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Delibes lleva a Carmelo Gómez a brillar en su madurez

El actor, estrella del cine español de los 90, logra en ‘La guerra de nuestros antepasados’ su culminación en el teatro

Delibes lleva a Carmelo Gómez a brillar en su madurez

Escena de 'Las guerras de nuestros antepasados'.

Memorable Carmelo Gómez (Sahagún, León, 1962). Su actuación prodigiosa ha devuelto Las guerras de nuestros antepasados a las tablas del Teatro Bellas Artes de Madrid, donde ya había triunfado largamente. Bienvenido otra vez semejante desahogo de talento para arrancar el verano. 

Basada en la novela del mismo título de Miguel Delibes, la obra es más que propicia, desde luego, pero la madurez del que fuera uno de los actores españoles cumbre del cine de los 90 la levanta hasta el infinito con una pieza de orfebrería llamada Pacífico Pérez.

‘Las guerras de nuestros antepasados’

Pacífico es el paradójico nombre de un tipo de pueblo con un exterior primitivo y entrañable por el que se va filtrando poco a poco las aristas de un alma compleja y sensible, desdibujada a machetazos por un contexto familiar complicado, quintaesencia del lado más oscuro de aquella España que Delibes retrató con sensibilidad y talento insuperables.

Publicada en 1975, justo el año de la muerte de Franco, la novela se sitúa en 1969. Pacífico, enfermo de tuberculosis, espera en su celda una previsible pena de muerte. El doctor Burgueño, psiquiatra de la prisión (correctamente interpretado por Miguel Hermoso en la versión teatral), intenta desentrañar su caso con una serie de entrevistas. 

La adaptación de Eduardo Galán respeta el esquema original de la novela de Delibes, que va descubriendo las diversas capas de un Pacífico acechado por el destino que le adjudican sus antepasados a lo largo de su crianza en el entorno rural castellano: esa hombría que desvela «la guerra que te toque», donde se podrá ver «lo que tienes entre las piernas». 

‘Las guerras de nuestros antepasados’

España profunda

Ellos tuvieron cada uno la suya: la carlista del bisabuelo, la del Rif del abuelo y la Civil del padre han ido enhebrando un determinismo de la violencia. Por ese camino estrecho y tenebroso intentan conducir a Pacífico, alma sensible que intenta renegar y acaba enredado en una trama absurda que lo lleva a la cárcel, con una sentencia a garrote vil pendiendo sobre su noble cabezota.

Carmelo Gómez clava el acento, los gestos, las toses, las dudas, la luz y la sombra, hasta el último resquicio del encanto inmenso que alberga el personaje de Pacífico. Una simpatía y una tragedia que nos toca muy directamente. «Esto es una función muy española, cien por cien española. Está hablando de tres generaciones que han tenido una guerra y de que la cuarta no tiene la suya: no es una generación de verdad, es una generación perdida», explicaba el actor en la presentación de la obra.

Solo un texto de Miguel Delibes podía alcanzar hasta tal punto el nervio narrativo de la España profunda… En todos los sentidos, no solo el peyorativo, al contrario: «Hacía mucho trabajo de campo, se iba a ver a sus gentes, a sus paisanos, sabiendo que en la zona rural es donde estaba la piedra de roseta de los grandes valores que nosotros hoy podemos ir perdiendo, quizá también por el divorcio del pasado», recordaba Gómez. 

Por eso el resultado, pese al contexto teatral, no podía ser otra cosa que «un relato: anécdota tras anécdota, historia tras historia, vamos teniendo una percepción de un entorno social muy identitario, muy español, muy nuestro».

‘Las guerras de nuestros antepasados’

Violencia heredada

El adentramiento de Carmelo Gómez en la obra, de autenticidad superlativa, tiene truco: «Vengo de una zona rural, de niño he visto matar perros a palos y darle un hachazo en la cabeza a un caballo que ha estado toda la vida contigo, pero ya no sirve. He visto barbaridades en gente que luego es absolutamente humana y sensible, pero con una violencia heredada: esto es lo que hacen todos y el que no, es un maricón». 

Se nota que Pacífico le sale de las tripas y, sobre todo, del disfrute consolidado de quien ha llegado a donde quería: al punto de partida, pero con un tesoro recolectado en el camino. «También que es una forma de cerrar un círculo personal y laboral. Vuelvo al teatro con una función que me devuelve a la infancia».

El viaje no ha terminado: «Todavía falta mucho por aprender». Pero lo afronta desde otra perspectiva: «Ahora estoy muy atento a que no se me vaya la letra, a estar en el lugar, a intentar crear clima, a intentar estar en el ritmo, a que no se vaya al relato, porque es un relato y otro y otro y otro y otro y cada uno tiene su textura».

Aunque su carrera comenzó en la Compañía Nacional de Teatro Clásico, a Carmelo Gómez se le conoce sobre todo por sus películas de los años 90 –de Días contados, de Imanol Uribe, a El perro del hortelano, de Pilar Miró, pasando por Vacas, de Julio Medem, por ejemplo. Su presencia hasta excesiva en las pantallas fue difuminándose a lo largo del siglo XXI hasta dar en un feliz regreso al teatro (como prioridad, en realidad nunca lo abandonó) en los últimos años.

«Empecé con unas ilusiones en el teatro, que me costó mucho trabajo. Luego llegó el cine y, al volver al teatro, de repente descubro que una obra se puede convertir en el final del círculo de una vida como actor», concluía Carmelo Gómez. Con un matiz final, en plena epifanía de madurez: «Como actor y como artista, porque ahora sí que reconozco que he estado haciendo arte».

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