Jardines, el diálogo invisible entre arte y naturaleza
THE OBJECTIVE conversa con Marta Llorente, autora de ‘Entre naturaleza y arquitectura. El remanso del jardín’
Marta Llorente (Gerona, 1957) es arquitecta y profesora de Composición en la Escuela Superior de Arquitectura de Barcelona, donde también imparte cursos de Teoría de la Arquitectura y de las Artes y ha creado la asignatura de Antropología de la Ciudad. En 2015 publicó La ciudad: huellas en el espacio habitado y ahora acaba de aparecer Entre naturaleza y arquitectura. El remanso del jardín (ambos publicados por Acantilado) dedicado a los jardines, su relación con la arquitectura y su presencia en la pintura y en la literatura. THE OBJECTIVE ha conversado con ella.
PREGUNTA.- Existen referencias a jardines desde las primeras civilizaciones, por ejemplo los jardines colgantes de Babilonia. ¿Por qué el ser humano ha tenido desde siempre este empeño en construir jardines?
RESPUESTA.- Los jardines colgantes de Babilonia crearon una leyenda que, en todo caso, funde en la larga memoria de los siglos distintas imágenes de jardines, huertos, lugares rescatados a la sequía por la técnica capaz de convertirlos en fértiles, en aquella región del mundo. No existe un lugar que la arqueología pueda identificar claramente con los que llevan este nombre que roza el mito. La memoria ha guardado la admiración por el poder de una técnica capaz de crear fertilidad en lugares áridos. En el pasado, es justamente ese esfuerzo por hacer fértil la tierra lo que da lugar al jardín. La belleza que lo envuelve deriva también del orgullo de controlar con acierto los procesos naturales. La belleza del jardín es un don que nos ha regalado ese esfuerzo constante y tenaz.
P.- ¿Qué es lo que marca los diferentes tipos de jardín, la cultura, el clima, la disponibilidad o no de agua?
R.- Los jardines son creaciones de la cultura; pero el clima, la tierra, el agua, son sus condiciones. Hay una paleta infinita de posibilidades para el jardín: en cada jardín se establece un diálogo distinto entre las condiciones propias del lugar geográfico y la imagen que buscan el arte y la arquitectura. En la historia de los jardines ha dominado la voluntad de oposición a estas condiciones que impone el lugar. Han sido espacios de tensión entre la naturaleza y el arte. En el presente, los jardines han de responder al lugar que ocupan de otro modo: han de saber escuchar la voluntad de la naturaleza, no deberían violentarla, sino escucharla y contribuir a su cuidado.
P.- El Edén bíblico también era un jardín. ¿Los jardines son nostalgia de ese paraíso perdido?
R.- No estoy segura de que sintamos nostalgia verdadera de ese Edén lleno de prohibiciones y condiciones, vigilados por el ojo implacable de Yahvé. Este relato del Edén aparece en segundo lugar en el libro del Génesis, sigue a otro relato distinto de la creación, ambos no dicen lo mismo. Prefiero la imagen de la tierra emergiendo de la creación en el primer relato: se ve abrir un mundo fértil, donde la hierba y los frutos son el alimento compartido por todos los seres vivos, vale la pena leerlo. Esa imagen de pura belleza, engloba toda la tierra, no hay un lugar privilegiado y nadie recibe ninguna de las terribles maldiciones que escuchamos en el pasaje que narra la expulsión del Edén. El primer relato del Génesis permite que todos podamos decir, como en el verso de William Carlos Williams que cito en el libro: «El mundo entero fue mi jardín».
Es verdad que, en la historia de la cultura, ha tenido mucho poder la imagen trágica de esa expulsión de un lugar de fertilidad y placer. Este signo negativo acaso puede significar la conciencia de nuestra especie de haber emprendido una separación de la naturaleza. Pero esta conciencia de escisión de la naturaleza surge tarde: es fruto del Romanticismo, y la ha cultivado la tradición literaria de un modo muy particular.
P.- ¿Diseñar jardines es hacer arquitectura viva con la naturaleza, domesticarla?
R.- El jardín es arquitectura. Toda la arquitectura trabaja con materiales que son fruto de la naturaleza, aunque elaborados a través de procesos a veces muy complejos. Todos estos materiales deberían ser devueltos a la naturaleza algún día, porque le pertenecen, y es ahora cuando más falta hace tener en cuenta la necesidad de este regreso, aunque parezca muy difícil. La arquitectura debe dialogar con la naturaleza, pero no es naturaleza, sino cultura.
El jardín no es naturaleza. En su ámbito, la naturaleza está manipulada y transformada, en este sentido es un «simulacro» o un espejismo de naturaleza. En los jardines, se organiza un paisaje artificial con materiales vivos, como las plantas, los árboles, el agua, la tierra, la piedra. Hemos hecho habitables los jardines, para ocuparlos, junto a otros seres vivos, incluyendo también a los animales, adecuarlos a nuestros deseos y a nuestra sensibilidad, a la imagen de la naturaleza apaciguada por nuestra propia voluntad. Como si temiéramos enfrentarnos a la fuerza de la naturaleza, a su poder, a su voluntad.
Pero la fuerza de la naturaleza terminará recuperando todo lo que hemos construido, porque su poder es muy superior a nuestro intento de domesticarla. Y antes que nada recuperará los espacios del jardín, donde más condiciones de hacerlo tiene.
Los jardines del mundo contemporáneo, desde la era industrial, son espejos de una naturaleza que sentimos ya muy alejada, y que abrimos en territorios densamente construidos, como las ciudades, para paliar los efectos de esa hiperconstrucción. Son remansos para este mundo de dominio de lo artificial. Esta dimensión del jardín es nueva.
«Los jardines desde la era industrial son espejos de una naturaleza que sentimos ya muy alejada»
La historia del jardín va alternando estos alejamientos de la naturaleza y sus momentos de búsqueda de su cercanía. Hoy recorremos un tramo final de este camino, y creamos jardines que son como reservas, para volver a sentir la proximidad de esa naturaleza tan esquiva.
P.- Uno de los temas que aborda en el libro es la presencia de los jardines en la literatura y la pintura.
R.- Mi libro recorre jardines que la literatura y el arte han creado, y que a veces son más poderosos que los que encontramos en la realidad. Y busca también comprender el reflejo de los jardines reales en las representaciones del arte. Habitamos en esos lugares que han abierto los poemas, los relatos, el arte de la pintura. Entramos y salimos, vagabundeamos entre una realidad tangible y los lugares que ha creado la imaginación. Es el poder de la cultura desde los orígenes remotos, no ha hecho falta la realidad virtual de la que tanto hablamos, el arte y los artistas han buscado la creación de espacios imaginarios desde sus primeros pasos. Quien escribe, quien pinta, espera compartir esos lugares de su creación y, al mismo tiempo, deja que las imágenes de los lugares reales revivan en sus obras. Hay un circuito que va de lo real a lo imaginario y que es el principal alimento del arte. Yo suelo recorrer los espacios imaginarios del arte y de la literatura porque explican muchas veces mejor nuestro modo de comprender el mundo.
P.- Algunos jardines tienen un importante componente simbólico. De poder, por ejemplo en el caso de Versalles, o esotérico, como el de la Quinta Regaleira en Sintra.
R.- El pensamiento simbólico también forma parte de nuestro modo de comprender el mundo. Permite la sustitución de ideas o conceptos inasibles —o secretos— por presencias reales. Hay muchos jardines que se han convertido en tableros de juego de esos símbolos y presencias, en libros que se escriben sobre la extensión de su recinto. Esta forma de escritura de símbolos sobre la realidad aparente no es exclusiva de los jardines, sino que está presente en todas las creaciones del arte.
La simbología del jardín puede haber existido desde el principio de los tiempos, pero se comprende mejor a partir de los jardines literarios medievales, como en El Roman de la Rose, y se expresa con fuerza en muchas obras del Renacimiento, que recurrió a los símbolos de una manera erudita (citando los mitos grecorromanos), creativa (inventando juegos de sentido), o críptica (aludiendo a signos secretos o esotéricos), como en Bomarzo. También se utilizaron símbolos políticos, como en la Villa d’Este. Con el tiempo, esos símbolos se convierten en pautas que obedecen a una tradición, aunque ya nadie crea en ellos: sobreviven como mecanismos de referencia histórica.
Creo que, en los jardines del barroco, como en Versalles, ya los símbolos son simples ejercicios de erudición para subrayar la pompa de un poder terrenal y competir con los jardines del pasado, tratando de superarlos. El poder de los reyes y de los primeros Estados modernos se mira en la opulencia de esos símbolos y referencias de un modo mucho más explícito. Ya en el mundo contemporáneo veremos aparecer caprichos y referencias aparentemente encriptadas en jardines que marcan con ellos sus itinerarios, son entonces relatos y narraciones que miran hacia el pasado y tratan de atrapar la curiosidad y la atención de los visitantes, como creo que ocurre en Sintra.
P.- El parque de El Retiro en Madrid, que empieza siendo un bien privado de la monarquía y a partir de Carlos III se abre a los ciudadanos. ¿Qué significa este cambio de uso?
R.- Significa una justa devolución al pueblo de sus derechos; una necesaria democratización de los recursos, una entrega a manos de la gente de las reservas que habían destinado las cortes reales para su exclusivo uso y disfrute. Pero este gesto, en 1767, es muy tímido, empieza por una apertura parcial, en verano y en otoño, va acompañado por una idea del poder ilustrado que acepta los nuevos principios del conocimiento científico. Significa confianza en la ciencia, en la botánica, en los conocimientos acerca de la salud; significa asumir la necesidad de los seres humanos de pasear por lugares ventilados, abiertos a la luz y en compañía de los seres vivos, de las plantas, de los árboles, cerca del agua. Pero no fue una cesión completa: sólo al mediar el siglo XIX, en el umbral de nuestra época, los jardines del Retiro se han considerado definitivamente un derecho y un recurso necesario para el placer y el bienestar de la ciudad de Madrid.
P.- Dos escuelas: jardín inglés frente a jardín francés. ¿Qué representa cada una?
R.- La historia del jardín ha dejado este par de aparentes opuestos para diferenciar los jardines más artificiosos, que parecen oponerse a la misma naturaleza (franceses), de los que empiezan a divulgarse en Inglaterra, en la época de la Ilustración, y que van creando una relación especular con la naturaleza, como si la superaran incluso, al querer imitarla. Estos jardines ganan la partida de la historia, se apoderan del gusto romántico y siguen transformando la naturaleza, como si quisieran corregirla y aplacar su fuerza destructiva, pero venerando su belleza. Estos jardines (ingleses) crean los paisajes más equívocos, donde la naturaleza se copia a sí misma. Pero en ambas formas, en los jardines franceses y en los ingleses ha seguido y sigue rigiendo el artificio.
Más allá de las realizaciones de reyes y nobles, los jardines privados, pequeños reinos vegetales que rodean las casas en las periferias urbanas o en lugares vacacionales, parecen oscilar entre estas dos formas de adecuar la naturaleza, como si hubieran quedado atrapados por la fascinación de estos modelos, que sin embargo, han de superarse.
P.- Y después están los jardines italianos del Renacimiento, que son el reino de la fantasía, como el jardín de los monstruos o bosque sagrado de Bomarzo.
R.- Bomarzo es un lugar que nos intriga y complace especialmente hoy, pero fue un jardín secreto, reservado, y acabó abandonado durante mucho tiempo. Lo ha revivido en buena parte la literatura, con la novela de Mujica Lainez, que ha indagado en la figura excéntrica de su creador, Vicino Orsini, y en el misterio de sus caprichosas esculturas de piedra, realizadas sobre las rocas volcánicas del lugar. Yo he vuelto a recorrer Bomarzo y otros jardines que se crearon en los dominios de los Medici, o el jardín del agua de la Villa d’Este, que se encuentra cerca de los que rodearon el palacio del emperador Adriano: son lugares en los que la imaginación y las técnicas hidráulicas, o la mitología recuperada de la cultura de la Antigüedad, han dado de sí un arco de creaciones infinito, que seguramente ha pesado sobre toda la historia futura de los jardines como modelo e inspiración. Son fruto de una cultura extremadamente refinada, hedonista, erudita, con miradas continuas al pasado clásico y a los mitos y conocimientos que se iban rescatando de la Antigüedad. Son como libros abiertos. Ahora nos pertenecen como lugares de nuestra cultura, pero ya no seguimos sus pasos, ya no son de nuestra época.
«Los jardines en Oriente indican mayor espiritualidad, surgen de prácticas religiosas»
P.- En las antípodas, el jardín japonés, piedras y arena, ¿es la quintaesencia del jardín? ¿El minimalismo de la jardinería?
R.- Las culturas orientales del jardín, que también son muy diversas, desde sus orígenes en la antigua China, hasta las más recientes versiones que vemos en Japón, parecen vinculadas de modo más sutil y abstracto al uso de símbolos y ceremonias. Creo que, desde una cultura como la nuestra, que es distante a estas tradiciones orientales, los jardines en Oriente indican mayor espiritualidad, surgen de prácticas religiosas, de rituales, donde cada gesto está contenido y remite a una significado trascendente y estético al mismo tiempo. Deberíamos ser iniciados en estas creencias para comprender bien sus jardines, muchos de ellos aún vedados a nuestra presencia, en monasterios y recintos alejados del turismo. No creo que puedan imitarse o establecerse como modelo para nuestra cultura. Como todas las creaciones del arte, es difícil separar su forma de su significado, de su sentido más profundo. El minimalismo ha sido una cumbre del arte en la cultura occidental, un proceso de renuncia ante una historia llena de excesos formales, propio del siglo XX. Creo que en Oriente la contención y la reserva son formas ancestrales en las que se manifiesta su cultura milenaria mucho más continua que la nuestra.
P.- Otro tipo de jardín es el patio interior, por ejemplo, los de La Alhambra o los claustros de los monasterios. ¿Su razón de ser es puramente práctica o hay algo más en esta decisión de construir un jardín oculto a las miradas?
R.- Hay en los patios un genoma del jardín, vuelto hacia la intimidad de la casa. Los patios son originales de todas las culturas del Mediterráneo, especialmente recreados en las casas de la antigua Roma, como vemos en las que se han conservado en Pompeya a las que me refiero en el libro. Son fruto de las necesidades del clima y de las que impone una cultura especialmente centrada en la casa como santuario familiar, protegida por los dioses lares. Ambas condiciones se unen para formar el patio que ha llegado a nuestras casas y ciudades, y que ha sido mantenido también en la cultura árabe hispánica, como en La Alhambra que monumentaliza los patios en el interior de los palacios nazaríes.
El patio está presente en las casas y en la literatura, porque es un espacio muy común en nuestra cultura. Por eso también sigo la memoria del patio en los poemas en prosa de Luis Cernuda, en los relatos breves de Julio Cortázar, o en las memorias de infancia de Fatema Mernissi en su casa de Fez, donde los patios y las terrazas contraponen sus atmósferas y resumen la relación de la casa con el mundo.
P.- Un tipo de jardín interior diferente son los invernaderos que proliferaron en los parques europeos. ¿A partir de cuándo y por qué?
R.- Los invernaderos aparecen como burbujas funcionales para acoger plantas que proceden de otros climas. Los primeros invernaderos fueron las orangeries, que en los países del norte de Europa dan cobijo a los cítricos. Con la llegada a Europa de plantas, frutos y flores de América, como la piña o algunas palmeras, se empiezan a construir invernaderos mejor climatizados, iluminados, de mayor dimensión, como el Palm House de Kew Gardens, del que comento su singular estructura de acero y vidrio en el libro. La unión de estos procesos, la construcción de estructuras diáfanas que permiten la entrada de la luz y los conocimientos botánicos para el cultivo de plantas exóticas da lugar a una de las construcciones más originales que pueblan los jardines. A veces encontramos invernaderos en versiones domésticas, que han dejado huella en la literatura, en el arte y en el cine. Y, en miniatura, muchas casas abren pequeñas burbujas detrás de los cristales para poner plantas y flores, como las orquídeas o las kentias, en todas las épocas del año. La aclimatación de plantas exóticas forma parte de las fantasías de un mundo global como el nuestro. Llevamos dentro una pasión por el invernadero.
«La ciudad ha de ser del servicio público de transporte y de los que caminan»
P.- Si hablamos de las grandes ciudades y sus pulmones verdes, desde El Retiro a Central Park, ¿su existencia indica que siempre se ha tenido en cuenta en la planificación urbana la necesidad de preservar el contacto con la naturaleza?
R.- Sólo las ciudades densas de la época industrial crearon un urbanismo planificador, técnico y metódico en el que los jardines recibieron el papel definitivo de «pulmones verdes» y la finalidad de paliar dentro de lo posible las consecuencias de la industrialización y del crecimiento urbano en nuestra salud. Esa es la historia real de los parques urbanos. Antes, durante milenios de historia de asentamientos humanos regulares por parte de la especie humana se cultivaron jardines, cuya idea estaba vinculada a la religión, al placer, a la contemplación artística y, muchas veces, fueron sobre todo creaciones del poder y para el poder y poco abiertas a una sociedad plural.
P.- Como arquitecta, ¿hacia dónde cree que va el futuro de las ciudades? ¿Qué opina de esta suerte de guerra entre automovilistas, ciclistas y peatones?
R.- No es fácil en el presente denominar muchas de las aglomeraciones urbanas con esta antigua palabra: «ciudad». Yo sigo defendiendo su uso en el lenguaje, porque cada ciudad indica un lugar que fue fundado, que recibió un nombre propio, que creó su propia historia y su modo de ser entre otros lugares… Pero estas ciudades que fueron antiguas se han escapado de sus límites territoriales y por eso incumplen continuamente las necesidades sociales, ambientales, y expulsan de sus centros privilegiados a quienes no pueden tener acceso a las mejores condiciones. La ciudad se puede convertir en un infierno: por la degradación ambiental, de las formas de vida, violentas, con escasez de hábitat y mucho más de espacios comunes, con bolsas de pobreza… esa ciudad puede llegar a ser un fracaso de la humanidad. Los procesos que la degradan quedan desatendidos porque apenas diferenciamos las necesidades inmediatas de sus consecuencias. El tráfico es uno de esos procesos que se han apropiado de la ciudad y que tiene consecuencias negativas en el bienestar colectivo: parece favorecer nuestra comodidad, pero en realidad destruye nuestra calidad de vida.
Dicho esto, como arquitecta, estoy convencida de que hay que afrontar los problemas con decisión y valentía y conseguir hacer habitables estas viejas estructuras que aún llamamos ciudades y que, en Europa, son ya milenarias. Nuestro tiempo es de transición, apenas hemos iniciado un camino convencido hacia los cambios necesarios: no tomamos aún decisiones más valientes y con visión de futuro, sino que introducimos pequeños parches y remiendos en una situación que está al borde del colapso. Urge limitar en principio, radicalmente, los coches, por el ruido, la contaminación y la violencia contra los cuerpos de los ciudadanos que, sin darnos cuenta, ejercen estas máquinas en las calles y vías públicas, el futuro de la ciudad será sin vehículos privados, ni siquiera eléctricos —cuya tecnología no puede ya ampliarse y que será sustituida por otras formas de energía—. Y no podemos entregar tampoco las vías a los ciclistas y patinetes, sin un proceso de educación viaria estricta, porque ejercen violencia sobre los peatones. La ciudad ha de ser del servicio público de transporte y de los que caminan, con esa antiquísima forma de bienestar y de salud que comporta el caminar (lean a Rebeca Solnit). Hay que vigilar toda forma de privatización de los espacios públicos, devolverles paz y confianza, limitar también los miles de bares que ocupan y ensucian la vía pública, y si es posible, crear más espacios verdes silenciosos y tranquilos….
P.- Para finalizar: dígame sus tres jardines favoritos.
R.- Hay jardines espectaculares y brillantes, jardines del pasado, como los de la Villa Adriana, o esos jardines del Renacimiento, o el inmenso recinto de Central Park, en Nueva York, por lo que significa su proyecto, con todas sus luces y sombras. Algunos jardines botánicos son para mí memorables, como el de Palermo, poco conocido. Pero si tengo que escoger, yo prefiero los jardines que puedo convertir en cotidianos, los que he tenido cerca, porque puedo recordar su silencio o su vitalidad, porque los he incorporado a mi memoria, porque he sentido en ellos el alivio de una vida que casi toda transcurre en espacios cerrados.
Por eso, me apasionan los jardines del Retiro de Madrid, por eso investigue en su historia, aunque no vivo en esta ciudad: voy a pasar algún rato siempre que regreso, veo cómo los disfruta la gente, de manera cotidiana, cómo los ha incorporado la ciudad a la vida.
En la misma línea, me gustan mucho los jardines de Londres, especialmente Hyde Park —antes incluso de Kew Gardens al que dedico unas páginas en el libro— porque lo conocí muy joven y me admiró su capacidad para representar al mundo entero en las gentes que lo recorrían, en una despreocupada naturalidad, utilizando la hierba para descansar, algo que en la Barcelona de mi infancia no era posible.
Al final, prefiero sobre todos los lugares el pequeño jardín de una casa familiar, donde planté árboles que ahora alcanzan los veinte metros, y debajo de los cuales he leído los libros que me han cambiado y me han acompañado.