Robert Oppenheimer, el hombre que cambió el mundo
Kai Bird y Martin J. Sherwin describen en su apasionante biografía del padre de la bomba atómica el drama shakesperiano que fue su vida durante la Guerra Fría
Las guerras no solo se combaten en las trincheras. En la retaguardia suceden muchas cosas decisivas. En la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial fue clave la contribución de dos ilustres mentes científicas que tuvieron después un destino aciago. El matemático británico Alan Turing desempeñó un papel fundamental para descifrar el impenetrable código Enigma que utilizaban los alemanes en sus comunicaciones militares. De héroe pasó a paria en la posguerra, cuando fue juzgado por homosexualidad, entonces penada en Reino Unido, y se le dio a elegir entre la cárcel o la castración química. Optó por lo segundo y dos años después se suicidó ingiriendo cianuro. Tenía solo 41 años. Su historia está contada en la película Descifrando Enigma.
El físico norteamericano Robert Oppenheimer también hizo una contribución trascendental como padre de la bomba atómica. Su destino posterior no fue tan trágico como el de Turing, pero se le acusó sin pruebas sólidas de ser un peligro para la seguridad del país y de espiar para los soviéticos. Se le retiraron las credenciales de seguridad y la sombra de la sospecha de ser un traidor revoloteó sobre él durante años. Tampoco tuvo una vida larga: falleció a los 62 años de un cáncer, no provocado por haber estado expuesto a la radiación, sino por el tabaco que fumaba sin parar. Su participación en el proyecto atómico se contó en la película Creadores de sombras y ahora Christopher Nolan ha rodado Oppenheimer, que se estrenará en verano. El guion está basado en la monumental biografía Prometeo Americano de Kai Bird y Martin J. Sherwin, publicada en inglés en 2005 y galardonada con un merecidísimo Pulitzer. Por fin se ha traducido al castellano y llega a librerías de la mano de Debate.
Existen biografías anteriores sobre Oppenheimer, pero eran más parciales, más centradas en aspectos concretos de su carrera, y no contaban con el material descalificado al que han tenido acceso Bird y Sherwin. Su libro, tras décadas de trabajo, es un logro monumental. Los autores, como buenos biógrafos de escuela anglosajona, saben combinar el rigor documental con la fluidez y la amenidad, y el resultado se lee casi como un thriller. Es apasionante porque Oppenheimer fue un ser humano complejo y contradictorio, con algo de personaje de drama shakesperiano. Sobre su conciencia recayó el peso de haber creado un arma de destrucción capaz de acabar con la especie humana. Ayudó a su país a ganar la guerra, pero abrió una nueva era con la posibilidad de un Armagedón provocado por el propio ser humano. A los méritos del libro hay que añadir que es, además, un retrato impecable de unos tiempos convulsos en Estados Unidos, los que van desde el fervor izquierdista de jóvenes brillantes como Oppenheimer en los años treinta hasta la psicosis anticomunista de la caza de brujas del senador McCarthy en los cincuenta, de la que el científico fue víctima.
Oppie, como lo llamaban sus amigos, era descendiente de judíos alemanes, nació en una familia de clase alta y creció en el Upper West Side de Manhattan, lo que contribuyó a convertirlo en un hombre seguro de sí mismo e incluso altivo en el trato. Estudió física en Harvard, pasó por Cambridge (de donde fue expulsado por una broma o incidente con una manzana envenenada), Gotinga y Zúrich. Regresó a Estados Unidos convertido en una eminencia y en 1929 consiguió un puesto de profesor en Berkley. Ese año fue el del crash bursátil, que derivaría en la Gran Depresión.
Apoyo a los republicanos españoles
Oppenheimer era, además de científico, un hombre culto, con especial afición a la literatura francesa. Cuando en una ocasión una revista le pidió un listado con los libros que más le habían influido, la encabezó con Las flores del mal de Baudelaire y en segundo lugar puso el texto sagrado hinduista Bhagavad Guita. Tenía también inquietudes políticas, y en los años treinta mostró su apoyo al New Deal de Roosevelt. Tampoco ocultó sus simpatías izquierdistas, que no eran inusuales en una época en la que muchos jóvenes intelectuales coquetearon con las ideas comunistas. Dio dinero para ayudar a los refugiados republicanos españoles y varias personas de su entorno -entre ellas, su esposa y su hermano- tuvieron durante algún tiempo vínculos con el Partido Comunista americano. En su caso, nunca se pudo probar esa conexión, pero en la posguerra todo esto le pasaría factura.
Cuando se le investigó, el incidente más comprometedor fue una cena de despedida en Berkeley antes de partir a Nuevo México para incorporarse en Los Álamos al Proyecto Manhattan. Su amigo Haakon Chevalier, que sí era comunista, le transmitió la petición de un amigo suyo, el británico George Eltenton, para que pasara información de sus avances científicos a alguien del consulado soviético en San Francisco. En aquel entonces, semejante propuesta podía sonar no tan alarmante para un ingenuo, porque Estados Unidos y la Unión Soviética combatían en el mismo bando contra Hitler. Sin embargo, Oppenheimer, que se consideraba un patriota, exclamó indignado: «¡Pero eso sería traición!». Ni esa reunión ni sus coqueteos izquierdistas fueron un problema para que, durante la guerra, se le pusiera al frente del proyecto para lograr la fisión nuclear con fines militares, a las órdenes del general Leslie Groves.
No había tiempo que perder, porque todo indicaba que los nazis ya estaban enriqueciendo uranio para generar explosiones de gran magnitud. La inquietud aumentó cuando se incorporó al equipo de Oppenheimer el físico danés Niels Bohr, que le había dado clases en Harvard. Bohr es otro científico con una vida de película. Una de las grandes eminencias de su tiempo en el terreno de la fisión, su mejor discípulo era el alemán Heisenberg, que no era nazi, pero estaba al frente del proyecto atómico de Hitler. Maestro y discípulo mantuvieron una histórica reunión en Copenhague, reflejada en una excelente pieza teatral de Michael Frayn que lleva por escueto título el nombre de esa ciudad.
A Bohr lo habían rescatado de la Dinamarca ocupada los británicos, que lo sacaron en un avión de la RAF rumbo a Escocia. Entre tanto, los aliados movían los hilos para sabotear los avances alemanes en busca del arma nuclear. Para enriquecer el uranio, Heisenberg necesitaban agua pesada y esta se producía en una remota central eléctrica noruega en Telemark. Las épicas y casi suicidas misiones que llevaron a cabo comandos noruegos y británicos para destruir esas instalaciones fueron reflejadas en el clásico Los héroes de Telemark, con Kirk Douglas y, en una versión históricamente más veraz, en la excelente serie noruega Operación Telemark.
Contra la bomba de hidrógeno
Entre tanto, Oppenheimer podía tener dudas morales, pero trabajaba contrarreloj para obtener la bomba atómica antes que los nazis. En aquel entonces Bohr dijo: «Esta bomba será una cosa horrible, pero puede ser también la gran esperanza». El problema era que, una vez creada, ya no habría vuelta atrás y el mundo cambiaría para siempre. Fue ese peso en la conciencia lo que llevó a Oppenheimer en la posguerra a oponerse a las investigaciones para crear la bomba de hidrógeno y esta postura antibelicista precipitó su caída. Lewis Strauss, presidente de la Comisión de la Energía Atómica, que lo odiaba por rencillas personales, sembró sospechas sobre su pasado y la posibilidad de que estuviera espiando para los soviéticos. Fue investigado por el FBI de J. Edgar Hoover y la administración Eisenhower lo consideró un peligro para la seguridad nacional y le retiró las credenciales de seguridad para que no tuviera acceso a información sensible. El héroe que había ayudado de manera decisiva a la victoria de Estados Unidos en la guerra se convirtió en presunto traidor.
Nada se pudo probar contra él, pero las amistades peligrosas de su juventud lo ponían en una situación delicada. Oppenheimer fue una de las víctimas de la psicosis anticomunista de los años cincuenta. En plena Guerra Fría, cundió el pánico ante posibles quintacolumnistas prosoviéticos infiltrados en la sociedad americana, sobre todo en los ámbitos cultural y científico. Fueron los años de la llamada caza de brujas del ultraderechista senador McCarthy (con el que, por cierto, se formó políticamente el futuro presidente Nixon) y de las listas negras en Hollywood, que obligaron a algunos a exiliarse, a otros a trabajar con seudónimo e incluso llevaron a unos pocos a la cárcel. Fue un periodo negro para la democracia americana, porque se acabó persiguiendo a ciudadanos por sus ideas políticas.
Hoy está fuera de toda duda que Oppenheimer fue un patriota y no un traidor. Un científico brillante y un hombre con escrúpulos morales que, en cuanto culminó con éxito la primera prueba con la bomba atómica, fue consciente de que el poder destructivo de la fusión del átomo equivalía al de la Caja de Pandora. Cuando en 1965 le preguntaron en un documental de la NBC qué le pasó por la cabeza al ver la nube en forma de hongo que se elevaba en el cielo tras la primera prueba nuclear, respondió: «Sabíamos que el mundo dejaría de ser el mismo. Había quien reía y había quien lloraba. La mayoría guardaban silencio. Recordé un verso de las escrituras hindúes, el Bhagavad Guitá. Vishnu trata de convencer al príncipe de que debería cumplir con su obligación y, para impresionarlo, toma la forma de un ser de muchos brazos y dice: ‘Ahora he devenido muerte, el destructor de mundos’».