Eros y logos
La ‘Epístola moral a Fabio’ es también un alegato contra el poder, contra el consumo innecesario, contra la opresión
Hace bastante tiempo iba leyendo en el metro de Madrid cuando un viajero de edad indefinida se sentó a mi lado, se fijó en mi libro y dijo:
–Desde joven tiendo a ver la Epístola moral a Fabio como un poema de amor real y carnal.
Le miré desconcertado tanto por su intromisión en mi lectura como por la manera tan categórica de hacerlo. El viajero prosiguió:
-Perdone mi atrevimiento y acompáñeme, si no le importa, al año 1612, cuando el militar Andrés Fernández de Andrada le escribe la carta-poema a Fabio, es decir, a Alonso Tello de Guzmán. Sí, la carta que usted está leyendo en un lugar tan inoportuno. Andrés temía que su amigo se perdiera en ambiciones cortesanas, «donde al más astuto nacen canas», y se olvidara de él. Por eso se encargó de enumerar en su poema lo que nos aparta de nuestro propio ser y del ser que amamos… Prodigarse demasiado, o inclinar la rodilla ante los poderosos, o vivir entre aduladores, o aspirar a glorias militares, o medrar al amparo del Estado son actitudes que nos apartan de toda forma de verdad personal… Luego el poema habla de las civilizaciones muertas, que no dejaron ni rastro. ¿Qué vamos a dejar nosotros? En ese momento el poeta vierte algunos tópicos sobre la fugacidad de la vida e invita a vivir en el presente, que es el presente de la reflexión y del amor.
-Tengo entendido que el año de la redacción del poema por parte de Andrés, su amigo y destinatario de la carta, Alonso Tello, fue nombrado corregidor de México…
-Así es, y Andrés, que quizá le acababa de enviar a Alonso una copia de la Epístola o quizá no, cruzará el Atlántico tras él en 1613. En América, Alonso ayudará a Andrés, y no dejará de hacerlo hasta el día de su muerte en San Luis de Potosí en 1623. Muerto su amigo-mentor, Andrés se sintió desorientado. A partir de entonces la vida del poeta es una sucesión de negocios y barullos económicos, incluido un matrimonio, hasta acabar en la indigencia.
–Dámaso Alonso lo compara con Rimbaud, pues tras componer la Epístola, Andrés no volvió a escribir y se entregó a la vida, a las quiebras, a la insolvencia…
–Normal. Cuando consigues un poema total y tienes la certeza de que ya no lo podrás superar, porque en cierto modo ya has dicho todo lo que querías decir, cuando tienes esa terrible certeza, abandonas la escritura y hasta te puede asaltar la tentación de convertirte en un forajido. ¿Volvemos a la epístola?
«Puede que entre ellos lo verdaderamente vicioso fuese su relación con el dinero, su desesperación vinculada a los excesos»
-Volvamos.
-Tras la enumeración de todo lo que nos aparta del ser, tras lamentar las culturas extinguidas y de paso también la juventud perdida, el autor de la Epístola añade con mansedumbre: «Quiero, Fabio, seguir a quien me llama, /y callado pasar entre la gente,/ que no afecto a los nombres ni a la fama». Reconocerá usted que ciertos amores no necesitan fama y más bien la evitan, y el amor que a mi entender se profesaban Alonso y Andrés sólo podía tener lugar en un rincón bien apartado.
-En la Epístola moral Andrés habla con cierta severidad del vicio.
-Sí, pero mucho me temo que su idea del vicio no era la convencional. Puede que entre ellos lo verdaderamente vicioso fuese su relación con el dinero, su ambición, su desesperación vinculada a las juergas y a los excesos, sin olvidar las miserias de la guerra, las muertes violentas, los negocios sucios, los pactos sangrientos… Ante todo ese oropel del mundo, al poeta le basta «un ángulo entre sus lares,/ un libro y un amigo». Eros y logos habitando el mismo espacio angular, y en ese espacio Andrés espera a su amigo y acaba el poema diciéndole: «Ya, dulce amigo, huyo y me retiro,/ de cuanto simple amé rompí los lazos. /Ven y sabrás el grande fin que aspiro/ antes de que el tiempo muera en nuestros brazos». Un final que semeja una llamarada de amor. El poeta le pide a su amigo que acuda a su retiro con una frase de doble sentido. Le pide que vuelva antes de que la muerte los desintegre o la vejez los arruine, pero también que vuelva para saber «el grande fin que espera» antes del momento en el que el abrazo intenso anule la duración del momento y haga morir el tiempo en los brazos, instaurando la eternidad del presente. El hecho de que el último verso haga velada referencia a un abrazo tan sentido que destruye el tiempo, invita a pensar en un amor bien singular que toma la forma de un susurro salmódico en la oscuridad de la noche, un susurro que llega desde una conciencia que se muestra en su soledad más pura, más asentada, sin dejar de ser ondulante como el río que evoca en alguna ocasión.
-Convendrá conmigo que mucha gente hará lecturas muy diferentes a la que me acaba de referir.
-Están en su derecho; le invito a usted a hacer la suya. Verá, amigo, más allá de la herencia de Horacio y Séneca visibles desde los primeros versos, más allá de lo que han dicho los doctos sobre el asunto, el poema me parece lleno de sustancia para la sociedad del presente. La Epístola habla de desconectar, de mirar sin miedo la devastación del pasado y las promesas del presente, y de atreverse a establecer relaciones donde los libros se mezclan con la ciencia de las caricias, y el amor con la filosofía. La Epístola moral a Fabio es también un alegato contra el poder, contra el consumo innecesario, contra las alienaciones del mundo, contra la opresión, contra el olvido del propio ser y contra el olvido del amor al otro ser: los dos olvidos cardinales centran la epístola de Andrés y la van sembrando de afirmaciones hirientes y a la vez sosegadas sobre el contenido tóxico de la avaricia y la ambición: las dos fieras que más nos apartan de los círculos sagrados de la amistad y del amor, de los círculos del saber, de los círculos de reconocimiento, cuando los cuerpos se reconocen en su soledad existencial. Ha sido un placer hablar con usted -dijo, y salió del vagón en una estación que no recuerdo. Nunca más lo volví a ver.