Francisco Goldman cierra su trilogía autobiográfica con 'Monkey Boy'
El escritor norteamericano mezcla recuerdos y ficción en su última entrega y pone fin a su trilogía autobiográfica, escrita a partir del duelo por la muerte de su esposa
Desde París, donde va a recibir el año nuevo, Francisco Goldman (Boston, 1954) nos cuenta al teléfono que Monkey Boy es una novela que comenzó a escribir en 2007, coincidiendo con la muerte de su esposa Aura, joven promesa de las letras mexicanas, fallecida con treinta años a causa de un terrible accidente mientras nadaba en Oaxaca, y de cuyo duelo son testimonio sus dos anteriores libros.
Monkey boy («monito», el apodo despectivo con el que los compañeros de Goldman se referían a este en el instituto) tiene varios puntos de arranque que coexistieron en el tiempo. Uno de ellos está en Di su nombre, cuando el narrador le echa en cara a su padre, con rabia, que fue su culpa el hecho de haber tardado tantos años en saber cómo enamorarse. Se flagela el narrador pensando que, de haber crecido en una familia sana, hubiera sido una persona «normal», se hubiera casado a los 30 años, nunca se hubiera casado con Aura, y Aura estaría viva. Es, pues, un punto de origen impelido por la locura del duelo. De otro lado, está el mensaje que Goldman recibe a través de Facebook (y que se cuenta en Monkey boy) de una chica de la que había estado locamente enamorado. «Una relación nunca consumada, de amiguitos», confiesa Goldman. Duró apenas dos o tres meses, a los quince años y, después de ello, nunca habían vuelto a hablar, hasta treinta años después, que es cuando Goldman recibe el mensaje de Facebook.
En último lugar, Francisco Goldman quería «cuestionar esta idea de las jerarquías éticas y morales». Así, Goldman quería apostarle a lo frívolo: «Para mí lo que otra gente considera frívolo es muy importante». Se dijo el escritor norteamericano que escribiría una novela basada «en algo tan sencillo como un viaje de cinco días a Boston, mi ciudad natal, a visitar a mi madre y otra gente». El argumento es sencillo, a la par que sensato: «No voy a estar pensando a cada momento en Centroamérica -nos dice Goldman, quien estuvo mucho tiempo como periodista cubriendo conflictos-, en las guerras, el genocidio… pues pienso en mi adolescencia, en la familia». De todo ello se deriva el tema central de la novela: la memoria –la esencia de esta y cómo funciona– como creadora y motor de ficciones.
Por supuesto que el tema de la identidad (Goldman es medio católico medio judío, de orígenes rusos por parte de padre y guatemaltecos por parte de madre) y la idea de lo que es ser «normal», pero también la cuestión de no pertenecer a ningún lugar, forman parte de la médula espinal del libro, aparecen como una suerte de mar de fondo, en tanto que amarga postal. Sin embargo, es la naturaleza del secreto y lo que se guarda y olvida, el motor de la narración. Goldman lo explica así: «El libro es un diálogo entre la memoria y la pérdida de memoria (la madre, ingresada en una residencia, tiene Alzheimer). Una cosa que uno hace cuando conserva la memoria es que guarda secretos. En el caso de la madre, ahora que no le funciona bien la memoria, ella es más cándida, no tiene esos rieles, esos muros, pero el hijo sí conserva en la memoria muchos pequeños detalles que son como pequeñas evidencias que ahora usa para interrogar a su madre y sacarle los secretos». Y añade que «es algo que sucede también con todos nosotros, si llegamos a vivir cierta cantidad de años, estamos conviviendo con una memoria que funciona y nuestra propia pérdida de memoria». Por ello, en la estructura de la novela, fragmentada, se mezcla el tiempo del viaje con el tiempo del recuerdo.
El protagonista, Frankie Goldberg (un trasunto del autor) se demora más en las historias de los otros que en las suyas propias. Así, en ese deambular desde Nueva York hasta Boston (su ciudad natal, donde va a visitar a su madre) el narrador evoca, valora, analiza y sopesa todas las razones del pasado, que son las que le han conducido al lugar donde está. Para ello, es fundamental el aprendizaje del amor, de las distintas formas del amor. Al teléfono, Goldman cuenta a THE OBJECTIVE que el narrador «es un tipo que sí ha amado, pero sin saber cómo amar. Ha crecido en un mundo en el que hay poco amor que funciona. Él no está siempre contando su propia vida, cuenta y escucha más la vida de los otros. Y ese poner atención en los otros es también una forma de amar».
Nos dice Goldman que el narrador va aprendiendo a reconocer la autonomía de los otros, incluso una autonomía basada en cosas que él mismo ha sufrido (por ejemplo, se cuentan en la novela tremendas golpizas que le pega el padre del narrador a Frankie, pero que su hermana sufre más que él mismo, llegando a causarle un trauma por el que va a terapia). Y añade: «El narrador aprende a respetar eso, el dolor de los otros. Comienza a darle importancia a la manera en la que otra gente experimenta cosas, cosas que son de su propia vida». Para entender cómo Francisco Goldman da forma a esa estructura, que no funciona al modo de la asociación libre, sino que son historias que se van sampleando en una secuencia de hechos alternos, vale la pena pensar (y nos confiesa Goldman que ahí justo está el origen de la misma) en la casa de Luis Barragán, en México, que queda cerca de la propia casa del autor. Nos dice: «Me gusta porque, aunque es una obra maestra de la arquitectura modernista, no tiene nada pretencioso ni fanfarrón, sino que parece una casa hecha para vivir, una casa casi normal. Pero lo maravilloso de esa casa es que adentro, caminando cuarto a cuarto siempre te sorprendes». Justo así es como uno siente la novela: un lugar, con todo, confortable, cálido; pero hermoso y vibrante, lleno de sorpresas.
La novela transita en clave realista durante gran parte de las páginas, y es hacia el final cuando toma una suerte de código fantasioso, y rompe la ilusión del realismo. Se trata de una escena última creada «desde la pura imaginación, la pura intuición, uniendo diversos temas de la novela de manera intuitiva», afirma Goldman. Ahí crea el autor una ilusión en la que una madre ahora decrépita se mantiene en un hermoso recuerdo de juventud, siendo una mujer bella deseada por todo el mundo. La escena tiene que ver con algo real (el hecho de que un amigo del padre del narrador pinta, en su juventud, un retrato de su madre), pero que el escritor norteamericano recrea imaginativamente. Se trata así, de un final optimista, de puro irreal. Una suerte de bella posibilidad de reinicio, una «liberación poética de la imaginación, de pura ficción», en palabras del propio autor.
La novela, al haber sido publicada primero en inglés (en 2021) y luego en castellano (la edición de Almadía, en traducción del escritor mexicano Daniel Saldaña París) ha tenido una recepción doble. Preguntado sobre el particular, nos cuenta Goldman que ha sido muy diferente. Y que esto es algo que ya aprendió mientras estaba en el duelo, la dispar acogida que tiene un libro en el mercado anglosajón y en el hispanohablante. Lo explica así: «En México era mucho mejor lugar para estar en duelo por la forma ligera con que ellos llevan la muerte. Quizá la gran diferencia es que en México hay cantinas. Así, cuando te sientes solo y triste puedes ir a una cantina y encontrarte ahí amigos o conocidos y ellos entienden, intuyen. Les encanta platicar. Pero en Estados Unidos a los hombres estas cosas les ponen muy incómodos, no saben cómo tratar con eso, no quieren estar contigo, huyen de ti; con las mujeres es diferente. Casi todas mis mejores amistades son mujeres, porque solo ellas sabían cómo tratar conmigo, y son mis hermanas, ya. En México, sin embargo, mis cuates son hombres».
En última instancia, Monkey Boy es también una indagación sobre la sociedad norteamericana y sus falsos valores democráticos. «A los gringos les gusta presumir de que su cultura respeta al individuo rebelde y todo eso, pero en gran medida no es cierto; se trata de una sociedad muy conformista», nos cuenta el escritor. Y añade: «Lo más terrorífico era estar ahí en el instituto, en ese pueblo donde vivía, y que al desviarse de la norma se produjera tanta tormenta. Es esa cosa de obligación como que tienes que ser normal, que se supone que hay algo positivo en ser normal». Sin embargo, y como dejó dicho Kurt Vonnegut (y secunda Goldman), Estados Unidos es un bachillerato eterno. «Cuando estás en el high school es un infierno, pero luego vas a la universidad y todo te parece una maravilla. Más tarde vuelves a la vida cotidiana y te das cuenta de que es eternamente un instituto», ratifica Goldman.
Tras haber dado por concluida su trilogía autobiográfica, Francisco Goldman nos confiesa que ha retomado una novela que dejó en barbecho en 2007, «en la que no hay ningún personaje autobiográfico». Sin embargo, no significa esto que no vaya a escribir más desde un punto de vista personal. «Me encantaría escribir una novela breve sobre mis experiencias en Nueva York cuando era joven, o sobre el año que pasé en Madrid, en 1986», confiesa el autor norteamericano.