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Cultura

Delon y los héroes del pueblo

El actor francés pertenecía al mismo tipo de aristocracia que Gatsby. Cocteau lo definió como «el bello indiferente»

Delon y los héroes del pueblo

Alain Delon junto a Romy Schneider. | Entertainment Pictures (ContactoPhoto)

Alain Delon creía que los objetos de los demás le pertenecían. Hay quienes roban por necesidad imperiosa, por hambre, por sed, o incluso por el deseo de poseer los bienes ajenos, y los hay que roban porque desean adquirir, por medio del arte de la sustracción, una mínima parte de lo que el mundo les debe. En realidad no están robando, sólo toman lo que es suyo, lo que les pertenece, pero, ¿por qué les pertenece? Quizá por su calidad de excelentes. Hablo de personalidades un tanto chulescas, desenfadadas y a la vez firmes y severas, que se dan mucho entre la gente del pueblo, o que se daban. Esa capa de la población sufrida y desalmada a la que llamamos «el pueblo» vio nacer a muchos ídolos franceses: a Delon, a Johnny Hallyday, a Gérard Depardieu… Gente hecha a sí misma, alegremente cruel. Gente dura, despiadada, generosa, magnánima, rencorosa, vengativa y humana, demasiado humana como diría aquel.

Para Pasolini estaríamos hablando de gente de espíritu aristocrático. En el excelente poemario Una religión de nuestro tiempo, Pasolini viene a decir que los chulos de barrio como los que a él le gustaban eran de espíritu genuinamente aristocrático, y que la aristocracia y el pueblo se regían por los mismos principios. Trasladados a América, podríamos decir que el gánster Gatsby es tan aristocrático como su querida Daisy, nacida en una suntuosa mansión del sur aristocrático y esclavista. Delon pertenecía al mismo tipo de aristocracia que Gatsby, exactamente al mismo.

Se metió en el ejército como los golfos que acuden a la legión para redimir delitos. Le sorprendieron robando y lo mandaron a filas, y en filas volvió a robar. Luego lo enviaron a Saigón, en aquella guerra suicida para la que Francia no estaba preparada, y en Saigón volvió a robar un camión del ejército. ¿Quién no se enamora de un sujeto así?, decía Jane Fonda, que se había venido a París para conocer el existencialismo y la nouvelle vague. Seguro que Jane no conversó nunca con Sartre, pero se metió en la cama con Delon. Ella no sabía que Delon era un ladrón, pero lo intuía. A Jane no le parecía un hombre normal; le parecía un hombre peligroso. Peligroso e impostor.

La cara de Delon es ideal para reflexionar sobre la verdad y el simulacro. Daba la impresión de que llevaba siempre una máscara tan pegada a su piel que era inseparable de ella. Nietzsche decía que en torno a nosotros va creciendo una máscara, producto de la interpretación superficial que los demás hacen de nuestros pasos por la vida, y que es bueno que esa máscara exista porque en realidad nos protege. La máscara a la que me refiero protegía a Delon, pero también lo deshumanizaba. Había en su mirada y en su ser cierta frialdad, que se parecía a la frialdad de la muerte. Probablemente desde muy pronto Delon vio cómo moría brutalmente su inocencia. Fue un niño abandonado, educado por el mundo más que por una familia. Y luego él mismo abandonó y no reconoció a uno de sus hijos, el que tuvo con la cantante Nico. Se trata de comportamientos que se suelen reproducir de generación en generación, como una maldición cíclica.

Tras la aventura de Indochina, Delon regresa Francia imbuido de cierto espíritu militar, y vive de gigoló en Montmartre, protegido por un capo homosexual. Acabará convirtiéndose en proxeneta y protegerá a varias chicas. Al parecer fue una época feliz que recordaba con frecuencia porque la regían los códigos de honor. Y de pronto lo descubren para el cine. Fue entonces cuando se metió en una vorágine en la que aguantó mucho tiempo porque desde muy pronto, y como buen hijo de su propio sudor, fue tremendamente pragmático y maquiavélico. Sabía cuál era su función: explotar el arte de la impostura con templada profesionalidad.

«Delon, a pesar de su espíritu tenebroso, de sus ideas, de sus miserias, gozó siempre de la nobleza que le confería la gente»

Cuando yo era estudiante en París, Delon hacía una película al año, como Belmondo, y el público francés acudía a verlas como un ritual sagrado que a los extranjeros nos desconcertaba, pues en muchos casos se trataba de películas mediocres, o efectistas, o demasiado convencionales y previsibles. Normalmente Delon tenía amoríos con la actriz de turno. Recuerdo haber visto en alguna revista una foto suya, despidiendo a la actriz de su última película. Acababan de salir de un hotel de los Campos Elíseos, y el articulista comentaba que su encantadora esposa, que entonces era la actriz Mirelle Darc, iba a entender perfectamente las libertades de su excelente marido, que necesitaba ciertos alivios para combatir el estrés.

En Francia la gente era inmensamente comprensiva con sus estrellas. A Hallyday, a Depardieu, a Delon se les perdonaba todo. El pueblo los aristocratizaba con su trato a favor, la gente los ennoblecía hasta el día de su muerte y luego los convertía en penates. Delon, a pesar de las muchas arideces de su ser, de su espíritu tenebroso, de sus ideas, de sus miserias, gozó siempre de la nobleza que le confería la gente y de paso también el mercado y la sociedad del espectáculo. Y se mantuvo ahí hasta que no pudo más y huyó al campo con su perro y sus cuitas.

En los últimos años, renegaba de la vida y a veces sus hijos se veían obligados a cerrarle la boca. Dejó en vergüenza a su hija exhibiendo la homofobia típica de su generación en un programa televisivo y quería que lo enterrasen junto a su perro, pues nunca había tenido un amigo tan fiel y no quería estar sin él en la región de los muertos. Genio y figura hasta la sepultura, solemos decir de almas como la suya. Cocteau lo definió como «el bello indiferente», y supongo que acertó. Curioso es constatar que «indiferente» es el adjetivo que más se usa en El extranjero de Camus para definir a su protagonista. Delon podía haber representado ese papel mejor que Marcello Mastroianni, pues había en su indiferencia la sombra de una ausencia, o tal vez de un recuerdo imposible de olvidar y sin embargo olvidado, que al final se convertía en tristeza, esa tristeza de fondo que notábamos en Delon, esa extraña tristeza que le daba más espesor a sus ojos.

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