'En tierra de santos y pecadores': el 'thriller' irlandés de Liam Neeson
El actor vuelve a su papel de justiciero en una amena película ambientada en los años más duros del conflicto del Úlster
Desde hace ya unos cuantos años, Liam Neeson -que dio vida a Oskar Schindler y al revolucionario irlandés Michael Collins- parece haberse especializado en interpretar a justicieros o vengadores taciturnos, impertérritos y expeditivos. Sus películas más exitosas en este registro -las tres entregas de la saga Venganza y otros productos clónicos- son insufribles y tramposas, pero de vez en cuando nos sorprende con alguna propuesta que, sin desmarcarse del género, resulta estimulante.
Sucedió con Venganza bajo cero, remake de una cinta noruega, que desplegaba un muy disfrutable humor negro. Y sucede en buena medida con En tierra de santos y pecadores, en la que el actor da vida a un sicario llamado Finbar, que trabaja para un mafioso local en Donegal, uno de los tres condados del Úlster que no forman parte de la británica Irlanda del Norte.
Finbar es un lobo solitario que vive sin llamar la atención en un idílico pueblecito costero, arrastra un pasado atormentado y coquetea caballerosamente con su vecina que cuida de un marido enfermo. Hasta que un día se ve envuelto en un lío con unos terroristas del IRA que se han escondido en los alrededores después de cometer un atentado con coche bomba en el que han convertido a un grupo de niños en víctimas colaterales de su sanguinario patriotismo.
Una vez más, Neeson se pone el mono de trabajo para interpretar su papel estelar de vengador taciturno, impertérrito y expeditivo -nada nuevo bajo el sol-, pero el contexto en el que está ambientada la película -1974, la época más cruenta del conflicto norirlandés-, y la sólida construcción del repertorio de personajes secundarios, elevan a esta propuesta por encima de otros productos de la marca Neeson el justiciero.
Al interés de los personajes que lo rodean contribuye que En tierra de santos y pecadores reúna a lo mejorcito de los actores de reparto irlandeses en activo: el veterano Colm Meaney es el mafioso que le indica a Finbar a quien se tiene que cargar; Ciarán Hinds da vida al cándido policía local que empieza a sospechar que quizá su amigo Finbar no se dedique al negocio de los libros antiguos, sino a alguna profesión menos apacible; Kerry Condon (la hermana de Colin Farrel en la estupenda Almas en pena en Inisherin) es la malhablada y psicótica líder del comando del IRA, y Jack Gleeson (ningún vínculo familiar con el gran Brendan Gleeson) interpreta a un joven sicario colega de Finbar y fan de los Moody Blues, que sueña con largarse algún día a California para dejar la pistola y tocar la guitarra.
La violencia del IRA, telón de fondo
De entrada, se agradece que no haya el menor amago de coartada patriótica alrededor de la violencia del IRA, cuyos miembros son presentados como una pandilla de fanáticos y tarugos. Aunque puede resultar paradójico que, frente a ellos, el sicario protagonista sí tenga un código moral y deontológico que lo convierte en el héroe de la función. De hecho, el conflicto arranca cuando defiende a una niña del pueblo a la que sospecha que alguien está maltratando.
No estamos ni por asomo ante un largometraje con carga política ni ante una mirada histórica sobre el conflicto norirlandés. El contexto no es más que un resultón telón de fondo para un thriller con vistosos paisajes y buenas escenas de tensión y de acción. La película incorpora además un detalle poético-macabro interesante: cuando Finbar recibe el encargo de eliminar a alguien, lo secuestra, se lo lleva maniatado en el maletero del coche hasta un recóndito claro del bosque y le obliga a cavar su propia tumba antes de pegarle un tiro. Después lo entierra y planta encima un arbolito. Cuando descubrimos la cantidad de arbolitos que hay en el lugar, nos percatamos de lo prolífico que ha sido como liquidador.
Esta es la segunda colaboración de Neeson con el director estadounidense Robert Lorenz –la anterior fue la mucho más flojita El protector– y es interesante saber que antes de lanzarse a la dirección, Lorenz fue durante muchos años productor y estrecho colaborador de Clint Eastwood. Conoce, por lo tanto, muy bien los códigos de este tipo de cine, porque Eastwood fue en los años setenta del siglo pasado el inventor del justiciero cinematográfico que aplica su propia ley de forma implacable.
Con una experiencia previa como pistolero del Oeste en varios spaghetti westerns de Sergio Leone, el actor trasladó este perfil al entorno urbano contemporáneo en 1971 con la muy influyente e imitada Harry el sucio, a la que siguieron un montón de secuelas. En la convulsa América de esa época, con altos índices de criminalidad en las grandes ciudades, el personaje conectó con los instintos primarios del público y arrasó en la taquilla. Tal fue el éxito que no tardó en salir una réplica low cost encarnada por Charles Bronson en El justiciero de la ciudad (Death Wish) y la inacabable saga a la que dio pie. Eastwood era un poli heterodoxo y Bronson un ciudadano cabreado, ambos dispuestos a ejercer de jueces y ejecutores, todo en uno. Hoy esos títulos son clásicos, pero en su día fueron polémicos y acusados de tener tintes fascistoides. Neeson se ha convertido en el heredero más aplicado de esta estirpe y a sus 72 años sigue en la brecha, gracias a que este tipo de películas no cuentan con escenas de acción de tanta exigencia física como las sagas de James Bond o Misión imposible.
En tierra de santos y pecadores logra esquivar buena parte de los clichés más habituales de este género, aunque no escapa de todos. No se esperen grandes profundidades psicológicas, pero sí un muy ameno y bien construido thriller en el que Liam Neeson, nacido en el condado de Antrim, en Irlanda del Norte, regresa al terruño.