Emilia Pardo Bazán, pionera de la literatura policiaca española
La novela está narrada en primera persona por el propio protagonista y la autora lo dota de una petulante ironía
A Emilia Pardo Bazán (1951-1921) todo el mundo la conoce como la autora de Los pazos de Ulloa y una de las máximas representantes del naturalismo en España. También es de dominio público su lucha por los derechos de las mujeres, lo cual le llevó a crear y financiar la colección La Biblioteca de la Mujer. Es además probable que sepan ustedes de su relación amorosa con Benito Pérez Galdós (con celos incluidos del canario, cuando doña Emilia tuvo un flirt con Lázaro Galdiano, empresario, intelectual y coleccionista con museo en Madrid). Y seguramente recordarán que fue ella quien se hizo construir el famoso pazo de Meiras, que acabó en manos de la familia Franco. Acaso sepan que fue Alfonso XIII quien le otorgó el título de condesa por sus méritos literarios y algunos incluso conocerán la historia de su hijo mayor y su nieto de solo diecinueve años, que fueron detenidos y asesinados por militantes de la FAI en Madrid en 1937.
Lo que quizá muchos no sepan es que entre la ingente obra literaria que escribió, hay una novela corta, titulada La gota de sangre y publicada en 1911 que la convierte en una de las pioneras de la literatura policiaca en nuestro país. Ahora la rescata Siruela en una edición con prólogo de Alicia Giménez Bartlett y bonita portada con una lustración del norteamericano Edward Penfeld, que en la época de doña Emilia era el editor artístico de la revista Harper’s e ilustró muchas de sus cubiertas.
La gota de sangre es sin duda la primera narración policiaca escrita en España por una mujer, pero además el especialista en el género Salvador Vázquez de Parga consideraba que era la primera obra española que presentaba de forma clara elementos propios del relato policial. Hay un antecedente decimonónico, El clavo de Pedro Antonio de Alarcón, pero en ese caso el elemento de misterio criminal está sobre todo al servicio de una retorcida trama amorosa. Y hubo también, antes de Pardo Bazán, novelas populares que incluían algún crimen, pero no pueden considerarse policiacas por cómo están desarrolladas.
Pardo Bazán puso sobre la mesa dos novedades muy relevantes: la presencia de un detective, en este caso aficionado, y el empeño en detallar los procesos indagatorios y deductivos que llevan al descubrimiento del culpable. Eso es lo que convierte a su novela en una obra pionera en nuestro país, a partir del modelo anglosajón representado por Conan Doyle, que traslada a Madrid.
La trama es sencilla, pero le permite a la autora demostrar que sabe manejarse de forma ágil con las estructuras propias del género, de modo que, por ejemplo, los elementos en apariencia anecdóticos que presenta en las primeras páginas acaban teniendo un papel relevante en la resolución del caso. Pero lo más interesante es el modo como Pardo Bazán construye al protagonista, que tiene la jugosa particularidad de ser al mismo tiempo el principal sospechoso del asesinato que se investiga y el detective que resolverá el caso. Es sospechoso porque todas las pruebas apuntan hacia él y se convierte en sabueso amateur porque es un diletante aburrido al que su médico le recomienda que se busque un entretenimiento para combatir la neurastenia.
Esta situación, con la que arranca el libro, muestra el sentido del humor de la escritora, que crea un diálogo muy ingenioso. El médico le dice al protagonista: «Usted no necesita cuidarse…, sino todo lo contrario (…) Tratamiento perturbador. Hacer cosas que presten a su vida violento interés. Lo que padece usted es atonía, indiferencia: le falta estímulo». Y esto lo emparenta directamente con Sherlock Holmes, que también se sumía en la melancolía -y en su afición a la cocaína inyectada en una solución del siete por ciento- si no tenía algún caso complejo entre manos que le activara las neuronas. Y hay otro elemento que conecta al personaje de Pardo Bazán con Sherlock: como el británico, también él administra justicia a su manera, que no necesariamente es la más acorde con las pautas policiales y judiciales.
La novela está narrada en primera persona por el propio protagonista y la autora lo dota de una petulante ironía, con comentarios mordaces sobre jueces y policías. A través de él, lanza algunas reflexiones: «Las sombras no están en los crímenes, sino en los entendimientos. Apenas hay crimen sin rastros claros y elocuentes». Y más adelante añade: «Lo bonito de estos casos es que parezcan una cosa y sean la contraria», lo cual, en su traslación literaria, es la sorpresa que siempre espera el lector aficionado al género.
Pardo Bazán deja también claras, a través del protagonista, sus influencias: «Me he propuesto ser yo quien lo descubra… Quizá me ha sugerido tal propósito la lectura de esas novelas inglesas que ahora están de moda, y en que hay policías de afición, o sea ‘detectives’ por sport. Ya sabe usted que, así como el hombre de la naturaleza refleja impresiones directas, el de la civilización refleja lecturas». En efecto, la tradición de investigadores aficionados en la literatura británica es extensa: tras el Sherlock de Conan Doyle, llegarán el Padre Brown de Chesterton, el profesor de literatura Gervase Fen de Edmund Crispin, Miss Marple y Hercules Poirot de Agatha Christie, por citar solo a algunos de los más célebres.
El final de La gota de sangre es todo un guiño a esta influencia británica: «Después de esta aventura, he comprendido que, desde la cuna, mi vocación es la de policía aficionado. Las sensaciones que experimenté con motivo de mi indagatoria fueron de primer orden por lo intensas. Me di cuenta de que el fastidio no volvería a mí si me dedicaba a una profesión que tan bien armoniza con mis gustos y, me atrevo a decirlo, con mis condiciones y aptitudes, o si se quiere mis inspiraciones atrevidas y geniales. Resuelto a ejercerla, me voy a Inglaterra a estudiarla bien, a tomar lecciones de los maestros. Y tendré ancho campo en este Madrid, donde reinan el misterio y la impunidad. Traeré al descubrimiento de los crímenes elementos novelescos e intelectuales, y acaso un día podré contar al público algo digno de la letra impresa».
Es una pena que la escritora no perseverara y escribiera más aventuras de su detective. Después de ella, durante varias décadas, en la literatura española, salvo en las novelitas populares, no hubo casi nada destacable en este género, hasta que el editor barcelonés Mario Lacruz, en su faceta de escritor, publicó en 1953 El inocente. Y poco después Francisco García Pavón creó el personaje de Plinio, guardia municipal de Tomelloso dado a resolver misterios, que es todo un hito de la literatura policiaca autóctona. Más adelante, con González Ledesma, Vázquez Montalbán, Juan Madrid y otros, se impondrá en España la novela negra de inspiración americana. Pero la escuela británica de novela enigma y detectives excéntricos nunca ha desaparecido del todo. Buena prueba de ello es El problema final de Arturo Pérez Reverte, que llega a librerías estos días. Su protagonista es un actor en decadencia que hizo de Sherlock Holmes en la pantalla y se ve convertido en improvisado detective para resolver el asesinato de una turista inglesa en un hotel de una isla griega. La herencia de Conan Doyle… y acaso de Pardo Bazán.