'Días de llamas', el odio y el caos de la guerra
La editorial Malas Tierras rescata la novela del escritor salmantino Juan Iturralde, seudónimo de José María Pérez Prat, originalmente publicada en el año 1979
No puede afirmarse que la calidad de la literatura española haya bajado durante las últimas décadas, pero sí que la variedad y la expresividad del español literario han disminuido. Solo hay que comparar el campo semántico de novelas como esta, o las del boom, con el promedio de nuestra literatura actual. Todo es más claro ahora, más accesible, y eso resulta positivo pero también más pobre. Novelas como Días de llamas parecen, incluso, escritas en una lengua olvidada, más compleja y rica.
El auténtico nombre de Juan Iturralde era José María Pérez Prat. Nació en una familia de clase media, similar a la del protagonista de Días de llamas, en 1917 y, como su protagonista, estudió derecho, aunque no fuera juez y sí abogado del Estado. No olvidemos que en narrativa todo es biografía más o menos simulada. Su obra literaria restante es escasa y está –no sé si con justicia o injusticia– olvidada. Desde su lejana publicación Días de llamas ha contado con incondicionales, que la han considerado como una de las grandes novelas sobre la Guerra Civil, si no la mejor. Tras cierto tiempo descatalogada, la editorial Malas Tierras la vuelve a colocar sobre las mesas de las librerías.
Transcurre en Madrid durante los primeros días de la Guerra Civil. El protagonista es Tomás Labayen, un juez moderado, perteneciente a una familia burguesa y militar, que es detenido y aguarda su destino en la cárcel. Forma parte de esa tercera España que ha recibido desde hace siglos golpes por todos lados. Los fusilamientos no descansan y el gobierno de la República intenta detenerlos bajo la ley para mantener su prestigio internacional. De hecho el propio protagonista ha sido nombrado juez de un tribunal especial, creado para controlar los desmanes. Sin embargo, no es buen tiempo para el equilibrio. Los milicianos están desatados y todos los suyos están siendo detenidos.
Escrita durante los años 60, Días de llamas fue publicada por primera vez en 1979. Pese a las décadas transcurridas está elaborada a través del recuerdo directo porque el autor vivió la guerra. Sin embargo, no parece escrita mediante la memoria, y menos mediante una memoria tan lejana. No hay imprecisión, ni dudas, ni lagunas sino una presencia real, consciente, total. Ahí reside, posiblemente, su mayor mérito: en la inmediatez. Sus reflexiones, pronunciadas desde ese lugar imposible en el que está situado, son sobrecogedoras: «No se conformarían con los saqueos, ni con las matanzas del Cuartel de Montaña, porque se mascaba y se respiraba el odio, que surgía ahora pero que existía desde muchos años atrás y que era una acusación irrefutable, un enorme chancro que habíamos intentado curar con aspirinas y compresas calientes».
Su dura crítica al descontrol absoluto que ocurrió en el frente de la república supone una ruptura de los esquemas tradicionales, que dan por hecho el apoyo ciego a la causa por parte de los intelectuales. Por supuesto también se exponen, aunque de manera indirecta, los crímenes del otro bando. Gracias a la paradoja contemplamos la contradicción de un hombre que, con casi total seguridad, será fusilado por los suyos y también su grandeza porque, pese a tal situación, no pierde su objetividad. La tensión descansa sobre cuándo ocurrirá la ejecución, si habrá un indulto, si las fuerzas más centradas de la república conseguirán controlar el caos. Sorprende que un autor tan poco experto como Iturralde –Días de llamas es su única novela larga– domine con tanta habilidad la tensión narrativa, los apoyos y los obstáculos al propósito final del protagonista, que no es otro que liberarse de un fusilamiento que parece irremediable. Además al llevarnos con tanta intensidad al frente y escoger una primera persona, cuyo punto de partida es el cautiverio del protagonista, se establece un sutil suspense. Nosotros, como lectores, sabemos cómo terminó la guerra pero el protagonista no. Intentamos cuidarle, pero la cuarta pared se interpone.
La serenidad del narrador también contribuye a la precisión de las descripciones, que inciden en un objetivismo que encaja muy bien con el cine de la época, tanto con el primer Saura como con las mejores películas de Juan Antonio Bardem. Demuestra un poder visual asombroso, que combina con un trabajado lenguaje oral: Más camiones y todos al balcón; había poca luz y no habían encendido las farolas, mi madre nos empujaba desplazándose a lo largo del balcón, diciendo que no lo veía, que no lo veía, y los camiones pasaban hacia la cárcel, manchas de color caqui y el brillo de los tricornios de dos guardias civiles que iban sentados en el techo de cada cabina. Es especialmente meritoria la manera en que aparecen hechos históricos, envueltos en la niebla de esas llamas, como la toma del cuartel de la montaña o el asalto al Alcázar de Toledo. Aún no sabe sus repercusiones. Más que a Arturo Barea recuerda a Juan Eduardo Zúñiga.
Tanto en Días de llamas como en Capital de la gloria no vemos a la ciudad destrozada por las bombas, más bien paseamos por ella, como si la contempláramos mediante realidad virtual. En ambas sentimos el mismo miedo a la muerte, un temor aún más real por la calma del narrador. Vemos la contienda sin un plano general, nos sitúan en mitad del caos cuando, además, no había internet, ni siquiera televisión y las noticias se propagaban mediante las pocas radios y periódicos que existían y, sobre todo, los rumores. Es una guerra, además, distinta, porque el enemigo puede ser tu vecino o tu hermano. Los milicianos que amenazan a Labayen hablan su misma lengua y no se diferencian en su mirada sobre España –ni siquiera la tienen- sino en rencores infinitos. Días de llamas no es una novela fácil. Se encuentra un paso antes de la experimentación, en el límite del monólogo interior. Está cerca del lugar donde se ubica la escasa obra de Luis Martín Santos. Sin embargo, si comparamos con Tiempo de silencio, hay en Días de llamas mucha más conciencia de la existencia del lector y un trabajo mayor de fluidez y de comprensión. Nos encontramos, concluyendo, ante una novela espléndida sobre la guerra, sobre cualquier guerra. Si un lector, cualquier lector quiere saber cómo se sienten los ucranianos, qué piensan cuando las bombas caen sobre sus casas, que lea Días de llamas.