Miguel Campello, una voz con sabor a tabaco
El compositor y cantante alumbra en el doble disco ‘Noche y día’ un trabajo ecléctico y valiente, del que habla con humildad, buena vibra y salero
Cantarle a la vida sin remilgos es material para voces sinceras. Gargantas que se quiebran por impulso, vibrando con la poesía que las musas alambican inesperadamente. Cuestión más de instinto que de estrategia. Manos plegadas a la gloria de la fe en uno mismo, con la cabeza alta, el ritmo en las palmas y corazón en cada palabra.
Todo eso es Miguel Campello, un funambulista que despierta en el respetable un «¡olé que arte!» por cada estribillo. La fuerza del hábito es un estado decisivo y nuestro protagonista no ha bajado la guardia, consciente, desde sus inicios, que el triunfo tiene mil padres y el fracaso es huérfano. Habla, por tanto, desde una entrañable humildad. Bulímico en prejuicios y bien alimentado de ternura, su voz con sabor a tabaco de liar divaga, a veces tropieza, en el camino al argumento. Pero vista la fábrica de canallas que domina el mundo, mejor oír a un niño perdido, barbudo y honesto, que a un ejecutivo perfectamente preparado y mentiroso.
Nos vemos en una terraza frente a la estación de Príncipe Pío, en Madrid, a razón de su nuevo doble disco, Noche y Día; una receta de veinte canciones disparadas a la ambivalencia de la vida. Descorcho el interrogatorio refiriéndome a la tierra en la que nos encontramos. La capital, que fue su hogar años atrás. «Madrid es el centro», comienza por afirmar. «Después de la creación, aquí se reparte todo. Donde nos llamen vamos de promo, pero es gracioso que aquí encuentro una vuelta al principio. Es el kilómetro 0 de mi vida. Desde los 15 años en Elche, me decían que tenía que poner tierra y Madrid era la Meca».
Y es que, ya lo decía Manuel Jabois en su libro Irse a Madrid, porque en ella sucede lo inesperado. «Aquí he aprendido muchas cosas que no sabía que tenía que aprender, como que la música no es solo cantar guay o escribir bien. Es moverse mucho y correctamente. Esto es una universidad que nada tiene que ver con la pedanía de campo donde me crié. Del canto de los grillos a la jungla de cemento, hay un trecho, y aunque fuese duro, esta ciudad me ha hecho quien soy».
Cierto, la capital es asfalto, duro y sabroso a la vez. Siembra plañideras por sus aceras como aduladores insobornables. Campello las pasó canutas. De metro a plaza, con su voz y la guitarra, sus volteretas y alegría. Se ganó así el cariño de los transeúntes y, llegado el momento, de los profesionales. Un camino que, aunque parezca simplemente ascendente, él ve con otros ojos.
«Yo siempre digo que la tierra es redonda…» afirma, cual chascarrillo. «Y lo digo porque para mí todo es circular. La música, el arte en general, viene de un sitio y vuelve a él, antes o después, como la vida. Igual que yo estoy ahora de nuevo en Madrid. Hay que pensar así las cosas, para entender que no venimos de ninguna parte. Que hubo mucho antes que nos permitió llegar hasta donde estamos». Las palabras de Campello divagan de un tema a otro como un poema surrealista. Aparentemente, sin conexión, pero con un fondo descarado que termina viendo la luz.
Hablando más de su nuevo disco, este da fe de una simbiosis original de estilos. Le pregunto por esos puentes del flamenco clásico, a la rumba, el country o el drum and bass, un sonido muy extranjero a los palos clásicos que, según él, «fue un gran acierto de mi hijo añadirlo en Espacio Temporal». Una patada en la uretra a los puristas, pero ¿acaso no lo fue también La leyenda del tiempo, de Camarón? La historia absolverá la valentía de quienes hicieron oídos sordos a la cretinez.
«Cuando me preguntan qué por qué mezclo esto con lo otro», dice siguiendo el tema, «suelo responder que no es ninguna novedad. Hace rato que llevamos mezclando. Que Triana ya mezclaba el flamenco con el rock en los setenta. Y cuando me lo dicen, sinceramente», prosigue con un arrebato de humildad «me hacen sentir como si yo fuera importante, extremadamente original, y no es así. Yo no he inventado nada. Por si fuera poco, no creo que ninguna música, como tal, sea mala. Todo se puede mezclar y el gusto está en el oído que la recibe. Cada música tiene un contexto. Tú no vas a poner a Vivaldi en un verbena de pueblo, pones ‘La Barbacoa’». Y eso que Campello, con su buena vibra, parece perfectamente capaz de disfrutar de ambas.
«Soy del 79», prosigue «y considero que estuve en el punto intermedio del cambio tecnológico. Somos una generación híbrida y eso se filtra a mi obra. Tanto en la mezcla de ritmos como en las herramientas», concluye.
Existe, no obstante, siempre ese resquemor. Ese punto flaco llamado crítica y prejuicio que nos azota a todos. De hecho, a Campello, no pocas veces le interrogan, en su condición de payo, por su afición flamenca. «A mí siempre me preguntan por qué hago flamenco y no lo entiendo…. Yo respondo que es porque me he criado en un barrio en el que, desde siempre, esa era una de las bandas sonoras. Un lugar donde había de todo. Una ONU montada, vamos. Y yo recogí el flamenco, dentro de todo lo que podía haber pillado».
Del pueblo para el pueblo, podría rezar su bibliografía. Una búsqueda ininterrumpida de la esperanza haya donde esté y de la alegría, aunque cueste encontrarla. «Yo desde el principio, ya con El Bicho, siempre he andado buscando esa cura mía en las letras y la música. Lo canalizo y por ahí lo suelto. Tiene un punto de catarsis. Siendo una persona que no se considera escritor, yo pillo la guitarra y me dejo llevar. El sentido de las canciones lo suelo encontrar después. De esa forma, creo que alcanzo frases muy libres». Sus temas, recopilados en este ambicioso doble disco, lo confirman.
«Hay que gritar más fuerte pa’ que venzan las palabras a los tiros», reza una de sus canciones. Algo que Campello asegura «se nos ha ocurrido a todos, cualquiera lo ha podido pensar», pero que él vuelca en versos dulcificados, con melodías sentidas, que suenan a plaza de barrio con el personal bailando. A pesar de haberla peleado, de hacer malabarismo en el abismo donde él dice «haber encontrado siempre unas dosis muy estimulante de belleza», hasta saborear la sana cumbre que habita, dice no terminar de creérselo del todo. Sentirse, absoluta e inevitablemente «muy agradecido, casi sin palabras».
Termino por preguntarle si hay algo que le gustaría, algo que eche en falta en su vida. «Con lo mal que están las cosas. La de gente que pasa hambre, que sus trabajos están mal pagados, la economía los ahoga, los panaderos que están sin curro, el otro que está no sé qué, ¿de qué me voy a quejar yo? Creo que hay gente que tiene razones para quejarse de que le falta algo. Yo no. Aunque también hay mucha peña que se queja sin razón y muchos con razón que no se quejan [Ríe]. A lo mejor, eso sí, tendríamos que revisarlo bien».
Sea como fuere, Miguel Campello mantiene la actitud risueña de los barrieros, que diría El Barrio, firma un disco ambicioso, largo, ecléctico, con sorpresas musicales inesperadas. Y, tal vez, por encima de todo, se le siente buena gente, de corazón, lo cual, afortunadamente, se filtra bien en su canciones.