar por Zamora. A la altura de Miranda do Douro, se paró con el coche en la frontera, el motor en Portugal y el depósito de gasolina en España; sólo lo observaba un guarda de frontera y, allá abajo, los peces del Duero.
Lo explicaba el Nobel en el prólogo de Viaje a Portugal de la edición de 1999, con motivo de los veinte años de su periplo: «En el otoño de 1979 salí de Portugal por la frontera de Valença do Miho y entré en tierras de Galicia. Quería que el título que había escogido para mi libro –Viaje a Portugal– tuviese, desde el primer paso y desde la primera palabra, pleno sentido: en verdad, para viajar por un país siempre será necesario empezar por estar fuera de ese país». Este libro no es un viaje ‘por’ Portugal ni ‘en’ Portugal. En este caso, al menos para Saramago, la preposición es clave y da la nota de su intención de adentrarse en un pueblo y unas gentes, más que plantear una ruta turística al uso.
«Para viajar por un país siempre será necesario empezar por estar fuera de ese país»
José Saramago en Viaje a Portugal
Viaje a Portugal es la única incursión en este género que hizo Saramago en su larga trayectoria. Alfaguara, que ya editó la obra en 1995 con la traducción de Basilio Losada -recientemente fallecido, por cierto-, recupera ahora esta crónica viajera en un extenso volumen con motivo del centenario del nacimiento del escritor, con numerosas fotografías del propio Saramago y del fotógrafo lisboeta Duarte Belo, con el mencionado prólogo del autor y otro de un viajero contemporáneo de pro, Claudio Magris. Se complementa con mapas de los seis grandes sectores que recorrió el viajero.
La obra nace de una invitación del Circulo de Leitores para celebrar sus diez años en el país vecino. Saramago estuvo en ruta casi un año, entre octubre del 79 y julio del 80. El libro llegó a los comercios en el 81, cuando el autor era bien conocido como periodista y escritor incipiente en su país pero no había traspasado aún la frontera. En los años siguientes alumbraría los trabajos que lo catapultaron al reconocimiento internacional como Memorial del convento o El año de la muerte de Ricardo Reis.
Una vez desempaquetada la mochila y con la pluma en la mano, el luso tuvo bien presente dos referentes esenciales: Camilo José Cela y Almeida Garrett. Del Viaje a la Alcarria de nuestro Nobel español, toma el uso impersonal de la fórmula «el viajero», así como ese gusto por demorarse en el paisanaje tanto como en el paisaje. Como explicaba el portugués, lo de menos era acabar en la guantera del turista: «No es una guía; quiero decir, no es un libro práctico. Aporto mi sensibilidad de escritura. Se habla de Portugal pero, naturalmente, detrás de esa mirada hay una persona que narra».
Del otro referente, el famoso poeta y dandi del Chiado, es bastante evidente la deuda con Viajes por mi tierra (1846). «He visto algo del mundo y he apuntado algunas de las cosas que he visto. De todos cuantos viajes he hecho, los que más me han interesado siempre han sido los viajes por mi tierra», escribió Almeida Garrett. A él, «maestro de viajeros», dedica Saramago su libro junto con todo aquel que «me abrió puertas y me mostró caminos».
El camino arranca en el norte «duro y dorado», del Duero al Miño, donde el viajero encuentra ya los rostros atemporales de la Portugal ‘vaciada’. Es el año 79, y el país es aún inveterado y misterioso incluso para un compatriota. En Miranda hay grupos de mujeres, «todas vestidas de negro, hablan en voz baja, ninguna es joven, la mayoría de ellas, probablemente, ni recuerda haberlo sido». Esas gentes de «extrema antigüedad» son una constante en el viaje. Saramago ve el pasado en las piedras y los rostros presentes. «El pasado de las tierras es más amplio que los caminos que conducen a ella», asegura. Las iglesias, castillo, catedrales, casas solariegas son sus principales hitos, pero en todos enlaza la historia de Portugal con el alma del pueblo.
Del Norte va descendiendo a las Tierras Bajas, hasta la universitaria Coimbra, y de ahí, previo paso por Lisboa y Sintra baja a la «ardiente» tierra del Alentejo y al soleado Algarve. En los campos extremos y duros alentejanos, Saramago reconoce la severidad de sus gentes en un entorno que tilda de «dramático». Las fuentes ornamentales de los pequeños pueblos castigados por el sol languidecen y amenazan ruina, el calor es insoportable y «solo los locos andan a estas horas por las carreteras», pero permanece intacta la belleza de Marvao y Castelo de Vide, «la Sintra alentejana».
En línea recta hacia el este, ya en las puertas de la región de Lisboa, se encuentra la pequeña Azinhaga. Allí nació Saramago hace 100 años, de padres sin tierras, sin nada. Y, aunque intente pasar de puntillas en su viaje («para que no se crea que ha venido hasta aquí por razones egoístas y sentimentales»), no puede evitar apuntar a las pozas en que se bañó en su infancia y los caminos y linderos por los que anduvo. «El viajero no se detendrá. La casa más antigua es una casa desierta. Quedan unos tíos, unos vagos primos, la gran melancolía del pasado personal: pensándolo bien, sólo el pasado colectivo es exultante». En 2006, en Las pequeñas memorias, sí se demoraría más por estos pagos de su infancia.
Ya en el extremo de su viaje, Saramago se asoma al abismo del Cabo San Vicente: «Desde aquí al mar son cincuenta metros en vertical. Las olas baten allí abajo contra los cantiles. Nada se oye. Es como un sueño». Han sido diez meses de periplo (700 páginas al cambio) por monasterios legendarios, memoria de grandes batallas, refrigerios en las casas abiertas de los pobres, fiestas patronales y meriendas bajo un arco de medio punto. Es hora de regresar. Pero «el viaje no acaba nunca», advierte el Nobel, «sólo los viajeros acaban. E incluso éstos pueden prolongarse en la memoria, en recuerdo, en relatos». Entiende Saramago que no hay dos viajes iguales, aunque la ruta se repita. Cambia la circunstancia y la mirada, cambia el viento, y los peces bajo el Duero ya no son los mismos aunque sean tan iguales. En consecuencia, concluye, «hay que comenzar de nuevo el viaje». Y añade tras un punto: «Siempre».