Entre el mito y la biografía: la gran novela de Marco Polo
Arpa publica el memorable relato narrativo que el poeta ruso Víktor Shklovski dedicó al célebre viajero y comerciante
Su nombradía da nombre a un cráter de la luna, el hipnótico satélite que en español tiene género femenino, al contrario que en alemán, donde se lo considera la pareja (masculina) del sol (die Sonne), y a un asteroide, pero siete siglos exactos después de que sus pies hollaran la Tierra y su cuerpo recorriera todos los senderos, no sabemos con exactitud quién fue, del mismo modo que, en el fondo, ignoramos el sustrato íntimo hasta de las personas que más conocemos. Casi 800 años después de su nacimiento, la figura de Marco Polo se ha instalado en la posteridad con una fortuna equivalente a la de los mitos. Se dice que nació en la Serenísima República (Venecia) y que procedía de una familia de mercaderes, pero todo esto carece de importancia. En algún sitio hay que nacer y algún linaje debe concebirnos.
Lo trascendente es que, más que por sus hechos, su fama procede de sus dichos. Mejor dicho: de la verosimilitud de lo que escribió sobre sus experiencias y los viajes desde Europa a Asia y Oriente, manuscritos por Rustichello de Pisa durante los años que ambos pasaron juntos en una prisión genovesa. Sus anotaciones –recogidas en un libro titulado Il Milione– se leyeron como una novela hasta que, 200 años más tarde, comenzaron a ser consideradas como testimonios verdaderos sobre China y el lejano confín Este del mundo (entonces) conocido.
La cosa no deja de tener su ironía: al contrario que la Ilíada y la Odisea de Homero –dos poemas épicos y, por tanto, ficticios, que servían como fuentes educativas en la antigua cultura griega–, el Libro de Viajes de Marco Polo fue tenido como una obra de pura fantasía para, muchísimos años después, pasar a ser considerado como el mapa fidedigno de una geografía imaginaria desde el prisma medieval. Otro tanto sucede con su biografía, que pudiera ser ficción o realismo extremo. Quizás por eso Víktor Shklovski, soldado (en la Primera Guerra Mundial), poeta y uno de los intelectuales rusos purgados por la revolución bolchevique, cuyo triunfo no trajo la libertad ni la justicia social, sino otro totalitarismo, dedicó un libro a volver a fijar el rostro –desdibujado– del mítico viajero que cabe leer, igual que sus crónicas sobre Asia, indistintamente como una novela o una relación histórica.
El Marco Polo de Shklovski, que fue uno de los patriarcas del formalismo y un intelectual contrario a que el arte fuera usado en su país como una mera herramienta de propaganda ideológica, es también estas dos cosas. Una narración divulgativa sobre los viajes de los Polo que no desmerece en comparación con algunas de las mejores biografías (imaginarias) de Stefan Zweig. Igual que éstas, el escritor ruso, que publicó la obra en 1931, no se limita a condensar en una colección de capítulos breves, al modo de las historias de Grecia y Roma de Indro Montanelli, la peripecia de su biografiado, sino que extiende su pesquisa al contexto (cultural) que la dota de sentido, de forma que su relación explica quién fue Marco Polo y también cómo el comercio abrió la mente de Europa hacia otras latitudes (geográficas).
Del libro de Shklovski, que se refugió en la prosa histórica después de que, tras un exilio en Berlín, decidiera regresar a la Unión Soviética –previo acto público de (falso) arrepentimiento e inmolación de su glorioso pasado como estudioso de la estética de las letras, forzado por el régimen estalinista–, existía una antigua edición en español (Bruguera, 1982) absolutamente descatalogada. El sello barcelonés Arpa lo reedita ahora con una excelente traducción e introducción de Ricardo San Vicente, y un postfacio de Xavier Aldecoa, en un volumen donde se da cuenta íntegra de los distintos perfiles de la leyenda del viajero veneciano, uno de los grandes nómadas de la Europa medieval y acaso el más célebre de todos sus cronistas.
Memoria y geopolítica
Más que un diario de viajes, la epopeya de Marco Polo, sin el cual Cristóbal Colón no hubiera descubierto América persiguiendo el imaginario Cipango, es una confesión. Unas memorias cuya exactitud fue puesta en duda por sus contemporáneos, incrédulos ante los asombrosos avatares vividos en los imperios chino y mogol. Polo, según la leyenda, sostenía no haber contado ni siquiera la mitad de lo que había vivido. Igual que el Quijote, su odisea condensa toda la fantasía de los hombres de su tiempo, al mismo tiempo que muestra su ignorancia. Las páginas dedicadas a la fundación (mítica) de la Serenísima son excelentes y su interpretación sobre el hondo impacto que causaban las expediciones comerciales, que seguían rutas seculares dominadas cada una de ellas por un clan o una familia distinta, memorable: «Los venecianos viajaban lejos, pero poco contaban acerca de lo que veían. Los caminos eran secretos, pues conducían a la riqueza». Toda una lección de sabiduría y geopolítica milenaria.
Il Signore Marco Polo, acaudalado patricio de cuna, desde este punto de vista, es una absoluta rara avis, porque decide relatar sus viajes en vez de mantenerlos en la sombra. Las razones para contarlos –ya sea ganar fama y prestigio social, buscar un atenuante carcelario o sacar algún rédito económico de sus peripecias– viene a ser lo de menos. Lo demás es que –como apunta Shklovski– dos siglos después de su muerte ya contaba con su primera biografía, redactada por el geógrafo Ramusio, secretario del Consejo de los Diez de Venecia.
La novela del Gran Kan, como fue conocido popularmente su libro de las maravillas en los círculos cortesanos de su época, que lo creían literatura de evasión, comenzó a ganar adeptos. Paradójicamente, también se leyó así la biografía de Shklovski, elaborada no sobre el terreno, sino gracias a los manuales disponibles en la biblioteca de San Petersburgo, no purgados por los bolcheviques. Su retrato sobre Marco Polo y su tiempo es, sobre todo, libresco, inmortal y memorable. Y una forma de soñar con la libertad entre las oscuras tinieblas de la casa Rusia.