El suicidio de Occidente: Alicia Delibes Liniers y los demonios de la escuela moderna
La matemática y profesora diagnostica en el ensayo ‘El suicidio de Occidente’ las patologías de la educación
«La misión del poeta no es instruir, sino deleitar». Se atribuye la autoría de esta frase a Eratóstenes de Cirene, matemático, geógrafo y astrónomo de la antigua Grecia que descubrió, entre otras cosas, que si uno fuera capaz de caminar 31,5 millones de pasos seguidos, cosa para la que hace falta tener fe, mucha voluntad y unas piernas colosales, podría circunvalar toda la Tierra. ¿Tiene importancia conocer esto? Depende. En esta época extraña en la que el conocimiento carece de suficiente espesor y el ser humano presume –con patético orgullo– de haberse vuelto imbécil, todo parece indicar que no demasiado. Si el arte es inútil, la lectura se considera un anacronismo y la concentración mental se ha convertido en un puro vestigio de los antiguos tiempos (difuntos), no es de extrañar que la sabiduría –sapere aude, proclamaban los romanos; lo decían en latín, ustedes disculpen– se considere una bella ruina arqueológica.
En esta civilización de las pantallas, preludio de una inminente era post-humana, en lugar de pinturas rupestres, cuadros o fotografías, la única obra de arte que se valora es el emoticono. Cabe preguntarse: ¿cómo diablos hemos llegado hasta aquí? Básicamente, dejando que los maestros, y sobre todo los pedagogos, igual que los cocineros minimalistas, se crean artistas de vanguardia. Alicia Delibes Liniers, matemática, profesora y política del PP, esboza su propia tesis sobre este asunto en El suicidio de Occidente (Ediciones Encuentro), un ensayo de corte divulgativo, muy sincero y, precisamente por eso, capaz de despertar adhesiones intensas y vehementes rechazos ideológicos. Cosa excelente para cualquier libro, al que lo peor que puede sucederle es pasar absolutamente desapercibido. No es –ni va a ser– este caso.
El argumento capital de Delibes Liniers es que una pedagogía que se autopresenta como progresista, cuyos orígenes se remontan a la Revolución Francesa, y en concreto a la figura del pensador francés Jean-Jacques Rousseau, y que se asienta después en Estados Unidos con la escuela que capitaneó John Dewey, un filósofo interesante pero también un más que discutible docente, a partir de la segunda mitad del siglo XX logró implantarse en las sociedades occidentales gracias a la revuelta de Mayo del 68. Su escolástica ha terminado cristalizando en unos usos y teorías educativas buenistas que han reemplazado a la verdadera instrucción del individuo por una forma de (re)educación de masas (dichosas y obedientes).
Delibes Liniers evita caer de forma expresa en la proclama política –aunque su libro lo es de principio a fin, porque en las aulas está el principal campo de batalla de las guerras culturales– con una exposición documentada y desnuda de glosa, concentrada en datos y hechos sobre la genealogía de este naufragio docente. Su exposición deriva así en una historia cultural sobre los pensadores y las ideas que, en los últimos dos siglos y medio, han analizado la educación en Occidente, incluidas las escuelas del resentimiento (por usar el término de Harold Bloom), así como acerca de la ingeniería social que nos ha conducido a este presente, en el que el esfuerzo se describe como un estorbo, en lugar de como el único instrumento real de progreso.
Se podrá estar de acuerdo o no con la perspectiva de Delibes Liniers, pero su descripción sobre la situación, en líneas generales, es bastante fiel a los hechos, aunque determinadas conclusiones puedan ser matizables. Su posición está argumentada a través de lecturas y de su experiencia como docente, anterior a ejercer responsabilidades políticas. Delibes Liniers –lo confiesa ella misma en este libro– comenzó siendo votante del PSOE en la universidad del tardofranquismo para, lustros después, ocupar un puesto de alta dirección dentro del gobierno regional en Madrid de Esperanza Aguirre. Es un tránsito que comparte con otros muchos referentes de su misma generación, convertidos en liberales tras pasar antes por las milicias del maoísmo y la Joven Guardia Roja y sobrevivir al desengaño con la socialdemocracia.
Totalitarismos ‘soft’
Delibes Liniers contrapone las divergencias de partida y los efectos de llegada de la aplicación de estas filosofías educativas en este libro, aunque, inmersos como estamos en el relativismo, seguramente haya quien crea que la noble tradición ilustrada que encarna Nicolás de Condorcet, también progresista, es un legado reaccionario a aniquilar, por supuesto en beneficio de un nuevo mundo –similar al que retrató Aldous Huxley– de individuos ingenuos y manipulables, donde la verdad de las cosas no dependa ya nunca más de los hechos, de la evidencia o de las conclusiones de la ciencia, sino de que se module según lo que decida asambleariamente una mayoría, aunque pueda ser ágrafa y analfabeta funcional. So it goes.
Hablamos del paradigma de unos totalitarismos soft donde la violencia se administra con una sonrisa, que es la forma con la que el paternalismo siempre ha tratado a los ignorantes, diciéndoles que sean almas felices. Que nuestra escuela no funciona –o al menos lo hace de forma defectuosa– es un hecho que constatan todos los informes y diagnósticos sobre calidad educativa. Delibes Liniers intenta explicar en El suicidio de Occidente que, al margen de estos indicios oficiales, las causas profundas de este acelerado deterioro educativo –consecuencia de una suma combinada de factores– obedece a una cuestión conceptual. A la falsa y superada concepción de lo progresista que confunde las buenas intenciones con la eficacia y que, lejos de querer mejorar mediante los instrumentos intelectuales del análisis y la crítica, minimiza o directamente oculta sus efectos perversos, aunque el coste sea el colapso fáctico del sistema.
Delibes Liniers no es la primera en verle la cabeza al monstruo. Todos los demonios de la educación occidental, que ha creado su propio caballo de Troya dentro de los colegios, institutos y universidades, ya fueron profetizados muchas décadas antes por intelectuales independientes, no necesariamente conservadores, como Raymond Aron, Roger Scruton, Jean-François Revel y, sobre todo, la filósofa alemana Hannah Arendt, que en 1958, en una conferencia en Bremen, describía la crisis educativa en Norteamérica –donde se había instalado tras huir del horror nazi– como la condensación última de las modas pedagógicas vigentes desde los años veinte, una época de bonanza económica hasta que estalló la crisis bursátil de Wall Street y toda la prosperidad (material y vital) de Estados Unidos se vino súbitamente abajo.
Igualdad vs igualitarismo
¿Qué decía Arendt? ¿Cuál era su inquietud? La forma que tenían los demócratas norteamericanos de entender el igualitarismo, que no es exactamente lo mismo que la defensa de la igualdad (de derechos y deberes; cosa esta última que acostumbra olvidarse, y no de forma inocente) o la equivalencia de oportunidades. La segunda construye sociedades libres y vivas en función de los méritos y el talento personal de los alumnos, sin establecer jerarquías de partida, pero asumiéndolas como punto de llegada, comprensivas con el hecho (natural) de que la uniformidad social no puede menospreciar el talento. El primero, en cambio, que es el dogma que ha prendido entre los pedagogos supremacistas y sustenta parte de las reformas educativas de nuestra democracia, ignora el esfuerzo individual, al no reconocer los méritos, prohibir cualquier clase de evaluación y convertir la escuela un perpetuo recreo.
La democratización escolar, uno de los logros de las sociedades occidentales modernas, se habría malbaratado por confundir ambas ideas –la igualdad y el igualitarismo– e introducir la doctrina en la escuela, igual que en su día hizo la Iglesia. Cabe pensar, en todo caso, que nada impedía intentar hacer una síntesis entre estas diferentes filosofías pedagógicas que supere el modelo tradicional sin caer necesariamente en el desmantelamiento de los métodos de calidad educativa. Que no haya sido posible evidencia que la guerra entre las distintas pedagogías no se debe a un interés por la educación, sino a una lucha (política) por dominar la escuela.
Una sociedad infantil necesita convertir al niño en el monarca absoluto de las aulas, tener profesores que, en vez de enseñar lengua o matemáticas, te cuenten su vida y hacer creer a los alumnos que son súbditos de una nación elegida que, como decía Bob Dylan en una canción, tiene a Dios de su parte. No queda lejos de lo que sucede en Cataluña con el diktat autoritario de la inmersión lingüística, que limita a todos los alumnos un instrumento tan útil como el uso cotidiano del español –la segunda lengua del mundo global– con el argumento de preservar el catalán, idioma que no está en peligro. Que la escuela pública no funcione es, como ha dicho alguna vez Fernando Savater, «robarle a los pobres». Los ricos ya tienen escuelas de élite.
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