A través del espejo: ¿es 'El matrimonio Arnolfini' una escena de fantasmas?
El médico Jean-Philippe Postel desarrolla una nueva y sorprendente teoría sobre el cuadro más enigmático de Jan Van Eyck, custodiado durante siglos en España
De varios de los cuadros más famosos de la historia se podría decir lo que jactanciosamente dijo James Joyce de su Ulises: que había sido concebido con tantos pliegues, tantos enigmas, como para tener entretenidos a los críticos durante cien años. En el caso de obras tan caleidoscópicas como Las meninas o la Mona Lisa estaríamos hablando no ya de cien años, sino de varias veces cien. Más aún si nos referimos a El matrimonio Arnolfini, compuesto en 1434, el más ‘viejo’ de la terna.
Ya en 1843, al ingresar en la National Gallery, el catálogo de la institución señala: «El tema de este cuadro no ha sido definido con claridad». Todo, empezando por la vida de su autor, está envuelto en misterio. A Jan Van Eyck (Maaseik, c.1390-Brujas, 1441) se le atribuyó en su tiempo la invención de la pintura al óleo. Poco se sabe de su vida, menos aún de su apariencia (quizás codificada en algunos de sus cuadros), pero sí sabemos que trabajó especialmente a expensas del duque de Borgoña, cuya casa le abonaba («mitad en Navidad, y la otra mitad por San Juan») cien libras al año, suma considerable que despertaba el celo de los contables del ducado y, por consiguiente, la defensa del mismísimo duque, que consideraba que «nunca encontraría a un hombre tan de su agrado, ni tan excelente en su arte y ciencia».
De El matrimonio Arnolfini sí conocemos los variados y variopintos avatares de su existencia, que lo emparentan directamente con nuestro país: tras un primer propietario ignoto, el cuadro pasa a manos de Diego de Guevara, mayordomo mayor de Carlos V, quien lo regala a Margarita de Austria; lo heredó María de Hungría y posteriormente el omnipotente Felipe II, que sin duda lo estimaba, pues lo colgó junto a sus favoritos en la Sala Chica del Alcázar de Madrid. Esta tabla de roble pintada al óleo (84,5 x 62,5) se salvó de milagro del incendio que asoló el viejo Alcázar matritense en 1734, pero no de las rapiñas del ejército de Napoleón. De resultas de aquel expolio, este cuadro concebido en Flandes y custodiado durante siglos en España, acabó en la National Gallery londinense, donde es posible visitarlo en la sala 56.
Hasta aquí, bien; pero ¿qué representa? ¿Estamos ante unos desposorios? ¿Está ella embarazada? ¿Es aquel señor de ricos ropajes Giovanni di Nicolao Arnolfini y esta mujer de verde su esposa Constanza Trenta? ¿Es quizás él un marido burlado, teniendo en cuenta que Arnolfo era el nombre popular con el que se conocía a los cornudos en su tiempo? ¿Es entonces un cuadro satírico? ¿O estamos quizás ante un autorretrato del mismísimo Jan Van Eyck, que incluso firma la obra con el lema: «Johannes de Eyck fuit hic», esto es, «Jan Van Eyck fue éste»? En estas preguntas se compilan las principales hipótesis históricas. La de más predicamento, que no por fuerza consenso, pasa por la representación del juramento de esponsales del rico comerciante italiano Arnolfini con su esposa.
Asegura Jean-Philippe Postel, autor de El affaire Arnolfini. Investigación sobre un cuadro de Van Eyck (Acantilado, 2023) que, como espectadores, «tratamos de entender y a la vez nada nos gusta más que no entender: una vez explicado, el truco decepciona siempre». Tal vez el secreto de la estima intersecular de los Arnolfini resida, además de en su innegable calidad técnica, en su cualidad de enigma insoluble. A pesar de ello, este médico parisino ya jubilado lleva años aplicando ojo, lupa, entendederas y hasta «métodos de observación clínica» a este lienzo. «Si nos acercamos más, veremos que todo está allí, a la vista, desde siempre», señala. Se trata de ir desbrozando el bosque de significados, cuajado en el caso del pintor flamenco, en quien, según Erwin Panofsky, no existe «ningún residuo de objetividad sin significado ni de significado sin disfraz».
Al más puro estilo holmesiano (no en balde Postel introduce una cita del célebre detective de Conan Doyle), el autor va barajando y destapando las cartas, jugando al birlibirloque con las piezas (muebles, ropajes, composición), decodificándolas. Poco a poco, nos lleva a su terreno, y nos enfrenta al espejo de apenas cinco centímetros de diámetro al fondo de la estancia de los Arnolfini. Ahí, dice Postel, advertimos que «aquello que ha pintado no tiene nada que ver con lo que creemos estar viendo». El perrito no aparece reflejado, el perfil de la mujer no se observa y la mano tendida del sujeto hacia ella no aparece. «La imposible verdad del cuadro aparece en el único objeto que no sabe mentir: el espejo. El resto es ilusión, simulacro, visión, apariencia». Hemos sido engañados.
Según el autor de esta investigación, nos encontraríamos ante un cuadro de aparecidos, de fantasmas. O, más concretamente, de un fantasma. Bueno, tal vez dos: la mujer y el perrito. Tras un minucioso y delicioso despliegue deductivo (se non è vero è ben trovato) sobre cada uno de los objetos presentes en el cuadro y en torno a los avatares conocidos de la vida del pintor y las numerosas interpretaciones de la obra, Postel colige que el presunto Arnolfini no es Arnolfini sino el mismo Jan Van Eyck y la señora del cuadro son dos señoras a la vez: su segunda esposa, Margaret, efectivamente embarazada en la fecha de composición del cuadro, y una primera esposa fallecida en trance de alumbramiento, la ‘aparecida’ a quien Van Eyck da la mano en un gesto que no vemos en el espejo y que vendría a pedir cuentas por su alma y a recordar sus protestas de fidelidad.
Así, Postel considera que este célebre cuadro es un «relato autobiográfico» y el «diario de una aparición». De ahí que Van Eyck, como ya indicamos, firmara no con el clásico fecit sino Johannes de Eyck fuit hic, ‘fue éste’ o ‘estuvo aquí’. «El doble sentido es el motor del cuadro, lo que le confiere su maravillosa y paradójica unidad», señala el autor. El lienzo opera en dos planos: real y fantasmal. De manera que donde un espectador del común sólo ve un matrimonio, el autor y los pocos avisados pueden interpretar toda una escena mágica. Cosa que se apoya, además de en lo que revela el espejo, en la disposición y significado de cada uno de los elementos del cuadro y en unos versos de Ovidio sobre las promesas de amor que en su día figuraron en el marco, hoy desaparecido. La investigación de Postel no cierra ni mucho menos la cuestión. Antes bien, la reabre y amplía. Pero, más que como sumario y sentencia final, El affaire Arnolfini, escrito con sencillez y elegancia, sirve al aficionado para familiarizarse con los conceptos de un cuadro tan conocido y a la vez tan desconocido. Postel invita a ejercitar la atención, a acercar la lupa y ponernos en las botas (o los zuecos) de un espectador del siglo XV.