'Succession' y los últimos magnates
La serie, cuya cuarta temporada se acabó de emitir hace unos días, relata las luchas cainitas de los grandes grupos de comunicación para controlar los medios
Las series tienen la virtud de contarnos la actualidad casi en tiempo real. El cine necesita mucho más tiempo para darnos su visión de los acontecimientos. En un ejercicio inusitado de agilidad, Todos los hombres del presidente (Alan J. Pakula, 1976) llegó a las salas sólo dos años después de que la dimisión de Richard Nixon pusiera el The End al caso Watergate. O, más recientemente, Spotlight (Tom McCarthy, 2015) tardó trece años en relatar la investigación del Boston Globe, desvelando que la Iglesia de Massachusetts había ocultado el considerable número de abusos sexuales cometidos por sacerdotes de su diócesis.
La serie Succession, cuya cuarta temporada se acabó de emitir hace unos días, nos ha contado, prácticamente en directo, las luchas cainitas dentro de los grandes grupos de comunicación, para controlar los medios. En este caso, las maniobras de los herederos del anciano magnate Logan Roy para suceder a su padre al frente de un emporio propietario de un influyente canal de televisión.
Es cierto que se trata de una ficción. La familia Roy nunca existió más que en la mente de sus creadores. Sin embargo, el propio autor de la serie, Jesse Armstrong, ha reconocido que se inspiró en clanes mediáticos reales para dar vida a los Roy. «Investigamos mucho para Succession -llegó a declarar en una entrevista–. Pensamos en muchas familias famosas de los medios».
Si hay un personaje real que, al ver la serie, de continuo se viene a la mente ese es Rupert Murdoch. Si hay un conglomerado mediático que nos evoca la ficticia Waystar Royco es la real News Corporation. Y si hay una cadena de televisión que nos recuerda a la ficticia ATN esa es Fox News.
A sus 92 años, Rupert Murdoch, al igual que Logan Roy, lleva mucho tiempo devanándose los sesos sobre cuál de sus dos hijos, James o Lachlan, es el más adecuado para pilotar su imperio mediático cuando él no esté. La descarnada relación del padre con los hijos y de los hermanos entre sí no se ha limitado a la intimidad familiar, sino que con mucha frecuencia ha sido aireada por los medios de la competencia.
Basten dos ejemplos reales. James Murdoch impulsó la venta a Disney de los estudios de Fox en contra de la voluntad de su hermano, quien quería mantener esa parte del negocio. Lachlan Murdoch se alineó con su padre al mantener en la Fox una línea editorial dura a favor de Donald Trump, contra el criterio de James Murdoch, que presentó su dimisión por disentir de la deriva derechista de la Fox. Eso mismo se puede ver en Succession, interpretado por actores profesionales.
«Los herederos, carentes de la fortaleza de sus predecesores y demasiado pueriles para competir con los nuevos gurús, están condenados al fracaso»
Los Murdoch son la referencia más evidente. Pero hay más. En la serie, también pueden detectarse aspectos de la familia Hearst -a cuyo fundador retrató Orson Welles en su Ciudadano Kane (1941)-, hoy propietaria del San Francisco Chronicle, la revista Esquire y las cadenas de televisión ESPN y A+E. Avatares del multimillonario trumpista Robert Mercer, quien, con su hija Rebekah, es uno de los principales inversores del controvertido portal derechista Breitbart. Incluso hay quien ha visto en el clan de los Roy reflejos de los Sulzberger, la familia propietaria del The New York Times.
La serie contiene momentos en los que vemos a Roy en actitudes muy propias de Murdoch. Quizá uno de los más significativos sea la visita a la redacción de su canal de televisión. Subido a un estrado improvisado a base de paquetes de folios, arenga a sus periodistas, como si fueran hordas aclamando al caudillo que les está pidiendo que se dejen la vida por el canal. O cuando se asoma al hombro de un redactor para controlar lo que está haciendo y grita: «¡Un correo electrónico! Por favor, no se agote».
No se trata solo de una caricatura de un viejo magnate intentando ganar dinero en un sector en plena crisis de identidad. Es también un reflejo de la época azarosa que viven los medios en busca de caladeros, en la que los herederos se debaten entre el legado de su padre o imitar la extravagancia, pretendidamente creativa, de los nuevos monstruos tecnológicos. Podemos verlos cuando aportan sus disparatadas ocurrencias, como el proyecto «Hundred», que consiste en que «los principales expertos del mundo brindan el conocimiento más valioso de la humanidad en paquetes hechos a medida y del tamaño de un bocado». O cuando uno de ellos se dirige a los accionistas, en un espectáculo al estilo Steve Jobs, para que apoyen una estrambótica idea que supuestamente duplicará los beneficios.
Los herederos, carentes de la fortaleza de sus predecesores y demasiado pueriles para competir con los nuevos gurús, están condenados al fracaso. Acabarán siendo devorados por una nueva estirpe de grandes empresarios, representados aquí por un excéntrico multimillonario sueco. El inversor pretende hacerse con la cadena de noticias de la familia Roy y aplicar nuevas tácticas a los medios, «al estilo IKEA», según sus propias palabras. Es un tipo que viste sudadera con capucha y camisetas con eslóganes ofensivos y calza deportivas último modelo. Fuma hierba. Suelta continuos exabruptos en Twitter. Se mofa de los viejos y rancios ejecutivos. Y para él los medios no son más que un nuevo juguete con el que divertirse.
Succession es una sátira agria sobre los últimos magnates, pero también sobre quienes los van a sustituir. Esos personajes que dicen saber lo que quieren las audiencias de hoy en día, pero que, en el fondo, tras sus extravagancias, sólo hay humo y una repetición de las mismas frivolidades de los viejos tycoons a los que tanto desprecian.
Un panorama desolador para los periodistas, sin duda. Si prefieren una serie menos amarga, siempre les quedará la más optimista The Daily Alaska. Aquí los periodistas son los protagonistas y, aunque no oculta las precariedades de la profesión, los presenta como honrados resistentes que casi siempre ganan sus batallas cotidianas. ¿El secreto? Más sencillo que el de IKEA: periodismo de calidad.