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De Camelot a la Isla del Tesoro: viaje a los mundos perdidos de la literatura

Alianza recupera un libro erudito y encantador, ‘Guía de lugares imaginarios’, de Alberto Manguel y Gianni Guadalupi

De Camelot a la Isla del Tesoro: viaje a los mundos perdidos de la literatura

'Fantasía estival' (1911), de Edward Robert Hughes. | Cedida

La consideración de obra de culto no sigue una lógica predecible. A veces, un relato de segundo nivel o una película de serie B ganan fama con el tiempo y alcanzan esa categoría. En otros casos, se trata de un libro minoritario, lejos de la tiranía de las modas, pero seguido por admiradores que lo recomiendan con la devoción del creyente.

Este último es el caso de la Guía de lugares imaginarios (Alianza, 1992), de Alberto Manguel y Gianni Guadalupi. Hablamos de un ensayo que derrocha inteligencia. La versión íntegra está descatalogada y es casi inencontrable, pero estén muy atentos a su versión abreviada, que ahora vuelve a las librerías sin perder su brillo original.

El título puede llevar a equívoco. No es, por supuesto, el típico volumen que explica a un lector infantil por qué echan fuego los dragones o cómo se hundió la Atlántida. Tampoco es uno de esos ensayos insustanciales que hacen un refrito de tres o cuatro fuentes. En este caso, hemos de agradecer un libro colosal, irresistible para el lector veterano. Aquí no cabe la decepción. Ni sobra ni falta nada. Además, está escrito por dos figuras que siempre han militado en la trinchera de los eruditos.

Gianni Guadalupi fue un escritor piamontés vinculado al elegantísimo proyecto editorial de Franco Maria Ricci. Entre otros, Guadalupi tradujo al italiano a Jorge Luis Borges y Gabriel García Márquez. Su compañero de fatigas, el argentino Alberto Manguel, es un narrador y ensayista con una legión de seguidores. Autor de títulos como Una historia de la lectura (Premio Médicis), En el bosque del espejo, Leyendo imágenes y La biblioteca de noche, Manguel ha sabido contagiarnos su bibliofilia con la misma calidez y simpatía que distinguió a Umberto Eco y a Italo Calvino.

Por cierto, este último recomendaba la Guía de lugares imaginarios en su Colección de arena (Siruela, 1998): «Un libro publicado en Canadá y fruto de la colaboración de un argentino y un italiano -escribía Calvino- tiene todo lo necesario para representar el extrañamiento geográfico. En la Biblioteca de lo Superfluo, que me gustaría que encontrase siempre lugar en nuestros anaqueles, un diccionario de los lugares imaginarios es, creo, una obra de consulta indispensable».

‘Sadko en el Reino Submarino’ (1876), de Ilya Repin.

Cuando la literatura inventa una geografía

Con aires de enciclopedia, la Guía de lugares imaginarios nos regala un imponente repertorio de entradas. Cada una corresponde a una isla, a una ciudad, a una región o a un edificio inventado por un escritor. Por ejemplo, la Isla del Alcanfor, que aparece en las Mil y una noches; Caspak, que el novelista Edgar Rice Burroughs pobló con reptiles antediluvianos; la majestuosa Ciudad Esmeralda, de El Mago de Oz; la Isla de los Ignorantes, soñada por François Rabelais; Kukuanalandia, la legendaria región centroafricana que explora el protagonista de Las minas del rey Salomón; la Tierra Media de Tolkien; la isla donde naufraga Robinson Crusoe…

No faltan, por supuesto, los territorios conocidos: la Isla del Tesoro, de Stevenson, el País de las Maravillas, de Lewis Carroll, la Isla del Doctor Moreau, de H.G. Wells, Utopía de Tomás Moro, el Camelot donde reina Arturo de Bretaña, Narnia, de C.S. Lewis, Planilandia, de Edwin Abbott, e incluso Ruritania, la nación centroeuropea donde transcurre El prisionero de Zenda, de Anthony Hope.

Página a página, se amontonan los nombres sonoros, los paisajes surgidos de la leyenda, los lugares pocas veces escuchados: la Ciudad de la Niña de Alta Mar, Papimania, el País de Rutabaga, la Ínsula de la Torre Bermeja, Valapee, la Tierra del Basilisco, el Promontorio de las Aves, el Castillo de Auërsperg… Y así hasta completar un volumen asombroso, abarrotado de información y de referencias, dotado de una sensibilidad que remite a Borges, a Calvino y a Álvaro Cunqueiro.

La gracia es que todos estos enclaves que reúnen Manguel y Guadalupi son descritos como si realmente existieran. Lo cual nos sitúa a medio camino entre los antiguos libros de maravillas ‒al estilo de los escritos por Marco Polo o John de Mandeville‒ y las guías Michelin o Baedeker, cuya descripción de cada destino incluye todo aquello que será de utilidad para el viajero.

‘Gulliver en Brobdingnag’, de Richard Redgrave.

Tierras que nunca existieron

Alberto Manguel conoce como nadie la historia de la lectura y de las bibliotecas. También es un autor ameno, pero no lo hace como esos escritores que parecen ansiosos por evitar ser tachados de pedantes. En su caso, esta amabilidad con el lector es algo innato, espontáneo, como también lo es su pasión por los libros.

Por esa misma razón, una imaginería literaria como la suya es fácil de conectar con determinados episodios de su vida. Sobre todo, como ahora veremos, con la intrahistoria de esta Guía de lugares imaginarios.

Aquí viene al caso otra obra, Conversaciones con un amigo (La Compañía de los Libros, 2011), en la que Manguel cuenta a su interlocutor, Claude Rouquet, anécdotas como la siguiente: «Yo tenía 15 o 16 años» -dice-. Como quería ganar dinero, ofreció sus servicios en la librería Pigmalión de Buenos Aires. «Los clientes de Pigmalión -continúa- eran, entre otros, todos los grandes escritores argentinos». Por ejemplo, Jorge Luis Borges. «Él era profesor de literatura inglesa en la universidad y tuvo ganas de estudiar anglosajón, pero, como estaba ciego, no podía estudiarlo solo». Entusiasmado, Manguel comenzó a visitar la casa de su ídolo para leerle libros en voz alta.

‘Miranda – The Tempest’ (1916), cuadro de John William Waterhouse inspirado en ‘La tempestad’, de Shakespeare.

A fines de 1973, volvió a ver al autor de El Aleph. Entre sus editores europeos, destacaba Franco Maria Ricci, «un hombre muy inteligente, de gran sensibilidad». Gracias a su contacto con Borges, Ricci propuso a Manguel que fuera editor de literatura extranjera en su editorial, en Milán. «Ahí conocí a Gianni Guadalupi, el editor italiano de Ricci». Casi desde el inicio, la complicidad con este último dio lugar a distintos proyectos.

¿Y cuál fue uno de los planes que rondó por la cabeza de ambos? Como ya habrán imaginado, la Guía de lugares imaginarios catalizaba todo lo que, a través del intelecto y la emoción, unía a estos dos empleados de Ricci.

La idea tomó forma en 1977: «El libro iba a ser el fruto de tres años de trabajo de Gianni y yo; primero juntos, después a la distancia. En Inglaterra descubrí un viejo diccionario geográfico del siglo XIX y me inspiré en su compaginación para realizar nuestra guía, con pequeños grabados al estilo del Petit Larousse».   

Desde el primer momento, el éxito acompañó a la empresa. Crítica y lectores se entusiasmaron con aquella navegación a toda vela por los mares de la fantasía. «Antes de la Guía, no se había hecho nada similar ‒reconoce Manguel‒. Estaba, evidentemente, El libro de los seres imaginarios, de Borges, había guías del reino de Tolkien, pero nada tan ambicioso como lo que habíamos realizado nosotros».

‘Terror Antiquus’ (1908), de Léon Bakst.

Un diccionario memorable

Han pasado décadas desde su primera edición, pero esta obra sigue demostrando que no envejecerá. En un mundo como el actual, cartografiado por las cámaras de Google y espiado por millones de dispositivos, descubrir territorios secretos, que solo existen en los libros, aún continúa siendo apetecible y hasta conveniente.

No sólo eso. Cuando lo normal es maquillar la erudición y bajar el nivel, la Guía de lugares imaginarios demuestra una valentía tremenda al exhibir este catálogo tan poderoso (Repasen la bibliografía que fue necesaria para completarla. Es apabullante).

En dura competencia con The Encyclopedia of Science Fiction (1979-1999), editada por John Clute y Peter Nichols, y The Encyclopedia of Fantasy (1997), de Clute y John Grant, el diccionario de Manguel y Guadalupi proyecta en el lector la sensación de que todo lo que hace falta saber sobre cualquier terra incognita está comprimido en sus páginas.

Al llegar a la última entrada, uno prefiere no saber cuántas vidas serían necesarias para devorar, en el orden preciso, todos los textos citados en este volumen. En realidad, quizá ese sea el verdadero reto: creer que esta biblioteca infinita podría ser, de alguna manera, accesible.

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