'Alien: Romulus': vuelve la bestia que hizo historia en la ciencia ficción
La nueva entrega de la saga, dirigida por el uruguayo Fede Álvarez, invita a recordar los orígenes de esta franquicia
Como si quisieran arrancarle un secreto, los periodistas llevan meses preguntando al uruguayo Fede Álvarez por su conexión con la saga Alien. El mundo de Hollywood es un pañuelo, y si uno acaba de rodar una cinta como Alien: Romulus, lo es todavía más. Álvarez es un director inteligente. Demasiado inteligente como para no sospechar qué pasará por las cabezas de Ridley Scott y James Cameron cuando uno relata lo que sucede entre una de las mejores películas del primero, Alien, el octavo pasajero (1979), y una obra cumbre del segundo, Aliens, el regreso (1986).
Como era de esperar, al saber que su historia servía de eslabón entre ambas películas, los dos veteranos se acercaron a Álvarez con una lista de consejos en una mano y un montón de advertencias en la otra: «Si Ridley me decía una cosa, Cameron decía algo diferente. Eran comentarios muy inteligentes, pero ambos tienen enfoques distintos».
El guion escrito por Álvarez junto a su colaborador habitual, Rodo Sayagues, parte de una escena que Cameron descartó de Aliens. El principal escenario de aquel film era el planetoide LV-426, cuya colonia humana dejaba de emitir señales de vida cuando los aliens entran en escena.
En esta nueva cinta, Álvarez se pregunta por el futuro de los niños que aparecen en ese breve descarte. De ahí que los principales personajes de Alien: Romulus sean un puñado de mineros espaciales, muy jóvenes, criados en territorio peligroso y enfrentados a una peripecia retorcida y febril.
Álvarez insiste en homenajear una y otra vez a sus ilustres predecesores, aunque sin dejar por ello de alcanzar cimas muy notables de terror, tanto en la construcción de la atmósfera como en el misterio que se deriva de esas bestias ‒los xenomorfos‒ concebidas como una maldición estelar.
En cuanto al guion, puede explicarse casi con las mismas palabras que la primera entrega. Los protagonistas tienen enemigos por todas partes, pero no saben quiénes son, dónde se ocultan, cuál es el vínculo entre ellos o qué hacer a continuación. Cada vez que un gorgoteo o un chasquido rompe el silencio, todos tratan de convencerse de que van a estar del lado de los que sobreviven y no del lado de los que caerán en una trampa peor que la muerte.
Lovecraft en el espacio
Al regresar a este mundo insano, Álvarez nos trae de vuelta uno de los principales referentes de Alien: la literatura de H.P. Lovecraft. No es casual que uno de sus alucinados relatos, El color que cayó del cielo (1927), obsesionara al guionista que originalmente puso en marcha este universo, Dan O’Bannon.
Cuando O’Bannon comenzó a escribir el borrador de Alien en 1972, tenía claro que podía seguir y ampliar la senda abierta por el horror lovecraftiano. Hay que aclarar, no obstante, que esa tarea hubiera sido imposible sin varios cómplices. Mano a mano con otro guionista, Ronald Shusett, el joven O’Bannon rastreó algunos de los posibles desarrollos de la historia en tres clásicos del cine de sesión continua: El enigma de otro mundo (1951), de Christian Nyby, El terror del más allá (1958), de Edward L. Cahn, y Terror en el espacio (1965), de Mario Bava.
Poco después, mientras rodaba junto a John Carpenter Estrella oscura (1974), O’Bannon conoció al artista conceptual Ron Cobb, uno de los animadores de La bella durmiente (1959). El genio de Cobb como diseñador fue esencial para fijar la estética de Alien, enriquecida por otros dos artistas que O’Bannon descubrió mientras preparaba con Alejandro Jodorowsky su frustrada adaptación de Dune. ¿Y quiénes eran? Pues nada menos que el surrealista H.R. Giger, famoso por sus espeluznantes pinturas y esculturas, y el dibujante Moebius, una de las estrellas de la revista de cómics Métal Hurlant.
El asesino de la mandíbula retráctil
Al final, el guion cayó en manos de un sólido director y guionista, Walter Hill, que había formado una productora con David Giler. «No tenía ninguna duda de que Shusett y O’Bannon querían hacer una versión de Tiburón en el espacio ‒declaró Hill años después‒. Habían resuelto un problema muy interesante. ¿Cómo se destruye a una criatura a la que no se puede matar sin destruir el propio sistema de soporte vital?».
Giler fue menos diplomático: «Aquel guion era simplemente horrible. Estaba escrito de forma amateur, aunque la idea central era sólida. Básicamente, era un pastiche de películas de los años cincuenta. Hill y yo lo tomamos, lo reescribimos por completo y añadimos la subtrama del androide Ash».
Aunque su labor ha sido ignorada por los fans, el estilo sobrio y realista de Hill y Giler mejoró los hallazgos que O’Bannon y Shussett habían tomado de la literatura pulp y la serie B. «Ellos escribieron muchos de los diálogos definitivos -reconoce Shusett-, pero la estructura del guion es la que nosotros concebimos».
Por su parte, el xenomorfo que se abre paso a mordiscos -una mezcla entre reptil e insecto, mitad parásito, mitad depredador- añade un elemento de turbiedad sexual. A tono con el espíritu de los setenta, esto último conecta con las ficciones biomecánicas del subgénero cyberpunk y también con las pesadillas de lo que suele llamarse horror corporal (body horror), un estilo morboso y perturbador que David Cronenberg ya había puesto en práctica en films como Vinieron de dentro de… (1975) y Rabia (1977).
Aunque los productores convocaron a un equipo excepcional, la gestación de Alien estuvo lejos de ser apacible. Cuando Ridley Scott fue reclutado como director, rechazó la visión de Giller y Hill. Además de inspirarse a fondo en la revista Métal Hurlant, también quiso recuperar el tono original del borrador de O’Bannon y Shusett. Esto último convirtió el rodaje en una batalla entre dos bandos.
Pese a los malos augurios, esa tensión creativa benefició a la película, que acabó llevándose de calle a un público entusiasmado. Scott pudo comprobarlo durante una prueba de proyección en Dallas: «Media hora antes del final, di una vuelta a la sala y vi a 50 personas escondidas detrás de las cortinas del fondo, muertas de miedo».
Una astronave encantada
Ridley Scott se asignó la tarea de dar una apariencia sofisticada a un producto que incluye diversas variantes del horror. Para empezar, los miedos primitivos de Lovecraft, subrayados en los diseños de Giger.
Asimismo, reconocemos el cliché del asesino sobrenatural, propio de la mitología del slasher (el cine y la literatura de psicópatas). Y además, sutiles referencias a los estereotipos del terror gótico, como la noche eterna o la mansión embrujada, aquí reconvertida en una nave de carga, la Nostromo, que en las secuencias iniciales casi parece un castillo encantado.
Marines contra xenomorfos
Otras referencias propias de la ciencia ficción, como la codicia corporativa que condena a la muerte a los transportistas de la Nostromo ‒unos simples currantes‒, reaparecen en la siguiente película, Aliens (1986).
Esta insuperable secuela de James Cameron sitúa a Ellen Ripley y a un grupo de marines en un escenario bélico. En este caso, han de luchar, casi al estilo de un comando suicida, contra el enjambre de xenomorfos que lidera una hembra descomunal. En palabras del propio Cameron, Aliens era «una película sobre la guerra del Vietnam en el espacio».
Tras una problemática producción, Alien 3 (1992) introdujo en la mitología de la saga la atmósfera opresiva y nihilista defendida por su director, un David Fincher que triunfaba con sus videoclips en la MTV. Aunque el debut de Fincher no desborda los logros de sus dos predecesores, hoy su película es considerada un film de culto.
Cuentos crueles en una galaxia lejana
Con la fábrica de pesadillas a toda máquina, las siguientes entregas de la franquicia –Alien: Resurrection (1997), Aliens vs. Predator (2004) y Aliens vs. Predator 2 (2007)‒ establecen, de nuevo, un parentesco con la serie B. Que Ripley volviera de la muerte en la cuarta entrega, convertida en un clon modificado con ADN alienígena, añadía un punto superheroico al personaje.
En 2012, Ridley Scott quiso revitalizar la franquicia con Prometheus, en la que ponía en escena una ciencia ficción más filosófica, sobre todo al abordar asuntos como la angustia existencial o el origen de la vida. Su continuación, Alien: Covenant (2017), nos conduce a un mundo ruinoso y oscuro en el que, retomando algunas ideas de Lovecraft, asistimos a lo que parece el surgimiento de una nueva subespecie de aliens. En ambos casos, Scott recupera las mutaciones corporales y el gore más grotesco y antinatural, dos características del body horror que han contribuido a cimentar el éxito de la saga.
Abriendo nuevos horizontes
Regresemos a la actualidad. He escrito que Fede Álvarez, respetando el legado de Scott y Cameron, le impone a Alien: Romulus una atmósfera ponzoñosa y un ritmo frenético.
Aquí sentimos que los alienígenas son heraldos del infierno: una antiquísima estirpe que encarna temores ancestrales y que arrebata al ser humano su puesto en el orden del universo.
Puede parecer desconcertante terminar con ese detalle casi sobrenatural, pero nadie diría que esto es simple ciencia ficción, sino más bien un nuevo destello de ese horror cósmico que Lovecraft inventó hace un siglo. Quizá porque, aunque hoy el cine puede ser más gráfico y atrevido, el monstruo de Alien, como un guiño a sus orígenes, nunca reniega de ese precedente literario.
No es extraño en absoluto que Alien: Romulus nos anime a recordar los lazos de sangre que unen las gráficas especulaciones del primer Alien y herencia del terror clásico. Ya nos lo advertía el creador de los Mitos de Cthulhu: «La emoción más fuerte y antigua de la humanidad es el miedo, y el más fuerte y antiguo tipo de miedo es el miedo a lo desconocido».