Antonio G. Maldonado: apuntes sobre la melancolía en la sociedad digital
‘Los sentidos del tiempo’ es un interesante breviario que propone una síntesis entre ciencia y tradición humanística
Quien lo hace a diario, lo sabe: escribir en corto es más complejo, difícil y, a veces, hasta más sofisticado que hacerlo con una extensión libre o sin límite. Los formatos y los géneros breves exigen una altísima condensación de sentido –intelectual y retórica– que no demandan los libros largos, a los que Borges siempre miró con una inteligente desconfianza. El escritor argentino nunca publicó una novela porque no era amigo de los momentos de transición que requiere la narrativa de largo aliento, innecesarios en su formato preferido: el relato fantástico. Esta misma regla rige en el caso del ensayo: al margen de los argumentos que se expongan, la mejor literatura de ideas, igual que los poemas, requiere explicar las cosas con las palabras justas, aunque se prescinda de una exposición sistemática, y dominar un estilo en el que la divagación tenga un cierto rumbo o, al menos, un mapa de navegación.
Nadie como los clásicos, maestros de la destilación inteligente, para escribir libros esenciales, bellos, breves y útiles, donde lo que se dice y cómo se dice se nutren mutuamente. De ahí que la escritura de breviarios, un formato que se presenta ante los lectores como un indudable acto de cortesía –para decir lo necesario y prescindir de lo accesorio– tenga mucho de arte incomprendido. Antonio G. Maldonado (Málaga, 1983) consultor político y profesor de Asuntos Públicos, acaba de firmar para La Caja Books, una editorial valenciana que hace libros elegantísimos a la par que modernos, uno de estos ensayos mínimos: Los sentidos del tiempo. Un cuaderno de notas que podía ser perfectamente el esqueleto de una obra más amplia, incluso de un tratado, pero que su autor ha preferido darnos con una medida métrica.
Maldonado, que ha trabajado en instituciones y organizaciones políticas haciendo discursos, no es nuevo en el ámbito de la reflexión política, como evidencian los dos libros escritos en colaboración con el jurista Antonio Garrigues Walker –Manual para vivir en la era de la incertidumbre y Sobrevivir para contarla, ambos en Deusto– y en un ensayo anterior, El final de la aventura, también en La Caja Books, dedicado a diagnosticar el nuevo spleen de una civilización digital entregada por completo a la fascinación tecnológica. En este libro, que podría considerarse el antecedente de Los sentidos del tiempo, ya se cuestionaba por el significado del concepto de descubrimiento en un mundo –el nuestro– en el que ha enraizado el espejismo de que la aceleración del conocimiento invalida cualquier método anterior de comprensión de la realidad. ¿Quedan todavía aventuras en la que podamos embarcarnos?
El ensayista malagueño abogaba por crear ex novo el porvenir, en vez de tratar de adivinarlo. En Los sentidos del tiempo explora la magia del asombro cotidiano gracias al fértil amparo de la fascinación científica y el sustento –infalible– de grandes obras literarias, en especial La montaña mágica de Thomas Mann. La empresa no era nada sencilla. Maldonado la salva mediante una colección de apuntes íntimos –que incluyen sus propias dudas sobre la eficacia de sus argumentos– que, en lugar de fijar respuestas cerradas, formula interrogantes abiertos, susceptibles de mayor desarrollo. Su breviario acaso padezca una excesiva encadenación de citas y referencias de autoridad (ajenas), entre las que se intercalan episodios autobiográficos cargados de una significación metafórica, incluso epifánica. Nos hubiera gustado oír más la voz del autor, aunque el correlato que se establece entre estas experiencias íntimas y las ideas del presente articulen una suerte de conversación sobre una de las sombras de esta etapa de la posmodernidad: la desacralización de las herramientas culturales que dotaban de sentido a nuestra civilización.
Avance y retroceso
La reflexión de Maldonado incluye pasajes afortunados sobre cómo los objetos y restos del pretérito adquieren una nueva semántica en función del animus del individuo. El tiempo, en efecto, no es una línea continua con un indeterminado principio y un fin ignorado, sino una experiencia cambiante, caracterizada por los avances y los retrocesos. Este magma sensorial es lo que nos define como especie. Por mucho que las sociedades occidentales, inmersas en un estancamiento susceptible de degenerar en el principio de un retroceso, todavía rindan culto a la idea del progreso infinito, siempre existirán estas zonas abiertas a la fascinación de lo inesperado. El autor tiene una visión optimista del presente –cree que todo tiempo pasado fue infinitamente peor que el momentum actual– pero no puede, o no quiere, sustraerse de la seducción que supone ese gesto de volver a habitar el planeta como un simple ser humano.
«Es útil conseguir quitarse toda la cáscara» –escribe Maldonado– «y quedarse con lo que compartimos con quienes nos precedieron. Un instante puro que te acerca a una historia de la que nos suele separar un espeso filtro sepia. Se produce así una paradoja: para observar bien la historia es necesario buscar una forma de salirse momentáneamente de ella». Borges lo resumió con menos palabras. En corto: «Al cabo de los años he observado que la belleza, como la felicidad, es frecuente. No pasa un día en que no estemos un instante en el paraíso». Éste es el mágico asombro (consuetudinario) del que nos habla este libro.