¿Qué pasa con las actrices cuando envejecen?
La crítica Murielle Joudet estudia en ‘La segunda mujer’ ocho perfiles de estrellas femeninas ante el reto de la madurez
En el programa de la humorista Amy Schumer hay un sketch titulado Last F**uckable Day -se puede ver en YouTube- en el que se topa con las actrices Tina Fey, Patricia Arquette y Julia-Louis Dreyfuss celebrando el último día como f**ollable (con perdón) en la pantalla de la última. A partir de ese momento se le abre la dimensión desconocida: ser relegada a papeles secundarios de madre o amiga o directamente desaparecer. El envejecimiento amenaza a los actores de ambos sexos, pero no por igual. La entrada en la madurez tiende a ser más crítica para una actriz que para un actor. Aborda este asunto La segunda mujer (Athenaica) de la crítica francesa Murielle Joudet, a través de ocho perfiles de estrellas femeninas que han afrontado el reto de forma diferente. Las elegidas son dos francesas (Brigitte Bardot e Isabelle Huppert) y seis de Hollywood, tres clásicas (Mae West, Bette Davis y Thelma Ritter) y tres contemporáneas (Meryl Streep, Nicole Kidman y Frances McDormand).
El título del libro alude, por un lado, al clásico del feminismo El segundo sexo de Simone de Beauvoir, en el que la autora reflexionaba sobre la diferente vivencia del envejecimiento según el sexo: «Mientras que el hombre envejece continuamente, la mujer es despojada de forma violenta de su feminidad; cuando aún es joven, pierde el atractivo erótico de donde lo extraía, a ojos de la sociedad y de los suyos propios, la justificación de su existencia». Pero también alude, de forma más directa, a Noche de estreno de John Cassavetes, uno de los escasos cineastas estadounidenses que retrató con verdadera profundidad a mujeres maduras, ofreciendo grandes papeles a su esposa, Gena Rowlands. En esta película ella interpreta a una actriz que prepara el estreno en Brodway de una obra titulada precisamente La segunda mujer, mientras se enfrenta al vértigo del peso de los años.
Dato relevante: Cassavetes era un outsider, que rodaba en Nueva York, muy lejos de Hollywood. Aunque de allí también salió algún retrato magnífico de mujer adentrándose en la madurez: Eva al desnudo de Mankiewicz, en la que Bette Davis interpreta a Margo Channing, una diva del teatro que está entrando en esa etapa y siente en el cogote el aliento de una juventud dispuesta a desplazarla a codazos. Bette Davis es un caso interesante e inusual de estrella clásica: como no era el prototipo de bomba sexual que se estilaba, tendió a interpretar a mujeres de edades por encima de la suya, más complejas y reales de lo habitual. Su físico, que pudo ser un freno en los inicios de su carrera, la acabó propulsando a papeles más interesantes.
Se me ocurre otro ejemplo significativo de actriz que representó a un personaje por encima de su edad y lanzó en 1967 el mito de la MILF (la mujer madura seductora, omnipresente en el imaginario pornográfico contemporáneo). Anne Bancroft tenía solo 36 años cuando interpretó a Mrs. Robinson en El graduado. Pero hay algo más curioso: tenía solo seis más que el seducido Dustin Hoffman, quien, con 30 años, daba vida a un personaje mucho más joven.
Para una actriz, la forma más radical de enfrentarse al envejecimiento es simplemente negarlo. El caso más notorio sigue siendo el de Greta Garbo, que un buen día -por voluntad propia- dejó el cine y la vida pública y de este modo se mantuvo eternamente joven en sus películas (la diva de la canción italiana Mina ha hecho algo similar; sigue grabando discos, pero desde hace décadas rehúye las apariciones en persona).
El Hollywood del Código Hays
La otra forma radical de afrontar el tema es la opuesta: haber sido siempre madura. El libro de Joudet aborda dos casos muy distintos en el Hollywood clásico. Por un lado, Mae West, una actriz que llegó al cine procedente de los vodeviles subidos de tono de Broadway. Su primera película, de 1932, la protagonizó cuando tenía ya 40 años y su papel -que repitió hasta la saciedad- era el de señora procaz que seducía sin complejos a jóvenes amantes. Uno de ellos era Cary Grant, que hizo sus pinitos en el cine como objeto del deseo de Mae. Por esas fechas también fue partenaire de otra femme fatale, Marlene Dietrich, en La venus rubia de Sternberg.
Grant fue amante de ambas no solo en la pantalla y las dos coincidieron en difundir maledicencias sobre lo nulo que era en la cama. West era la versión tosca y un punto zafia de la sofisticada vampiresa Marlene. Ambas triunfaron en el Hollywood Pre-Code, es decir en el cine que se hacía antes de que Hollywood, asustado por la presión de las ligas morales ultraconservadoras -los trumpistas del pasado-, se autoimpusiera un sistema de censura, el llamado Código Hays, que convirtió al cine americano en mucho más mojigato hasta su derogación en 1967 (sí, justo el año de El graduado). La diferencia es que Marlene sobrevivió al código y se reinventó, mientras que la carrera de West se hundió a principios de los años cuarenta. Sobrevivió con sus negocios, porque bajo su apariencia vulgar era una mujer listísima, que ya en Broadway escribía sus propias obras de teatro. Recuerden que Dalí la convirtió en icono en su Retrato de Mae West -se exhibe en el Museo Dalí de Figueras- en el que sus prominentes labios se convierten en un sofá.
Mae West rechazó el papel de Norma Desmond en El crepúsculo de los dioses que Billy Wilder le ofreció, entre otras cosas porque la actriz exigía cambios en el guion para que el personaje dominara por completo a su joven amante, lo que ella siempre había hecho en la pantalla. El rol acabó en manos de la diva del cine mudo de Gloria Swanson, dispuesta a interpretar una versión grotesca de sí misma y a afrontar no ya la madurez, sino directamente la decrepitud de una estrella en decadencia. Años después, Bette Davis y Joan Crawford fueron un paso más allá -hasta el puro Grand Gignol– en ¿Qué fue de baby Jane?, de Robert Aldrich.
Thelma Ritter también llegó al cine a edad avanzada y siempre la hemos visto mayor. Ella se especializó en papeles secundarios de suegra o criada que empina el codo en comedias de Doris Day y fue la enfermera que cuidaba -y reprendía- a James Stewart en La ventana indiscreta de Hitchcock, contrapunto a la belleza etérea de Grace Kelly. La mujer real frente a la ensoñación glamurosa de la estrella rubia.
De Brigitte Bardot a Meryl Streep
La antítesis de Ritter podría ser Brigitte Bardot, la joven que exuda sexualidad, el sueño erótico del público masculino, el cuerpo femenino cincelado en la pantalla desde la mirada del deseo. Y Dios creo a la mujer, que la lanzó, fue a la vez una película mediocre y un fenómeno sociológico. Cada país ha tenido su icono sexual: Marilyn en Estados Unidos, Diana Dors en Inglaterra, la larga lista de maggioratas del cine italiano (de Silvana Mangano a Sofia Loren, pasando por Gina Lollobrigida y tantas otras). Me parece interesante comparar a Bardot con su coetánea Catherine Deneuve, dos bellezas rubias francesas. La primera fue devorada por su personaje y no sobrevivió al peso de cumplir años. Deneuve, mucho más inteligente en la elección de papeles y la construcción de una carrera, sigue en activo a sus 80 años (el 14 de agosto llega a los cines españoles La mujer del presidente, en la que interpreta a Bernadette Chirac).
En Hollywood sobrevivir a la edad pasa por los retoques estéticos o digitales en pos de la eterna juventud, caso de Nicole Kidman, o, en sus antípodas, por negarse a asumir el cuento de la mujer perfecta y concentrarse en actuar, caso de Frances McDormand. Entre las estrellas que han sobrevivido a la edad -Glenn Close, Diane Keaton-, destaca Meryl Streep, que en sus inicios lo tuvo crudo por no ser una belleza estándar. Es famosa la anécdota de que el productor Dino de Laurentiis la rechazó para el papel de la chica en el remake de King Kong -se lo dio a Jessica Lange- al grito de Ché brutta! (¡qué fea!). A Streep eso le permitió buscar otro tipo de personajes, jugar a ser camaleónica y sobrevivir al tiempo mucho mejor que las sex symbols.
Un ejemplo de estrella que rompió moldes y forjó una nueva representación de la feminidad en el cine americano de los años sesenta y setenta es Faye Dunaway, con títulos como Bonnie and Clyde, El caso de Thomas Crown, Chinatown, Network. Se ganó fama de intratable (hay anécdotas legendarias sobre el rodaje de Chinatown y lo mucho que se odiaron ella y Polanski, una de las cuales incluye el lanzamiento de orina a la cara del director). Sobre ella se acaba de estrenar en HBO un muy recomendable documental titulado Faye, dirigido por Laurent Bouzereau.
El problema del envejecimiento en las actrices no es sino reflejo de cómo la sociedad ha encarado de forma diferente el paso del tiempo en hombres y mujeres. Además, históricamente ha habido menos papeles interesantes para actrices maduras que para actores maduros, aunque las cosas están cambiando. En 2022, en Buena suerte, Leo Grande, Emma Thompson rompió un tabú al desnudarse por completo en pantalla a sus entonces 63 años y mostrar un cuerpo real, sin retoques quirúrgicos ni digitales.