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¿Tiene la historia un lado correcto?

«Pasar a la Historia, alcanzar la fama, constituyen vanas aspiraciones de políticos arrogantes que se atribuyen la facultad de saber lo que el futuro dirá de ellos»

¿Tiene la historia un lado correcto?

Abadía benedictina del complejo monumental del Valle de los Caídos. | Rafael Bastante (EP)

Se repite hasta la saciedad la expresión. Son muchos, sobre todo políticos, los que se arrogan estar en el lado correcto de la historia. Y lo peor es que lo hacen desde el presente. ¿Cómo es posible desde hoy saber cuál es el lado correcto de la historia? Es más, ¿cómo es posible desde hoy saber lo que pasará a la historia y lo que no? La aseveración, convertida ya en tópico, denota una megalomanía propia de los grandes tiranos. Ni siquiera los historiadores, pasado el tiempo y tras mucho estudio, pueden valorar lo que es historia y lo que no, lo que permanecerá en la memoria y lo que no. 

«España se pone del lado correcto de la historia», escribía en un artículo la diputada canaria de la Asamblea de Madrid Carla Antonelli, tras la aprobación de la llamada ley trans la pasada semana. No hace mucho, el presidente del Gobierno proclamaba que «una de las cosas por las que pasaré a la historia es por haber exhumado al dictador del Valle de los Caídos».

En 2020 el influyente escritor conservador Ben Shapiro reavivó la expresión con la publicación de El lado correcto de la historia. Cómo la razón y la determinación moral hicieron grande a Occidente (Ediciones Deusto). El título lo dice todo. Sapiro explica su lado correcto de la historia. ¿Debemos pensar que Oriente está en el lado equivocado? Nadie se ha situado a sí mismo en el lado erróneo, lugar que queda reservado a aquellos que no piensan como nosotros. 

Asistimos a una banalización de la historia. Vivimos en un mundo en el que -parafraseando  una vez más a Orwell- «diariamente y casi minuto a minuto, el pasado es puesto al día». Así, por ejemplo, ahora en nuestro país la Guerra Civil o la Transición están «siendo puestas al día». Poner al día no significa otra cosa que cambiar el pasado, adecuándolo a los volubles convencionalismos de cada momento. Los españoles que lucharon en la guerra civil -de un bando y de otro- estaban convencidos de que estaban en el lado correcto de la Historia. No es igual la visión -no puede serlo- de los que hemos vivido la Transición que la de aquellos que ahora se empeñan en desacreditarla desde la prosperidad de un presente posible gracias a ella.

Ese presunto lado correcto varía según  la óptica de cada momento. Si nos arrogamos la facultad individual de decidir cuál es lado correcto de la historia, tendremos que respetar que los esclavistas creyeran que estaban en el lado correcto o que los espartanos que, según Plutarco, abandonaban a los niños deformes creyeran que estaban haciendo lo mejor para la humanidad.

«A la  Historia no sólo se pasa por hacer lo correcto, sino también por las atrocidades cometidas»

¿Acaso Hitler o Stalin no estaban convencidos de que su causa era la justa?  ¿O Fidel Castro? «Condenadme, la historia me absolverá». ¿O el racista y homófobo Che Guevara? «Una fría máquina de matar» que dio su vida por la causa. ¿O el pusilánime presidente Truman? Que decidió lanzar las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki.  Afortunadamente, la historia los juzgó y los han puesto en su sitio. Porque a la Historia no sólo se pasa por hacer lo correcto, sino también por las atrocidades cometidas. A mayor atrocidad, más posibilidades de alcanzar la inmortalidad

Pasar a la Historia, alcanzar la fama, la gloria, constituyen vanas aspiraciones de políticos miopes y arrogantes que se atribuyen la facultad de saber lo que el futuro dirá de ellos.

Francisco Umbral, aparentemente tan ególatra, escribió en Mortal y rosa, tras la muerte de su hijo, que «la gloria no va más allá del término municipal». O Juan Carlos Onetti, cuando le preguntaban al respecto solía responder con el cinismo del ermitaño: «¿Posteridad? Yo lo que quiero es que me devuelvan la juventud».  

Asistimos a un uso y abuso por parte de nuestro políticos -ahí está la ley de la Memoria Democrática, como si hubiera una memoria antidemocrática- y también de nosotros, los periodistas, que no se nos cae de la boca el adjetivo histórico ante cualquier nimiedad en la inmensidad de los tiempos. Cada uno nos empeñamos en escribir la historia según nos conviene a nuestros intereses presentes. Dejemos a los historiadores que se ocupen de interpretar los recados que nos envía lo que Cicerón llamaba la «mensajera del pasado».

Los demás debemos conformarnos con la ironía y el humor ácido del archicitado Ambrose Bierce, quien en su Diccionario del diablo define la historia como «un relato, generalmente falso, de sucesos, generalmente sin importancia, que son obra de gobernantes, generalmente bribones, y de soldados, generalmente estúpidos». 

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