El concepto pueblo
«Los pueblos tienden a excluir, forma parte de su materia, creando (imaginariamente) diferentes grados de humanidad»
En el origen, pueblo (populus) significaba unión de hombres en edad de combatir: unión de guerreros. El lingüista Michiel de Vaan refiere que populus viene del protoitálico poplo, ejército, y el verbo devastar (populari) indicaría lo que ocurre cuando pasa un ejército, sugiriendo que poplo también podría significar horda, de todo lo cual se puede deducir que pueblo es un concepto viril y violento, y no en vano el pueblo ateniense, el demos que organizaba la democracia, estaba conformado por los hombres libres en edad de combatir; de ese demos eran excluidos los esclavos y las mujeres, que en términos jurídicos no pertenecían al pueblo y conformaban en todo caso la propiedad del señor de la casa.
La idea de pueblo está adherida desde el origen al fantasma de la virilidad, por eso los racistas absolutos (Arana, Hitler) insisten en sus obras en la virilidad de sus pueblos, dejando la feminidad para los enemigos, a los que despojan de hombría, de rectitud, de temple y de poderío, indicando que para ellos la feminidad es algo despreciable: una enfermedad.
Todo pueblo tiende a degradar a los demás pueblos, tiende a despojarlos de humanidad. Este fenómeno puede percibirse todavía en una tribu del Pacífico que considera que sus miembros son los únicos hombres de la Tierra, y que los demás no son hombres verdaderos. La tendencia a atribuirse el monopolio de la humanidad era algo bastante frecuente en los pueblos estudiados por la antropología del siglo XIX. Desde su mismo origen, todos los pueblos creen que son los únicos que encarnan la idea de hombre y que los demás poseen una humanidad y una virilidad menos consolidadas, o sencillamente no las poseen. Esta tendencia fue general en la antigüedad, y resulta muy reveladora, porque ilumina completamente el concepto y le devuelve su sentido original: yo soy más verdadero que el otro.
Los pueblos tienden a excluir, forma parte de su materia; los pueblos crean (imaginariamente) diferentes grados de humanidad. Las guerras se organizan a partir de ficciones paranoicas, y ningún campo resulta tan abonado para esa ficción como los conglomerados cohesionados por mitos a los que llamamos «pueblos». ¿Cuántos millones de muertos han provocado las ficciones referidas a los pueblos? Varios antropólogos de la primera mitad del siglo XX (Taylor y Boas entre ellos) se opusieron con inteligencia y valor a la seudoantropología basada en la herencia genética y en el racismo. Taylor venía a decir que si se comparaba a las diferentes culturas, siempre que se hallaran en el mismo grado de civilización, eran asombrosamente parecidas, y que a veces las diferencias ni siquiera eran folclóricas, y si las diferencias culturales son mucho más relativas de lo que se cree, ya no digamos las referidas a la raza. El concepto de raza es insostenible biológica y antropológicamente, y como se trata de una verdad clamorosa, se recurre a los conceptos de pueblo y cultura. Ahora mismo el racismo se está refugiando en esos conceptos, que si bien se están convirtiendo en significantes vacíos, sirven todavía como armas arrojadizas, siempre vinculadas al pensamiento mágico.
Con las organizaciones llamadas «pueblos» no podemos ser ingenuos y pensar que habrá un momento de gran concordia babilónica donde todos los pueblos tengan cabida y avancen en armonía hacia la luz total. Los pueblos sólo consiguen forzar situaciones que alienten el espejismo de la unidad imponiendo una frontera e inventando un enemigo depredador. Pero, ¿hay suficientes diferencias entre los pueblos para poder marcar fronteras fuera de toda discusión? Evidentemente no.
Los norteamericanos tienden a considerarse, en toda su vastedad, un solo pueblo. Entonces, ¿de qué va este asunto? ¿Puede haber pueblos de varios miles de habitantes, pueblos de varios millones y pueblos de más de mil millones como el chino? El concepto pueblo es un cajón de sastre donde caben toda clase de organizaciones, desde las más presuntamente naturales a las más artificiales y disparatadas, si bien todas insisten en una misma estrategia: marcar una diferencia que tiende a ser también una diferencia de niveles, de superior a inferior, siendo la propia tribu el lugar donde ubicamos la excelencia. Uno puede aceptar los pueblos y querer el suyo a su manera, pero no puede olvidar el origen del concepto y su perverso desarrollo posterior.
Tampoco puede descartar la idea de que todo lo que ha sido construido se puede destruir, como decretan los seguidores de Derrida, y como se observa en la historia de la cultura occidental. Siguiendo esa estela de destrucción que preside nuestra historia, últimamente se nota que la idea de pertenencia a un lugar y a una cultura se está disolviendo en la marea homogeneizadora de internet, si bien es cierto que la globalización también genera el efecto inverso: un nuevo tribalismo, ideológicamente muy difuso además de contradictorio, sostenido por los populismos de derechas y de izquierdas. En uno de los aforismos de Más allá del bien y del mal Nietzsche decía que «entre particulares la locura no es frecuente, entre grupos, partidos y pueblos, es la norma.» Qué razón tenía: si miramos hacia atrás, las enajenaciones colectivas pesan mucho más que las de carácter personal.