Julien Blanc y la memoria de una Europa infernal
El Paseo recupera la trilogía biográfica del escritor francés, un friso sobre la vida cotidiana del siglo pasado
Los alemanes la denominan alltagsgeschichte, pero en España, cuya historiografía, igual que su literatura, destaca por su alta intensidad realista, se la bautizó, no sin una cierta polémica, como historia de la vida cotidiana, un ámbito de estudios académicos –relativamente recientes– que tratan de interpretar el pasado, no en función de grandes hechos y personajes históricos singulares, sino penetrando en ese concepto –fecundo al tiempo que unamuniano– de la intrahistoria. La visión del pretérito según quienes lo vivieron. Una historia en primera persona –aunque sus protagonistas puedan ser parte de una colectividad– alejada de la memoria interesada que, más que a los hechos, responde a los recuerdos subjetivos.
En la obra de Julien Blanc (1908-1951), escritor francés de escasa fortuna pero indudable talento (fue finalista del Goncourt y ganador del Premio Sainte-Beuve), confluyen el retrato social de una época y un tiempo –la Europa infernal de principios del pasado siglo– y la creación literaria. Ambos se funden en un género híbrido que, sin dejar de ser formalmente biográfico, participa por completo de las artes de la narración. Blanc, cuyas novelas tuvieron una repercusión discreta, decidió –siguiendo el consejo de Jean Paulhan, director de La Nouvelle Revue Française– buscar consuelo a su mala suerte relatando su existencia, acaso con la secreta convicción (desesperada) de que sus experiencias desbrozarían el bosque de la indiferencia que no logró cruzar con su literatura de imaginación.
Todo fue en vano, pero con este gesto de dignidad nos dejó una trilogía que hace una década deslumbró en los ambientes editoriales franceses y que viene publicando (en español, con traducción de Luisa Lucuix Venegas) la editorial sevillana El Paseo. Seule, la vie (La vida, sin más) reúne tres narraciones independientes que pueden leerse como el friso de la Europa de principios del siglo XX, una época que alumbró la primera modernidad y contempló el naufragio continental de la Gran Guerra, a la que seguiría después, la contienda civil española, donde Blanc ejerció como camillero de una organización anarquista –la FAI–, vería morir a su amante (embarazada), conoció a Simone Weil y contempló el Madrid del Frente Popular.
La vida del escritor francés, fallecido en la indigencia con poco más de cuarenta años, es una poderosa metáfora sobre las negras sombras del continente, concentradas en una existencia desgarrada. Blanc decidió dividir su saga en tres instantes: su infancia y adolescencia, marcada por la temprana orfandad, la rebeldía y la humillación, que vivió en distintas casas de acogidas y reformatorios (Confusión de penas, 1943); su experiencia como miliciano en el Batallón África (Listillo, prepara el petate, 1947) y La hora de los hombres, 1948), donde relata sus calamidades españolas, y en cuya preparación trabaja David González, el editor de El Paseo, en paralelo a la nueva y colosal versión actualizada –a cargo de Mauro Armiño– de A la busca del tiempo perdido, de Proust, de la que sólo resta por publicar la última entrega.
Para reseñar la obra de Blanc suelen recordarse los elogios que le dedicaron Albert Camus o Jean Rostand, pero lo cierto es que su ciclo biográfico, reeditado en Francia por el sello Finitude, se sostiene perfectamente por sí mismo, sin necesidad alguna de padrinazgos. Blanc, cuya trilogía estaba inédita en español, escribe con un estilo directo y crudo. Su prosa, cortante y precisa, sin digresiones, transmite toda la fuerza de una narración hecha por un testigo que, primero, siente una sostenida hostilidad frente a los otros y, después, pierde siete años de su vida en los infectos cuarteles de la milicia francesa en el Norte de Marruecos para –finalmente– contemplar de cerca la guerra civil española mientras recoge heridos de las trincheras. Tres vivencias que le hacen tener una fe muy escasa en la condición humana.
Una vida desgraciada y cruel
La biografía de Blanc es la crónica de un hombre desgraciado que no encaja en ningún sitio. Ni siquiera en los sucesivos infiernos (terrestres) en los que habitó, donde tuvo que convivir (para su desgracia) con otros iguales: seres zarandeados, sin la más mínima esperanza ni voluntad de redención, arrojados a la noria de una vida absurda y cruel. Desde el punto de vista genérico, La vida, sin más es una bildungsroman (novela de iniciación), una antiepopeya picaresca, un excelente antídoto contra la victimización (tan frecuente en nuestros días) y un viaje a las profundidades de la psicología humana, cuyas tinieblas se deben a los sentimientos de pérdida y frustración y a la ausencia constante de cariño. El escritor francés equilibra todo este naturalismo con la narración de muchos momentos efímeros de felicidad –casi todos íntimos– vinculados con su madre (la estampa que traza de su progenitora es memorable), con las artes –especialmente con la música y la literatura– con la pulsión sexual.
Confusión de penas, la primera entrega del ciclo, fija de partida la atmósfera de toda la trilogía: nada cabe esperarse de la vida porque a cada momento de dicha sucede un mal golpe de la fortuna. El protagonista del relato se mueve por intuición, igual que un animal; desconfía de las instituciones y de las personas que las encarnan. No es capaz de escapar de una rueda de abyección que muestra las vísceras al sol de una Europa marcada por el hambre y la agónica voluntad de supervivencia de hombres y mujeres anónimos a los que la felicidad parece haberles sido vedada para siempre. Uno de los méritos del libro de Blanc es su extraordinaria franqueza –»La sinceridad siempre es potencia», escribió Rubén Darío– y su decisión de no edulcorar los hechos ni su propio retrato, que no siempre sale favorecido.
Listillo, prepara el petate, la segunda parte del ciclo memorialístico de Blanc, y la última novela publicada hasta ahora por El Paseo, donde el escritor francés cuenta sus avatares entre los 18 y los 26 años, reseña la madurez temprana del protagonista, que tiene lugar en el Atlas de Marruecos, dentro de un batallón poblado por delincuentes, desesperados y sodomitas compulsivos. Una experiencia que envilece por completo al torcido niño huérfano de la primera entrega. A ratos, el testimonio de Blanc parece el retrato de un prisionero en un campo de concentración, con la diferencia de que sucede en la periferia de la Francia colonial.
Suicida (fallido) y desertor, nómada e indigente, el escritor francés hace en esta trilogía una radiografía de la vida prosaica de un individuo desahuciado en una Europa que hace ahora un siglo dejó de existir, pero que conviene recordar para no quedar atrapado por los espejismos de la aparente prosperidad contemporánea. El mundo de Blanc, ese universo de reformatorios, violencia gratuita e inmoralidad cotidiana, no es –en el fondo– tan remoto como a primera vista pudiera parecernos. Está a la vuelta de la esquina. Al fin y al cabo, la felicidad siempre es un estado pasajero del alma. Y la calamidad, en cambio, es el único hogar de los hombres que aspiran a ser libres.