'Beau tiene miedo' y 'Asteroid City': un cine distinto y difícil de ver en la era de la distracción
Ambas películas, ahora en diferentes servicios de streaming, requieren de un esfuerzo ímprobo para no cambiar de opción
Para que sea transparente este texto, debo advertir al lector que, como muchos consumidores audiovisuales, disfruto del cine que hace Wes Anderson pero, con Ari Aster, no tengo una opinión formada. Del primero me marcó Los Tenenbaum, esa deliciosa y anárquica comedia, probablemente la menos pretenciosa del realizador. Del segundo reconozco su talento para generar atmósferas inquietantes, sobresaliendo lo conseguido en Hereditary.
Por casualidad, los dos directores estrenan —tras su paso por el cine — en los servicios de streaming dos películas que han generado mucha bulla y que por lo tanto seguramente serán parte del menú de cualquier usuario: Beau tiene miedo, protagonizada por Joaquin Phoenix y Asteroid City, que reúne a un montón de nombres rutilantes, lo que promoverá aún más su consumo. Sin embargo, es bastante probable que el espectador desprevenido abandone rápidamente ambos títulos si no tiene pistas de lo que está por ver.
Tanto Beau tiene miedo como Asteroid City son películas que exceden lo críptico. Darle un sentido no solo es complejo y agotador, sino innecesario. Se suele recurrir al cliché de «la obra más personal» para referirse a una producción regularmente inentendible que suele satisfacer a los propios creadores antes que a la audiencia. No obstante, en este caso, el lugar común tiene respaldo.
Anderson y Aster elaboran discursos echando mano del metalenguaje sin ninguna otra intención que proyectar lo que les parece debe ser consumido sin chistar. Si usted tiene una queja, deposítela en una caja y no espere respuesta.
El arte de la reiteración
Estamos frente a la vieja discusión de si el arte debe explicarse. Después de todo, quién puede negar la belleza y profundidad de un Picasso o la trascendencia de un Pollock. Esto por citar sólo dos nombres conocidos. Ahora bien, la pintura tiene un espacio concreto, que obliga al ojo a concienciarse. Es decir, el museo condiciona al visitante y al mismo tiempo le provee de información para que tenga contexto del artista. ¿Qué pasa cuando una obra es exhibida fuera de ese espacio? ¿El público le daría la misma valoración si se la encontrara en, pongamos, la casa del vecino?
Las dos películas que citamos en este trabajo están hechas para verse —imposible decir disfrutarse— en el cine. Primero porque implica una decisión de comprar una entrada, lo que en teoría significaría cierto conocimiento del director que la ha rodado (el contexto del que hablamos arriba). Además, las salas obligan a una mayor concentración que no existe en la comodidad de la casa. Recuerde, por ejemplo, cuántas veces revisa el móvil mientras ve algo en la televisión. O las veces que pausa con el control para ir al baño o abrir el refrigerador en un ataque de ansiedad.
Pero hay más: la propia escritura de Beau tiene miedo exige una implicación en el viaje del personaje que fácilmente se perderá si cedes ante cualquier interrupción. Eso lo convierte en un agotador acompañamiento. Otro tanto sucede con Asteroid City, que entre encuadres simétricos y relatos dentro de relatos (teatro y cine conviven en la película), personajes entran y salen como monedas de tragaperras.
Anderson desecha la idea de que menos es más y saca estrellas como Willem Defoe, Margot Robbie, Tilda Swinton o Matt Dillon debajo de las piedras para articular dos o tres palabras. La cinta se va convirtiendo en una suma de obsesiones conocidas, como la incomunicación, las relaciones frustradas y la ausencia paternal. Es cansino, sí, aunque el largometraje es fotografiado con la acostumbrada belleza que abruma. Paradójicamente, es menos complejo que su anterior trabajo, La crónica francesa (2021). Sin embargo, si se suman ambos, se concluye que el director está más preocupado por decir, que en conversar. Conversar significa tener en cuenta al otro, en este caso al espectador.
Aster, que aún no tiene el recorrido de Anderson, lleva su discurso a un nivel de repetición que irrita. En determinado punto, es normal que el público se pregunte si le están tomando el pelo. Eso sí, concentra la acción en Phoenix (Beau), un personaje que tiene todos los componentes para convertirse en Norman Bates (Psicosis). Sin embargo, por escritura del guion, termina subyugado por una madre manipuladora, que lleva la comunicación pasivo-agresiva a un nivel que ya quisiera haber firmado el maestro de la propaganda nazi, Joseph Goebbels.
Por supuesto, no descarto que pudiera equivocarme y el público que usa los servicios de streaming pudieran encontrarle mayor encanto a estas dos películas. Aún recuerdo que la primera vez que vi Nosferatu, el vampiro, lo hice en un pequeño televisor portátil que mi padre había comprado hace años y lo habían abandonado como una curiosidad. Eso me permitía ver obras en ciclos de cine que transmitía un canal del Estado. El aparato presentaba un encuadre muy pequeño en el que se perdía la belleza expresionista que la obra de F. W. Mureau ofrecía. Sin embargo, no tengo dudas de que este clásico del terror influyó en mi cinefilia y obviamente en que hoy me gane la vida escribiendo estas líneas. Así de subjetivo y trascendente puede ser una creación audiovisual, por más caprichosos que sean los autores.