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Cultura

‘Monsieur’ Camba y la maestría del retrato

Renacimiento rescata las crónicas que el periodista escribió en París entre 1909 y 1910 para el antiguo diario ‘El Mundo’

‘Monsieur’ Camba y la maestría del retrato

Julio Camba.

En el gremio de los periodistas, especie faunesca donde las haya, existen personajes de toda laya y condición. En general, casi todos somos, en mayor o menor medida, un poco diletantes –aunque todavía existan quienes se pongan estupendos y digan que este oficio es una ciencia– y nos dividimos, grosso modo, al menos en la insigne tradición ibérica, entre los que llegamos a los periódicos buscando un sitio donde escribir (soñando con hacer alta literatura prosaica) y quienes se aposentaron en las gacetillas para medrar en política, buscar relaciones, tejer alianzas, participar en conspiraciones y, como decía Umbral –«algo hay que hacer, coño»–, ser alguien. Salir del anonimato, ese espejismo de todos los comienzos, no equivale sin embargo a alcanzar el éxito. Tampoco lo es ser tenido en cuenta por las filias o las fobias partidarias. 

La idea del triunfo dominante entre los periodistas es una cosa harto difusa y, casi siempre, personalísima. Hay quien desea derribar gobiernos –a veces, con merecimiento– y otros que sienten fascinación por las guerras, los sucesos violentos y las grandes hambrunas. «¡Hay gente pa’tó!», como dijo Lagartijo. Incluso existen periodistas a los que sólo les interesa escribir de fútbol, aunque ejerzan las tareas de la crónica social y la divagación parlamentaria. A nosotros, que llevamos más de treinta años en esto, siempre nos ha parecido que el más alto honor de un escritor de periódicos es tener lectores y ser capaz de resumir la vida en dos o tres cuartillas. Y, haciendo esto, Julio Camba, anarquista y conservador sin contradicción, hombre curioso y singular, personaje de otro tiempo, era uno de los mejores. The one and only.

Camba escribió de (casi) todo, que viene a ser como no especializarse en (casi) nada. Igual entregaba su atención pasajera a la gastronomía –sublime arte efímero– que se divertía retratando a sus semejantes. Como los guitarristas flamencos, todo lo metía por el palo que más le convenía: él mismo. De ahí que no importe mucho, realmente nada en absoluto, de qué asunto versen sus crónicas y columnas. Eso es lo de menos. Lo que uno busca en Camba es su mirada. Lo que subyuga es su estilo. Esa mágica levedad. Su capacidad (colosal) para, del sucio torbellino de la realidad, fabricar artículos llenos de limpieza, condensación y talento. 

Renacimiento –la casa de Abelardo Linares– acaba de rescatar del silencio de las hemerotecas una colección de piezas inéditas (en libro) con parte de las crónicas que el escritor gallego firmó entre 1909 y 1910 desde París para el antiguo diario El Mundo, de filiación monárquica. Escritos por un Camba de 26 años recién salido (o quizás no del todo) de sus filias ácratas, estos artículos, editados al cuidado de Ricardo Álamo, nos muestran a un fino e inteligente espectador de las cosas que ya ha encontrado su propio camino –periodístico– y que lo ensaya con entusiasmo contagioso y con independencia de las peticiones de sus jefes de redacción. ¿Qué cuenta Camba en estas crónicas? Básicamente, episodios del París de comienzos de siglo, incluyendo retratos de personajes –el banquero Rothschild, el potentado Blasco Ibáñez, el hambriento Emilio Carrere, el fusilado Ferrer Guardia y políticos como Lerroux–. 

El paisanaje parece haber sido elegido como una mera colección de figuras (guiñolescas) para mostrar otra cosa diferente: el gran teatro de una urbe, en aquellos instantes indiscutible metrópolis de Europa, a las puertas de una modernidad que degeneraría, menos de un lustro más tarde, en el París encogido de la Gran Guerra, tan bien contado por Agustí Calvet (Gaziel) en su Diccionario de un estudiante (Diëresis). Camba visita, unos años antes de la tragedia bélica, una ciudad vivísima, donde el escándalo del momento es que el presidente de la República –Félix Faure– ha muerto junto a su amante en la cama. Una muerte, si no feliz, presumiblemente gozosa. El escritor gallego, cuya estancia en Francia cambiaría su carácter y hasta su ideología, animándole a dejar definitivamente atrás las juveniles ensoñaciones anarquistas –dos años antes todavía profesaba la firme creencia de que la ordalía ácrata podía y debía cambiar mundo– para sustituirlas por los ardientes placeres carnales del joie de vivre

Inteligente y divertido

Probablemente fue allí, lejos de la olla madrileña, sin metafísicas, donde se convencería (para siempre) de que esta vida dura cuatro días y más vale aprovecharlos disfrutando del sol en lugar de incendiar las instituciones. Acaso debido a esta súbita conversión, París muestra a un Camba desinhibido, insolente, ácido, malévolo y extraordinariamente inteligente. Nunca incurre en la vulgaridad, pero se solaza, igual que un veraneante al sol, con la sátira y la burla de arquetipos, costumbres, diálogos y situaciones. El volumen de Renacimiento agavilla casi 70 artículos. Todos son divertidísimos. En ellos la forja de su ingenio ya está establecida. Hecha. Pareciera que a esa misma edad en la que otros todavía anhelan llegar algún día lejano al Parnaso, él ya hubiera descubierto que la posteridad que se desea nunca viene de forma voluntaria; y que, cuando se la desprecia, en cambio, muchas veces, te sonríe. Otras, no.

El lustro que pasó escribiendo para El Mundo –lo explica Álamo en el prólogo que abre el libro–, entre su etapa como cronista en Cortes para España Nueva y su cambio al diario La Tribuna, debieron ser muy felices para el escritor gallego, que venía de pasar fugazmente por Constantinopla, donde lo destinó La Correspondencia para informar sobre la rebelión de los jóvenes otomanos. Al menos, así se desprende del constante humor de estas crónicas, tramadas en la calle y en los cafés, lejos de los asientos aterciopelados del poder. Camba escribe del asombro que causan los avances de la industria aeronáutica, de las reclamaciones de las asociaciones feministas, de una extraña huelga de los ciegos de París, de los sagrados derechos de los animales, de las inundaciones del Sena y de los hotelitos (sentimentales) donde los banqueros y los industriales se entregan al amour fou con sus lánguidas queridas. 

Sus artículos son como una colección folletinesca, pero sin Rocambole. Lo anecdótico se torna en ellos categoría (siempre sin retórica) y lo histórico queda como un marco atmosférico de situación, en segundo plano. Sobresale siempre el carácter del joven Camba, golfo y burlón, a veces sutilmente faltón, para el que no existe ningún tema tabú ni leyes del decoro que respetar; y para el que la vida se parece a la filosofía (aérea) de un permanente veraneo. El gacetillero mira el cometa Halley igual que un niño que ha sido deslumbrado por un cielo pleno de estrellas. Y disfruta (como nadie) del arte de los sobreentendidos malévolos: 

«Steinheil decía que era un marido engañado; pero, si lo sabía, ya no estaba engañado. Estaba de acuerdo con su mujer y era un sinvergüenza, porque los sinvergüenzas se dividen en dos clases: los que se dedican a engañar, y los que se dedican a dejarse engañar (…) A mí no me cabe en la cabeza que [Madame] Steinheil haya hecho con Félix Faure las porquerías que se dicen por encargo de los judíos. Cuando se ha querido matar a un jefe de Estado se le ha hundido un puñal en el pecho, se le ha envenenado, se le ha dado un tiro o se le ha puesto una bomba; pero nunca se le ha enviado a una mujer para que le haga caricias (…) Si Félix Faure ha muerto a causa de sus relaciones con ella ha sido porque no estaba en edad de besar ciertos labios y de oler ciertas flores, y no por culpa de los judíos». 

Gran genio, mejor figura.

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