España es un país pobre en recursos minerales energéticos. Algunos autores han visto en este dato la explicación de su retraso económico en el contexto europeo, pero el hecho de que otros países europeos adolezcan de parecida limitación y sin embargo se hayan desarrollado económicamente antes pone en tela de juicio esta teoría, máxime cuando otros, ricos en recursos petrolíferos y/o gasistas, registran un atraso considerablemente mayor que el español.
Puede pensarse que los errores en la política energética española han sido más serios obstáculos al crecimiento que la simple escasez de hidrocarburos. Entre estas políticas económicas descaminadas, las relativas a los hidrocarburos, parecen haber sido una parte importante dentro de los errores de las dos dictaduras, la de Primo de Rivera y la de Franco. Tras establecerse en 1927 un monopolio absoluto de la distribución de productos petrolíferos en España, y a pesar de las razones ideológicas que tenía el régimen de Franco para para respetarlo, se fue viendo obligado por las exigencias de la economía a modificar y suavizar las rigideces de la legislación inicial. Incluso el propio creador del monopolio, José Calvo Sotelo, ministro de Hacienda en la dictadura de Primo de Rivera, quedó disconforme con los resultados iniciales y contribuyó a las primeras modificaciones.
Es forzoso reconocer que en otros países cercanos, como Francia (Compagnie Française des Pétroles, 1924) o Italia (Azienda Generale Italiana Petroli, 1926 y Ente Nazionale Idrocarburi, 1953) se establecieron compañías semejantes, y en otros más lejanos aumentó la intervención estatal en la industria del petróleo. Pero ningún país estableció un monopolio tan rígido como el español.
El establecimiento del monopolio pronto perjudicó muy seriamente al régimen político que lo instauró. No sólo causó grandes animosidades con gobiernos y multinacionales, sino que su economía y su prestigio internacional se resintieron considerablemente. Las dificultades económicas que hundieron a la dictadura se debieron principalmente a los choques que suscitó la expropiación de compañías extranjeras
El Monopolio fue objeto de duras críticas en la prensa y la opinión durante la Segunda República. Pero al cabo, con muy pocas modificaciones, el Monopolio y la compañía que lo administraba, CAMPSA, permanecieron. En el terreno económico, la República hizo pocos cambios significativos. Una de las razones por las que se respetó al Monopolio fue la cuantía de ingresos que éste aportaba al presupuesto. Sin embargo, parece indudable que, sin el Monopolio, los aranceles de importación hubieran proporcionado ingresos aún mayores.
Durante la guerra civil, CAMPSA tuvo un papel crucial en el abastecimiento de petróleo a los dos bandos. Al cabo, la CAMPSA franquista, con la ayuda de Juan March, contribuyó al triunfo del bando franquista. A ello coadyuvó el pleito incoado en París, a instancias del financiero mallorquín, contra el gobierno de la República con motivo de las dichosas expropiaciones.
Si los republicanos habían respetado el Monopolio, con mayor razón debía hacerlo el régimen franquista, que tanto le debía y con el que coincidía política e ideológicamente. Sin embargo, el Monopolio no podía resolver los muy serios problemas energéticos que aquejaron a España al terminar la Guerra Civil. La década de 1940 fue un período muy duro para la economía española y el racionamiento de petróleo por parte de los Aliados contribuyó a ello. Forzado por la escasez, el gobierno franquista se desvió de los principios del Monopolio y en 1942 creó una nueva empresa, ENCASO, con el fin de producir petróleo por destilación de esquistos bituminosos. Fue un proyecto a la larga fallido que demostraba una vez más la inutilidad del Monopolio y su mal diseño.
Más decisiva fue en la desvirtuación del Monopolio la fundación del Instituto Nacional de Industria en 1941. Obra del hombre fuerte de la política económica española, Juan Antonio Suanzes, entre cuyas ambiciones, estaba el arrebatar al Ministerio de Hacienda la política energética y transferirla al de Industria y al INI. La Ley de 17 de julio de 1947, que reorganizó el Monopolio, repartió el poder de manera más o menos igualitaria entre ambas partes: CAMPSA conservó el monopolio de la distribución, pero la ley admitió explícitamente que podrían darse excepciones. Esto es todo lo que el INI necesitaba para empezar a construir refinerías y emprender otras actividades en el sector de los hidrocarburos. A partir de este momento, el papel del Monopolio se limitó a la distribución del petróleo importado mientras el INI y el Ministerio de Industria, del que el INI dependía, se hicieron cargo de la política de hidrocarburos y la energética en general.
En consecuencia, la situación en que quedó el mercado español era paradójica, ya que en él coexistían el Monopolio de Petróleos (que, evidentemente, ya no era tal) y una serie de refinerías privadas y mixtas, con diferentes contratos, estatutos y regulaciones. Entretanto, aunque había una notable variedad de empresas refineras, solamente había un distribuidor, CAMPSA, lo cual causaba disfunciones, la más importante de las cuales era la rivalidad entre los ministerios de Hacienda y de Industria, con sus respectivas agencias, CAMPSA y el INI, que se disputaban el control del sector energético, sin que el Estado tuviera una línea política clara.
Esta extraña estructura y el caprichoso sistema de precios del tardofranquismo se vinieron abajo a mitad de los años Setenta. Los últimos gobiernos de Franco ignoraran las subidas de los precios internacionales del petróleo a partir de 1973 y mantuvieron los bajos precios interiores, soportando las pérdidas consecuentes. Los resultados de esta absurda política fueron un fuerte y creciente déficit presupuestario y de balanza de pagos, y un aumento brusco de la inflación. A la muerte de Franco se necesitaba una transición a la racionalidad energética casi tanto como a la democracia.
Aprobada la Constitución de 1978, y tras el segundo shock petrolífero de 1979, el gobierno español estaba en mejores condiciones para hacer frente a la situación económica. Los Pactos de la Moncloa contribuyeron poderosamente a estabilizar los precios y facilitar el diálogo social, con lo cual resultó posible acercar los precios interiores del petróleo a los internacionales y emprender una profunda restructuración del sector energético.
La intención de los políticos de la democracia de reorganizar el sector energético y su deseo de integrar a España en la UE presagiaban sin duda la desaparición del Monopolio. En 1981 se creó el Instituto Nacional de Hidrocarburos (INH), para agrupar todas las empresas públicas del sector y al la vez coordinar y racionalizar la actuación de esas empresas; su objetivo a largo plazo era convertirse en una gran empresa nacional, capaz de competir en el mercado mundial Para ello, cambió su nombre a REPSOL, por estimarse que sonaba más empresarial
CAMPSA, que cambió también su nombre a Compañía Logística de Hidrocarburos (CLH), se mantuvo como el mayor distribuidor del mercado español gracias a haber conservado su red de oleoductos y depósitos. El gobierno español negoció con habilidad la extinción del Monopolio, logrando un período transitorio de seis años.
Una constante histórica, de la política española es el intervencionismo estatal. Pero se da la paradoja de que este intervencionismo venga acompañado de frecuentes incumplimientos, y de situaciones caóticas. La política energética durante el siglo XX es ilustrativa. En su deseo de controlar férreamente el sector, el Estado impuso una reglamentación tan opresiva que literalmente no se podía cumplir en varios extremos, de modo que el propio Estado que imponía esas reglas draconianas cooperaban con quienes las violaban. Es el caso que hemos visto con las compañías refinadoras a partir de 1947.
Una segunda paradoja fue que, cuando se vio que el monopolio original no era viable, la reforma del mercado petrolífero fue tan lenta y vacilante que es difícil conjeturar qué se hubiera hecho de no haber sido por la imposición de la Unión Europea. El impulso para hacer lo que se consideraba necesario tuvo que venir de fuera.
También es paradójico que, tras tantos errores y exageraciones, España se encontrase a fin de siglo con un sistema aceptable de distribución y una compañía de bandera nacional con peso internacional. Quizá fue al filtrarse las refinerías entre las rendijas legales se produjo una generación de empresarios hábiles e inversores bien informados que facilitaron la transición posterior.
También resulta sorprendente que el Monopolio gozara de un prestigio a todas luces injustificado. Cuando se supo que iba a ser abolido se produjo un movimiento de estupor y alarma. Se repetía que, al menos como instrumento de recaudación, había sido un éxito. Ya sabemos que no fue así. La reforma que nos benefició en tantos aspectos tuvo que sernos impuesta desde fuera.
La última gran paradoja ha sido que, a medida que se privatizaban el mercado y el gran holding de REPSOL, más influencia tenía la política y menos empresariales y más burocráticas eran las decisiones que adoptaban los directivos del holding. El peso del Estado y la política en España son muy fuertes, la inercia burocrática, también.
Por último, los indicios parecen sugerir que la creación del Monopolio de Petróleos en 1927 fue un grave error y resultó costoso en términos de bienestar y de crecimiento económico. Más libertad, más competencia y menos autarquía hubieran aportado más petróleo, a mejor precio y en condiciones mejor adaptadas a las necesidades de España.