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Cultura

Renato Cisneros y la trágica actualidad de la guerra

El escritor peruano regresa a las librerías con ‘El mundo que vimos arder’, novela ambientada en la II Guerra Mundial

Renato Cisneros y la trágica actualidad de la guerra

Aviones de la Segunda Guerra Mundial. | Agencias

Diez años después de La distancia que nos separa, la novela que catapultó su carrera, el escritor peruano Renato Cisneros (Lima, 1976)) vuelve a las librerías con El mundo que vimos arder (Alfaguara). Ambientado en la Segunda Guerra Mundial y construido alrededor de la trágica figura del aviador Matías Giurato Roeder —obligado a bombardear la ciudad de donde proviene su familia— el libro es una descarnada reflexión sobre la guerra, tan anacrónica en 2020, cuando comenzó a ser escrito, y tan presente en los días que corren…

PREGUNTA.- En La distancia que nos separa partías de tu propia biografía para recrear la relación con tu padre, Luis Federico El Gaucho Cisneros, quien fuera ministro del Interior y de Guerra del Perú, además de uno de sus militares más polémicos en los setenta y ochenta. Vista en perspectiva, ¿qué relación guardas con esa novela? ¿Cuánto has cambiado desde su publicación y cuánto aprendiste de ella y de lo que ocasionó?

RESPUESTA.– Con esa novela solo puedo tener un vínculo de gratitud. Me costó mucho escribirla y aún más publicarla, pero al final cada página ha ido encontrando su justificación en la lectura inteligente, pero sobre todo emotiva, de lectores que han encontrado en ella la excusa para repensar sus propias relaciones familiares. El próximo año se cumplirán diez años de su lanzamiento y me alegra saber que sigue ganando lectores. Desde luego hay cosas que han cambiado. Para empezar, me convertí en padre, es decir, me hice mayor. Nunca he estado tan cerca de mi padre como ahora. Con esa novela aprendí que incluso las historias más privadas nunca son exclusivamente nuestras, se parecen tanto a las historias de los demás que es un error asumirlas como exclusivas o propias. También aprendí que uno tiene que pasar por encima, a veces muy por encima, del cerco familiar para encontrar a sus lectores genuinos. 

P.- Cuando «La distancia que nos separa» apareció, se dijo que formaba parte del movimiento hacia la autoficción que por entonces venía registrando la literatura mundial, con ejemplos tan notables como el de Karl Ove Knausgård, Annie Ernaux o Emmanuel Carrère. Luego de estos años, ¿qué reflexiones te genera esa palabra: autoficción? 

R.Es un término que fue devaluándose porque se usó peyorativamente con la intención de minimizar el valor literario de libros que parecían solo recrear la vida. Por otro lado, se quiso vender la idea de una nueva corriente cuando la literatura autorreferencial existe desde hace mucho. En Latinoamérica, pienso en novelas como La Tía Julia (Vargas Llosa) o Persona Non Grata (Jorge Edwards). De hecho, La tía Julia se publicó en 1977, año en que en Europa se publican Fils, del francés Serge Doubrovsky y La asesina ilustrada, del español Enrique Vila Matas, ambas hitos de la autoficción más intimista. Los autores que tú has nombrado son continuadores de una tradición que los antecede por mucho. Hoy prefiero hablar de novelas de no ficción, o de novelas sin ficción. Vale aclarar que todo este malentendido fue generado por los críticos y académicos; la forma de catalogar un libro no es una preocupación natural de los lectores. 

«Todo es ficción. Uno también inventa cuando recuerda y pretende reconstruir vivencias autobiográficas»

P.- ¿La autoficción existe realmente o, siguiendo las enseñanzas de Mario Vargas Llosa, quien dice que los escritores se alimentan necesariamente de sus experiencias, no es más que una redundancia?

R.– Yo creo que todo es ficción. Uno también inventa cuando recuerda y pretende reconstruir vivencias autobiográficas. Lo cierto es que uno no reconstruye nada, la realidad ocurre una sola vez y todo intento de reproducirla es siempre simulacro. Quizá la memoria no comporta un mecanismo de invención tan deliberado y obvio como el que puede advertirse detrás de una novela plagada de seres imaginarios, pero su mecanismo induce a la mentira, a la invención. Al recordar, la memoria distorsiona, evoca con prejuicio, con opinión, con interés, disuelve el hecho original y a cambio edifica una versión bastante tergiversada de lo que podemos llamar la realidad.  Y sí, creo que todo autor construye sus historias a partir de su experiencia vital, a veces el entramado es sutil, pero la biografía siempre está ahí. Es imposible que no lo esté.   

P.- Por cierto, ¿cuál es tu relación con Vargas Llosa? ¿Cuánto tiene que ver en tu propia vocación literaria y en tu obra? ¿Y con otras figuras tutelares de la literatura peruana, como Alfredo Bryce Echenique o Julio Ramón Ribeyro?

R.- Admiro profundamente a los tres, por la calidad de su obra, pero también por la personalidad que modelaron a medida que esa obra fue consolidándose. Cada uno es un tipo de escritor muy singular. Vargas Llosa es quizá más proteico, metódico, técnico, el más ambicioso de los tres, el autor de las grandes historias. Bryce es el humor, la oralidad, la nostalgia, la sensualidad, sus libros son la mejor radiografía social de la Lima del siglo pasado. Y Ribeyro, para mí, es la sensibilidad, la intimidad, la pulcritud del lenguaje, el yo en conflicto consigo mismo. Ante ellos, admiración y gratitud.   

«La realidad narrada siempre es artificio, invención, suplantación»

P.- El mundo que vimos arder es la primera de tus novelas que no parte directamente de tu biografía. En ella se advierte un esfuerzo por fabular y componer ambientaciones ajenas que no está tan presente en La distancia que nos separa o en Dejarás la tierra. Supongo que fue un reto, al mismo tiempo que un aprendizaje…

R.– Sí. Me encontré con un personaje real (Matías Giurato Roeder) con un fascinante dilema moral y decidí inventar todo a partir de la exigua información que tenía sobre él. Hablamos de un peruano que termina participando en la Segunda Guerra Mundial; en concreto, en los bombardeos sobre Alemania. Más específicamente, en el bombardeo de Hamburgo. El reto consistió en sumergirme en esos eventos, en esa época, en esa ciudad devastada hasta sentir que podía mirar el mundo desde los propios ojos del personaje. Ha sido el trabajo de investigación más acucioso que he hecho. Curiosamente, siendo una historia ajena, siento que es muy personal. 

P.- Para escribir la novela tuviste que leer mucho sobre la Segunda Guerra Mundial, donde está ambientada, además de viajar a los lugares donde ocurren algunos de sus capítulos más relevantes. Tus ficciones siguen muy vinculadas a la realidad: antes a una realidad interior, la de tu memoria personal, y ahora a una realidad exterior, de hechos que te exceden…

R.– Es cierto. Supongo que no soy el tipo de autor que pueda presumir de un universo imaginativo frondoso. Antes que adentrarme en los entresijos de un universo enteramente ficticio, me interesa comprender los misterios de la realidad, de las relaciones humanas, de los ciclos históricos, de las muchas cosas que nos suceden sin que apenas las comprendamos. Quizá eso esté relacionado con mi vocación por el periodismo, oficio al que me he dedicado durante más de 20 años. Soy un autor realista, sí, pero, como decía antes, la realidad escrita nunca es la realidad vivida. La realidad narrada siempre es artificio, invención, suplantación. 

«Todo en una guerra está equivocado: desde los pretextos para justificar un ataque hasta los excesos para vengar esa agresión»

P.- Como dices, la novela cuenta la historia de Matías Giurato Roeder, un peruano descendiente de alemanes que, forzado por las circunstancias, emigra a Estados Unidos, se enrola en la aviación norteamericana y termina bombardeando el país de sus antepasados, incluyendo la ciudad de Hamburgo, donde aún vive parte de su familia materna. La historia me hizo recordar una frase que Kusturica pone en boca de uno de los personajes de Underground: «Ninguna guerra es guerra hasta que un hombre mata a su hermano»…

R. Cuando Matías recibe la orden de acabar con la ciudad donde nació su madre (y donde aún viven sus abuelos) se enfrenta consigo mismo, a su pasado, a su sentido de la lealtad, a su sentido de la pertenencia. Siente que cualquier decisión que tome será errónea, que no tiene salida. Eso pasa con las guerras. Todo en una guerra está equivocado: desde los pretextos para justificar un ataque hasta los excesos que se cometen para vengar esa agresión. Esa frase de Kusturica dialoga muy bien con la famosa frase de Paul Valery: «La guerra es ese lugar donde jóvenes que no se conocen ni se odian se masacran, siguiendo órdenes de viejos que sí se conocen y sí se odian, pero no se masacran». Cuando empecé a escribir la novela –en el 2020– sentía que hablar de la guerra era anacrónico; en cambio, cuando la terminé –en el 2023– sentí que el libro era trágicamente actual.

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