La pasión epistolar de Albert Camus y María Casares
El volumen ‘Correspondencia 1944-1959’ publicado por la editorial Debate reúne todas las cartas de amor entre el Premio Nobel y la actriz española
Una pasión amorosa que se consuma por primera vez en una fecha tan señalada como el 6 de junio de 1944, es decir el día del desembarco de Normandía, parece destinada a grandes cumbres. Este fue en el caso de la relación entre el escritor Albert Camus y la actriz María Casares, cuya voluminosa e intensa correspondencia acaba de publicar Debate en castellano. Se habían conocido unos meses antes, en una velada en casa de Michel Leiris, en la que se hizo una lectura de la pieza teatral surrealista El deseo atrapado por la cola, que Picasso había escrito durante la ocupación.
Albert Camus (1913-1960) era ya entonces uno de los escritores e intelectuales franceses más relevantes de su tiempo. En 1942 había publicado El extranjero, se había unido a la Resistencia y estaba al frente de la revista Combat. La guerra lo había separado de su segunda esposa, Francine Faure, que se había quedado en Orán mientras que él estaba instalado en París. Llevaban cuatro años casados y el matrimonio nunca fue feliz. María Casares (1922-1966) era hija del político, ministro y jefe de gobierno de la república Santiago Casares Quiroga, con el que partió al exilio en Francia en 1936. Con el tiempo se convertiría en una de las grandes divas del teatro galo.
Cuando se conocieron, Camus tenía treinta años y Casares veintiuno. Ambos eran de algún modo foráneos, ella procedía de España y él era un pied noir, es decir un francés nacido en la Argelia colonial. La relación estuvo a punto de romperse al poco de empezar, cuando, una vez liberada París, Francine Faure se reunió con su marido. Casares, airada, decidió dejar de verlo. En 1945 nacieron Jean y Catherine, los hijos gemelos del autor. Catherine es la que lleva años ocupándose del legado de su padre y prologa esta edición de las cartas. La relación del escritor y la actriz se retomó en junio de 1948 cuando se cruzaron por casualidad en el parisino Boulevard de Saint-Germain.
La historia de amor se prolongó hasta la temprana muerte de él en un accidente automovilístico en 1960. Queda documentada en las 865 cartas reunidas, algunas de ellas muy extensas. En ocasiones se mandaban incluso más de una al día. Son misivas apasionadas, en las que también se van colando otros muchos temas. Por ejemplo, es muy interesante este comentario de María Casares en julio de 1950: «He terminado 1984. Por dos segundos te he guardado rencor por haberme prestado este libro. No me ha enseñado nada que no me imaginara ya y me ha impresionado de manera enfermiza. A ratos me sorprendía gimiendo como cuando, de pequeña, me ponía a imaginar y a ‘revivir’ el camino de la Cruz y la muerte de Jesús. He tardado un poco en recuperarme del libro, pero, en definitiva, me alegro de haberlo leído».
Más allá del impacto que le genera, el dato relevante es que Camus le recomienda y presta esta novela de Orwell publicada el año anterior. En ese momento Stalin seguía en el poder y el autor británico era considerado por los intelectuales comunistas un traidor. Luminarias como Picasso y Neruda seguían idolatrando al sanguinario tirano; el segundo incluso le dedicó un emocionado e infame poema -la Oda a Stalin– cuando falleció. Camus, como Orwell, era un intelectual de izquierdas libre de dogmatismos y guiado por el sentido de justicia. Por ello fue de los primeros en denunciar las atrocidades, que muchos todavía silenciaban, de la Unión Soviética. En 1951 publicaba en Gallimard su imprescindible ensayo El hombre rebelde, que acabó provocando la traumática ruptura con Sartre, después de que este publicara en su revista Les Temps Modernes una despiadada crítica al libro. Los posicionamientos ideológicos de Camus generaban el acoso de la oficialidad comunista representada por el diario L’Humanité. El escritor se lamenta en una de las cartas a Casares: «Esta mañana me ha llegado mi correo de ‘negocios’ y el innoble París ha vuelto a asomar. (…) L’Humanité vuelve a insultarme. ¿Es que no va a ser posible que me dejen en paz?»
Asoman también en el epistolario los chismes cómplices, como este que relata Camus: «Herbart, que ha venido a Grasse para ver a su madre, enferma, ha comido conmigo. Me ha contado una historia estupenda. Al día siguiente de la muerte de Gide, Mauriac recibió un telegrama (auténtico) que decía lo siguiente: ʻNo existe infierno. Puede desmelenarse. Avise a Claudel. André Gideʼ». Casares responde que la broma le parece de pésimo gusto, porque al parecer llegó incluso a los periódicos, y dice: «El ingenio parisino a menudo me asquea». No se sabe quién envió en nombre del difunto Gide el telegrama, pero para entender la chanza es importante saber que Mauriac y Claudel eran dos escritores profundamente católicos.
Nos enteramos de que Casares frecuentaba a la familia del también exiliado Juan Negrín y que él y su mujer María Fidelman eran un apoyo para la joven actriz en sus momentos de crisis. Asistimos a su imparable ascenso en la Comédie Française y en el Téâtre National Populaire, y a sus primeras actuaciones en el cine. Casares da sus opiniones sobre las grandes figuras de la escena francesa con las que trabaja: Jean-Louis Barrault, Jean Vilar, Gérard Philipe o Michel Bouquet, y cuenta que «Simone Signoret ha tenido un aborto. El niño estaba demasiado alto. Está ingresada, enferma y triste. He visto a Montand, muy decepcionado y deprimido». Y nos enteramos de que había en marcha un proyecto, nunca realizado, de rodar El extranjero con Jean Renoir como director. Durante la relación con Camus, ella interpretará hasta tres piezas de él: El malentendido, Estado de sitio y Los justos.
En una carta, Camus evoca el montaje de una obra de Lope de Vega que ha visto en Orán: «He visto Fuenteovejuna interpretada por el Centro Regional de Arte Dramático de Argel. Algo indescriptible. Abominablemente interpretada y montada, pero con un empuje tan terrible que el público, voceando y al rojo vivo, estuvo a punto, en el momento de la sublevación, de prenderle fuego a la sala, tan entusiasmado como estaba». Casares, por su parte, le recomienda para publicar en Gallimard, la editorial a la que él estaba vinculado, las obras de Tirso de Molina que está leyendo: «Don Gil de las calzas verdes, una comedia de intriga deliciosa de Tirso, válida para traducirla y representarla, aunque, en mi opinión, inferior a El vergonzoso de palacio».
Camus, tuberculoso, anda siempre con achaques: «Desde luego, qué lejos caen los tiempos en que podía pasarme días y noches bebiendo y comiendo. Hay que resignarse a ser un flojo». Sin embargo, en el plano intelectual se mantiene firme: «No temas nada, resistiré a la espantosa pasión que se respira en estos tiempos. No es tampoco la verdad lo que temo y la diré tranquilamente si es posible. Lo único que temo es no estar en posesión de ella o, por lo menos, engañarme. La inteligencia no es nada sin la valentía. Pero sin inteligencia, la valentía es una vileza o una frivolidad. Sí, solo temo no estar a la altura de mi tarea. Pero lo sabré cuando llegue al final de esa tarea».
La tarea se quedaría a medias porque murió en un accidente automovilístico el 4 de enero de 1960. Tenía sólo 46 años. Unos días antes le había escrito una última carta a María Casares. Sin embargo, no fue la única mujer a la que escribió desde Lourmarin, donde pasó las Navidades con su familia. Tal como cuenta Oliver Todd en su imprescindible biografía de Camus, antes del accidente escribió nada menos que a tres mujeres con las que mantenía relaciones amorosas con la intención de verlas en París. Las otras dos eran Mette Ivers, ilustradora francesa de origen danés a la que había conocido en el Café de Flore, y a la actriz francesa de familia judía tunecina Catherine Sellers. Con un aspecto físico que era una suerte de cruce entre Humphrey Bogart y Fernandel, el escritor no era un guapo de manual, pero al parecer poseía un poder de seducción imbatible.
En términos actuales, sería un partidario del poliamor. Con todo, su agitada vida sentimental era más sana que la de Sartre y Simone de Beauvoir. Los hábitos amatorios del intocable radical y la papisa feminista, consistentes en seducir y compartir a jóvenes universitarias impresionables y fácilmente manipulables, no pasarían la prueba del algodón de la moral de hoy.
En el caso de Camus, probablemente María Casares fue el gran amor de su vida, como atestigua la correspondencia que mantuvieron. Algún día habrá que plantearse cómo va a afectar el invento de los emails y los wasaps a la historia de la literatura. Ya nadie manda cartas tan largas, bien escritas, ricas en detalles y apasionadas.