THE OBJECTIVE
Cultura

Nunca fuimos punkis

«Cientos de adolescentes no sabían qué hacer para matar el tiempo. Su habitual fuente de inspiración, el rock, también les había fallado»

Nunca fuimos punkis

Sex Pistols en el Paradiso de Ámsterdam, 6 de enero de 1977.

«Dios salve a la reina y a su régimen fascista. No hay futuro en el sueño de Inglaterra», cantaban los Sex Pistols en 1977, en pleno año del jubileo real. Ha querido el destino que el estreno mundial de la teleserie Pistol, dirigida por Danny Boyle para Disney Channel, coincidiera en fechas (8 de septiembre) con el fallecimiento de la soberana británica. ¡Qué curiosa es la vida!

Soy fan de Boyle desde A tumba abierta (1993) y le he seguido tanto en sus películas más crudas (Trainspotting, 1996) como en las más blanditas (Yesterday, 2019), sin olvidar las oscarizadas (Slumdog Millionaire, 2008). Por eso, su firma en la adaptación televisiva de las memorias de Steve Jones (Lonely Boy: Tales from a Sex Pistol, 1978) me transmite tanta confianza como si la hubiera dirigido el mismísimo Julien Temple, a la sazón realizador del video-clip de God save the Queen y de los imprescindibles –aunque algo sesgados– documentales The Great Rock´n Roll Swindle (1979) y The Filth and the Fury (2000). 

«Imagínate subvirtiendo el mundo de The Crown y Downton Abbey con tus colegas y disparando tus canciones y tu furia contra todo aquello que representan», había sugerido el director de Pistol en un comunicado difundido en FX semanas antes del estreno. «Aquel fue el momento en que la sociedad y la cultura británicas cambiaron para siempre. Fue el punto de detonación para la cultura callejera, cuando la gente joven se apoderó de los escenarios para dar rienda suelta a su furia y su estética. Y todo el mundo tenía que verles y escucharles. O les temías o les admirabas». No se puede explicar mejor.

Todavía recuerdo la primera vez que vimos a los Sex Pistols en la televisión española. No es que vinieran jamás al plató de TVE, sino que un programa de la Primera Cadena –entonces solo había dos– se hizo eco del escándalo que había supuesto la aparición del cuarteto londinense en el magazine Today de Thames TV, que presentaba entonces en prime time (18.00 h) el bravucón Bill Grundy. Los invitados previstos eran Queen, pero Freddie Mercury tuvo una urgencia odontológica y algún sagaz ejecutivo de la EMI propuso que acudieran en su lugar Johnny Rotten y compañía, a los cuales acababan de fichar.

Aquella tarde del 1 de diciembre de 1976 pasará a la historia de cataclismos televisivos casi al mismo nivel que ese 5 de junio de 1965 en que un debutante Elvis Presley interpretó Hound Dog en el show de Milton Berle, moviendo la pelvis con un inequívoco gesto sexual que dejó atónitos a ocho millones de espectadores norteamericanos. Los reyes del underground londinense no necesitaron realizar el menor bailecito para subvertir el orden establecido, sino que de sus bocas, en apenas unos minutos, salieron expresiones como «mierda», «jodido cabrón», «bastardo» o «hijo de puta», lo que suscitó que al día siguiente se debatiera el tema en la mismísima Cámara de los Comunes.

«Cientos de adolescentes no sabían qué hacer para matar el tiempo. Su habitual fuente de inspiración, el rock, también les había fallado»

Al hilo de esta aparición, Bernard Partridge, miembro del Gran Consejo de Londres, describió al cuarteto como la «antítesis de la humanidad» y añadió que el punk rock en general era «nauseabundo, repugnante, degradante, espantoso, sórdido, voyeur… Creo que la mayoría de estos grupos mejorarían enormemente con una muerte repentina». 

El resumen que emitieron un par de días después en el ente público español fue suficiente para que mi anciana abuela –con quien estaba viendo la tele– echara pestes de aquellos «ingleses granujientos y maleducados» y yo me sintiera inmediatamente atraído por esa disparatada mezcla de rebeldía generacional y pura ordinariez. Por un momento, todos los chicos inadaptados del colegio y del barrio tuvimos la tentación de hacernos punkis.

Y, aunque la metamorfosis no fue inmediata, ya no hubo marcha atrás.

En algo más de un año, convertí mis vaqueros de los 70 en pantalones pesqueros con ayuda de imperdibles, me compré unas botas militares de segunda mano y un abrigo viejo en el Rastro, una camiseta de The Clash –que siempre ha sido mi banda favorita de esa generación–, una chapa de No future y una muñequera de tachuelas en una tienda de la Plaza de Cascorro que se llamaba Marihuana. Dije adiós al flequillo de niño mono de colegio de pago y una amiga me cortó el pelo a cepillo con una tijeras de esquilar. Adiós a los jerséis de cuello de pico y los mocasines tipo Cambridge que seguían luciendo mis compañeros de pupitre más convencionales. ¡Mamá, tu hijo ha dejado de ser un chico obediente!

«El tedio y no otra cosa fue el principal motivo. Los chavales se aburrían. Odiaban la escuela, detestaban la hipocresía y no entendían el conformismo de sus mayores: sabían que no había lugar para ellos en un sistema encogido por la crisis económica. Las grandes ciudades y sus calles se habían convertido en desiertos urbanos por los que deambulaban, sin rumbo fijo, cientos de adolescentes que no sabían qué hacer para matar el tiempo. Su habitual fuente de inspiración, el rock, también les había fallado. Una música que había sido signo de identidad para anteriores generaciones dormía aletargada en manos de grandes discográficas y artistas que vivían de espaldas a su público. La creatividad y la expresividad del rock se habían estancado; su espíritu lúdico había sido suplantado por dudosos conceptos intelectuales, estériles exhibiciones de virtuosismo instrumental y desproporcionados intereses mercantiles. El punk, aun provisionalmente, le devolvió al rock el eco de la calle mediante desquiciados mensajes negativos, gritados, más que cantados», explicaba Ignacio Juliá en la Historia del Rock de El País (1987).

«Nací para ser mala. No estoy triste y me alegro de haberlo hecho», cantaban las californianas The Runaways en el tema Born to Be Bad (1977). Y en eso consistía un poco ser punki. Fue un motín de autoafirmación juvenil y, también, –aunque se habla poco de ello– feminista. No era una cuestión de vestuario, sino de actitud, de cómo los chicos y chicas más inquietos y raros del instituto adoptaran una estética radical a modo de coraza y se adscribían de un modo u otro a una tribu urbana para desligarse de una sociedad conservadora que les despreciaba y en la que no se sentían integrados. 

Por supuesto, el movimiento tenía su origen en la música. Pero no vino estrictamente de Londres ni lo inventaron Vivienne Westwood y Malcom McLaren cuando fundaron Sex en el número 430 de King’s Road: una suerte de anti-boutique donde vendían cazadoras de cuero, pantalones de cuadros escoceses llenos de cremalleras, complementos sadomasoquistas, collares de perro y camisetas con imágenes porno. Ni siquiera cuando el segundo se convirtió en representante de un grupo llamado The Strand, formado por tres niñatos sin oficio ni beneficio que solían frecuentar su tienda y apenas sabían tocar, a los que terminó rebautizando como los Sex Pistols.

El punk, cuya etimología aún no hemos abordado, es un término que se usaba popularmente en la lengua de Shakespeare para designar lo cutre, lo marginal o lo perturbador. Ya en 1971, el crítico estadounidense Dave Marsh lo empleó en un artículo sobre Question Mark & The Mysterians (¡los autores de 96 Tears!) publicado en la revista Creem para definir lo que hacía el quinteto liderado por Rudy Martínez como punk rock. Cuando por fin se generalizó  como descriptivo musical, el Diccionario de Miriam-Webster lo recoge como una música «marcada por expresiones extremas y a menudo deliberadamente ofensivas de alienación y descontento social». 

La ciudad de Londres, tan flemática y proverbialmente tolerante con la excentricidad, desvió el movimiento en sus comienzos a pubs periféricos y pequeños garitos como el Roxy o el 100 Club, que ya en septiembre de 1976 acogió el primer festival punk, con Sex Pistols, Damned, The Clash, Buzzcocks y otros. A pesar de que los ingleses han terminado explotando el fenómeno como una atracción turística más, que genera tarjetas postales y los más absurdos souvenirs, este no nació a orillas del Támesis, sino que venía de Nueva York, de donde el manipulador McLaren se trajo todo lo que había aprendido cuando fue manager de los New York Dolls y frecuentaba el CBGB, el club del Bowery en el que actuaban todas las bandas alternativas de la época, con los Ramones a la cabeza. 

Claro que las raíces del género no se quedan en la escena marginal de Manhattan a mediados de los 70, puesto que también se remontan al glam-rock de T. Rex o David Bowie en su etapa con Ziggy Stardust –a quien Boyle rinde homenaje en la primera escena de Pistol–; al pop ruidoso y tortuoso de la Velvet Underground; al rock indómito de Detroit (MC5, Iggy Pop and The Stooges) e incluso al garaje californiano de los 60 (The Seeds, 13th Floor Elevators). 

«El punk es un término que se usaba popularmente en la lengua de Shakespeare para designar lo cutre, lo marginal o lo perturbador»

«Los riffs de las guitarras son afilados y revoltosos, impulsados por una batería que repiquetea en torno a una línea de bajo arenosa y decisiva. Las voces son poco pulidas y expresivas, gritando letras cargadas de temas de actualidad por encima de los instrumentos. Agresión, frustración, sarcasmo burlón… y todo ello berreando», describía certeramente el modelo el periodista británico Simon Ingram. Aquella abrupta musicalidad –o, como se percibía en algunos sectores, la ausencia de ella– fue en sí misma una reacción contra las soporíferas armonías de los grupos de rock sinfónico o AOR que solían llenar los estadios.

Las actuaciones punk, huelga decirlo, eran todo menos conciertos al uso con rutilantes puestas en escena, sino performances imprevisibles y caóticas donde cualquiera se subía al escenario para incitar a la violencia del respetable. Pero todo esto es pura erudición musical y el fenómeno no se construyó únicamente con estribillos desafiantes, aunque el de Anarchy in the UK, primer single de los Pistols, fuera bastante explícito: «Soy un anticristo, soy un anarquista, no sé lo que quiero pero sé cómo lograrlo. Quiero destruir».

No crean ni por asomo que estas estrofas exaltadas eran producto de una simple pataleta post-adolescente, ya que el punk nació como consecuencia de una situación política y económica altamente degradada a mediados de los 70. Es decir: el crecimiento ininterrumpido que el primer mundo venía experimentando desde el final de la Segunda Guerra Mundial se cortó de raíz por la crisis del petróleo y el sistema capitalista basado en el patrón dólar-oro de Bretton Woods se desmoronó, provocando una dura etapa de tipos de cambio flotantes y devaluaciones monetarias, estancamiento económico, decadencia del sector industrial, paro e inflación galopantes, salarios bajos, huelgas generales y disturbios sociales.

Gran Bretaña, especialmente, parecía un estado fallido ingobernable. Como resumió entonces el periodista del Evening Standard Simon Jenkins, «los periódicos hablaban todos los días de huelgas, los servicios públicos estaban colapsados y el país era un desastre de verdad». La coyuntura idónea para el pataleo de una generación descarriada que no había vivido nunca tiempos tan difíciles.  

Los Sex Pistols tienen el dudoso honor de haber servido de espoleta de detonación y propagación mundial para el movimiento, a pesar de no ser los mejores músicos (mérito de The Clash), ni los más carismáticos (Ramones), ni los más malotes (Richard Hell and The Voidoids), ni siquiera los más gamberros (The Buzzcocks, The Damned). Para fastidiarlo aún más, sustituyeron a su bajista original, Glen Matlock, por un descerebrado de aspecto imponente que apenas sabía tocar, rebautizado como Sid Vicious, cuya terrible muerte certificó igualmente la desaparición del grupo: acusado de asesinato en segundo grado por la muerte de su novia Nancy Spungen, el 12 de octubre de 1978, en la habitación número 100 del Hotel Chelsea, donde se hospedaban; arrestado, puesto en libertad provisional y fallecido inmediatamente después por sobredosis heroína tras una fiesta en la que celebraba su salida (temporal) de la cárcel. Un angelito, vaya.

El odioso Sid Vicious fue lo peor que le pudo pasar al punk: un inútil sin talento, arrogante e irascible, crecido en una familia desestructurada y enganchado a las drogas duras desde niño con la aquiescencia de su propia madre. Su trágico (y acaso merecido) final parecía una moralina de las clases adultas conservadoras destinada a sus cachorros más díscolos: «Esto es lo que ocurre cuando te juntas con malas compañías y llevas las cosas al límite». 

Afortunadamente, el punk fue mucho más que los Sex Pistols y mucho más que un efímero género musical. Fue una colorida contracultura en toda regla, denostada desde los púlpitos culturetas al uso, pero caldo de cultivo para cientos de tendencias que vendrían detrás, desde la moda desestructurada hasta el do it yourself artístico, con innegable influencia en los cortes de pelo, el maquillaje, los accesorios de reciclaje; una ideología que generó cine (Julien Temple, Derek Jarman, John Waters, Almodóvar), artes plásticas (Raymond Pettibon, Paul McCarthy, Mike Kelley), literatura (William Gibson, Neal Stephenson, Ian McDonald), cómic (Julie Doucet), diseño gráfico (Jamie Reid) y hasta filosofía política. Según resume Monika Sklar en su ensayo Punk Style (2013), fue «una nueva forma de interpretar las ideas, que incorporaba su propio arte, música, vestimenta y estilos de vida adoptados por aquellos que, de alguna manera, se veían privados de derechos en la sociedad».

«El punk nació como consecuencia de una situación política y económica altamente degradada a mediados de los 70»

Los que sí se vieron privados definitivamente de la imparcialidad institucional fueron los Sex Pistols, cuyos himnos antisistema fueron prohibidos en la BBC y otras radiofrecuencias públicas por ser considerados como una amenaza para la sociedad. ¿Recuerdan la portada del single de God save the Queen que presentaba el retrato de Isabel II con un imperdible en el labio? Pues de eso se trataba, de provocar. Las reacciones airadas no tardaron en llegar, con agresiones de pandillas ultras a algunos de los Pistols en el metro o a la salida de un pub. 

«Ninguna subcultura ha buscado con más determinación desprenderse del paisaje de las formas normalizadas, ni hacer caer sobre sí misma una desaprobación tan vehemente como lo hicieron los punkis», concluye el profesor de arte de la Universidad de Santa Bárbara Dick Hebdige en su ensayo Subculture: The Meaning of Style (1979). Además del miedo y el desprecio de sus mayores, el punk logró convencer a los jóvenes de que cualquiera podía tomar prestado un instrumento y montar un grupo sin necesidad de aprendizaje previo porque era más importante el mensaje que el continente. También devolvió el protagonismo al formato del single, recordándonos que «solo si es algo visceral, sudoroso y vulgar, el rock cumple su cometido» (Ignacio Juliá dixit). Asimismo, provocó el advenimiento de fanzines amateurs y sellos independientes, que eran muchas veces propiedad de los propios grupos, donde se producían grabaciones con bajo presupuesto, sonido low fi y distribución muy limitada, pero innegable autenticidad. 

Por supuesto, el empacho ideológico era tremendo: excepto The Clash, que se declaraban revolucionarios convencidos, sus coetáneos se debatían entre un vago concepto de anarquía más cercano al caos y una suerte de nihilismo (la consigna No future) que llevó a un periodista veterano tan sesudo como Greil Marcus a relacionarlos con el dadaismo y el situacionismo en el muy recomendable ensayo Rastros de carmín: una historia secreta del siglo XX (1989).   

Inconscientes de todo eso, los seguidores madrileños del punk y de cuanto había propiciado nos reuníamos a comienzos de los 80 en locales nocturnos malasañeros como La Vaca Austera, Malandro, Flamingo, La Vía Lactea o Nueva Visión, veíamos conciertos en Rock-Ola y acudíamos las mañanas dominicales a La Bobia de la calle de San Millán, en el corazón del Rastro, para reencontrarnos a la luz del día y reconocernos en los demás, conscientes de que todos compartíamos esa sensación de ser diferentes o, como tan bellamente formuló algunas décadas antes Hermann Hesse, de «haber nacido bajo el signo de Caín».

La mayoría éramos, para qué negarlo, punkis de medio pelo: adolescentes atormentados que seguíamos viviendo en casa de nuestros padres mientras estudiábamos carreras molonas (periodismo, publicidad, diseño, Bellas Artes…), mezclábamos el look new wave con la estética mod y calzábamos unos zapatos de golfista que habían sido recuperados por los rockers (¡aquellos boogies!) cuando no unas botas de origen proletario como las Doc Martens, reforzadas con metal en las puntas para prevenir accidentes en las fábricas. Jamás nos habían detenido los grises en una manifestación –eso era cosa de los progres de la anterior generación–, ni habíamos pernoctado en una casa ocupada. Acaso lo único que compartíamos con los verdaderos punkis que lanzaron el movimiento era nuestro rechazo a los convencionalismos imperantes y unas ganas locas de que sucedieran cosas nuevas y excitantes.  

Como todas las revoluciones frustradas, lo peor que le pudo pasar a esta fue desvanecerse suplantada por su propia caricatura, con algunas de sus estrellas caídas en el olvido, el ridículo o el mainstream y muchos de sus valores traicionados en aras de nuevos movimientos como el after-punk, el tecno-pop o el rock gótico, que renegaban del concepto aunque le debían casi todo. Quizá el punk no cambió la sociedad, pero sí ayudó decisivamente a que cualquiera tuviera acceso –lustros antes del advenimiento de internet– a los medios de promoción y grabación, igual que cambió el papel de las mujeres en la música pop y otras vías de expresión, proporcionándoles una visibilidad y una autonomía que antes les habían sido vedadas.

Para Andy Bennett, profesor de Sociología de la Universidad de Griffith (Australia), el punk no ha muerto, sino que sigue siendo importante, tanto para las generaciones que lo protagonizaron como para las posteriores que no lo vivieron, como prueba esa plaza consagrada a Joey Ramone en el East Side neoyorquino, en la esquina de la Second Street con el Bowery.

Quizá por eso, en 2015, se organizó en 2004 en Kassel (Alemania), un congreso multitudinario con fondos europeos, o se montó en 2014, en la Cinemateca de París, una magna exposición retrospectiva que luego recorrió varias capitales occidentales para dar cartas de nobleza museística al ruido callejero. Quizá también por eso Danny Boyle recupera ahora para Disney Channel la historia de aquel jovencito londinense inadaptado que terminó convirtiéndose en guitarrista del grupo más disruptivo de los 70. Porque, desde entonces –a excepción del hip hop–, la baja cultura no ha logrado volver a subvertir, aunque fuera mínimamente, los esquemas de la industria del entretenimiento ni desafiar a la sociedad biempensante como entonces se hizo. Poco queda hoy de todo aquello, pero que nos quiten lo bailao

Publicidad
MyTO

Crea tu cuenta en The Objective

Mostrar contraseña
Mostrar contraseña

Recupera tu contraseña

Ingresa el correo electrónico con el que te registraste en The Objective

L M M J V S D